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Reflexión del mes
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Sobria ebriedad
Durante la era pagana,
el vino y las bebidas alcohólicas son las únicas
drogas que sugieren degradación ética e indigna
huida ante la realidad. Ecos del reproche se remontan al
primer imperio egipcio, prosiguen en la vieja religión
indoirania y llegan a la cuenca mediterránea como
dilema: ¿quiso Dioniso-Baco regalar a los mortales
algo que enloquece o algo que ayuda a vivir? Los usuarios
de cualesquiera otras drogas no interesan para nada al derecho
ni a la moral, y cometeríamos un error creyendo que
eran escasos. En la Roma de Augusto y Tiberio, por ejemplo,
había casi 900 tiendas dedicadas de modo exclusivo
a vender opio, cuyo producto representaba el 15% de toda
la recaudación fiscal, y el opio era una mercancía
estatalmente subvencionada, como la harina, para impedir
especulaciones con su precio; sin embargo, no hay palabra
en latín para opiómano, mientras se acercan
a la docena las que nombran al alcohólico, y ni un
solo caso de adicto al opio aparece mencionado en los anales
de la cultura grecorromana. Lo mismo debe decirse de quien
usa marihuana, hachís, beleño, daturas, hongos
visionarios y demás drogas antiguas. Las raíces
del mundo occidental coinciden con las de otras innumerables
culturas en un concepto a la vez profundo y claro de la
ebriedad -alcohólica o no-, que en definitiva apunta
a un acto de júbilo y abandono, pues -como señalara
Nietzsche- es "el juego de la naturaleza con el hombre".
Filón de Alejandría, padre de la corriente
jónica vincula la palabra griega para ebriedad (methe)
con el verbo methyeni, que significa "soltar",
"permitir", y define al ebrio como quien se adentra
en "liberación del alma". Platón,
su maestro, no ignoraba que el ebrio puede caer en patosería,
aturdimiento, avidez y fealdad, pero defendió vigorosamente
el entusiasmo ebrio como antídoto para aligerar la
tirantez del carácter y sus ropajes rutinarios, que
suscita la interioridad original y aquella inocencia donde
pueden aparecer a una nueva luz las cosas. Como resumiría
mucho más tarde Montaigne, "los paganos aconsejaban
la ebriedad para relajar el alma". De ahí que
el ideal grecorromano no fuese la sobriedad, sino la sobria
ebrietá, la ebriedad sobria que faculta para gozar
el entusiasmo sin incurrir en necedades. El sobrio no debe
ser confundido con el abstemio, porque el primero es racional
con o sin drogas, mientras el segundo sólo lo es
sin ellas; uno puede penetrar en los pliegues de la desnudez,
y el otro ha de rehuirlo para no avergonzarse ante los demás
y ante su propia conciencia".
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Antonio
Escotado (España, 1941). Filósofo, sociólogo,
ensayista e historiador de las drogas. Profesor universitario
de Filosofía y Metodología de la Ciencia además
de escritor, se ha dado a conocer sobre todo por sus ensayos
sobre las drogas, insistiendo en la necesidad de su legalización
para avanzar hacia un consumo responsable y evitar los abusos
que generan los intereses económicos del narcotráfico.
Además de la Historia general de las drogas, ha publicado,
entre otros, los libros siguientes: La conciencia infeliz, Ensayo
sobre la filosofía de la religión de Hegel (1971),
De physis a polis: la evolución del pensamiento griego
desde Tales a Sócrates (1982), Realidad y substancia
(1986), Filosofía y metodología de las ciencias
(1987), El espíritu de la comedia (1991, Premio Anagrama
de ensayo), Rameras y esposas: cuatro mitos sobre sexo y deber
(1993) y Retrato |
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del
libertino
(1998). Recibió en 1999 el Premio Espasa Hoy de ensayo
por su obra Caos y orden. Se destacan sus traducciones de
Thomas Hobbes, Newton y Thomas Jefferson. En
una entrevista, ante la pregunta sobre una posible definición
de la ciencia, respondió: "La ciencia es un mito,
sólo que es el mito más hermoso, el único
generalizable a toda la especie y quizás el más
digno de respetarse. La ciencia es un mito, y cuando pretende
decir que está más allá del mito está
mintiendo. La ciencia es la humildad en la búsqueda
de lo verdadero y en cuanto pierda esa humildad ya no es más
que una forma de embaucamiento".
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Bioética
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¿Médicos
o cacharreros? Mercantilismo preocupante
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Ramón
Córdoba Palacio, MD elpulso@elhospital.org.co
Debemos aceptar los cambios, más aún promoverlos,
cuando hagan avanzar plenamente a la sociedad humana, pero
vigilando siempre con especial cuidado que tras sublimes apariencias
no se oculten mezquinos intereses, inconfesables apetitos
de manipulación, de explotación de los seres
humanos con el único fin de llenar las arcas sin fondo
de unos cuantos. Infortunadamente han surgido en el área
de la salud infinidad de programas en diferentes medios de
comunicación -escritos, de radiodifusión, televisivos-
que bajo el pretexto de ayudar a la salud de los colombianos
sólo buscan la venta de productos elaborados o el prestigio
de unos cuantos doctores que confunden su misión con
la de cacharreros, que cazan así a ingenuos usuarios
o clientes que sirvan de señuelo o directamente acrecienten
el rédito para sus arcas.
Es deplorable y preocupante que programas aparentemente orientados
a difundir conocimientos sobre el cuidado de la salud sean
en realidad ratos de mercadeo de productos o de nombres de
doctores que sin ningún pudor convierten su misión
en la de vendedores de substancias que todo lo curan, que
sirven en todo caso como nutrimentos milagrosos que pueden
comprarse a buen precio si se llama ese día y a esa
hora a determinado teléfono, en vitrina para exhibir
al drama de unos cuantos que al final son instrumentos de
propaganda sin darse cuenta de que el costo para ellos, para
los pacientes, es la pérdida y explotación de
su intimidad.
Mejor lo hacían los llamados, en épocas ya superadas,
culebreros, que explotaban en curas milagrosas
la grasa del oso, de la anaconda, o los extractos de la uña
de la gran bestia y mil pomadas, ungüentos o bebedizos
extraídos de exóticos orígenes y traídos
desde el Amazonas. Aún recuerdo los golpes sobre la
caja de madera que guardaba una asustadora culebra que el
culebrero tomaba en sus manos y, a veces, la enrollaba
en su garganta para mejor demostrar la fuerza de su arte
y la confianza en sus productos curativos. Tenían,
o mejor aún tienen porque todavía explotan su
comercio, cierta gracia y decoro del que no hacen gala los
actuales médicos cacharreros.
Al caído caerle, dice un refrán
popular de honda sabiduría. A nuestra hoy desprestigiada
profesión médica -gracias en gran parte al mercadeo
a que la redujo la malhadada Ley 100- no le faltaba para acrecentar
el menosprecio de la comunidad sino que aparecieran por todas
partes magos generosos que revestidos de la noble capa de
servicio a la comunidad, de difundir los progresos y buenos
servicios del arte de curar, de enseñar conocimientos
sobre el cuidado de la salud o dar a conocer los muy costosos
recursos técnicos último modelo con que cuenta
tal o cual entidad, dejen ver, al menos en la manera de presentar
sus peroratas, su mezquino interés de rédito,
los andrajos mercantilistas de su acción.
Y más preocupante y doloroso, es que a esta nueva modalidad
promotora se hayan sumado médicos de renombre e instituciones
que se han visto como modelos de seriedad, de cordura, que
se miran como verdaderos orientadores de la sociedad en la
defensa y la búsqueda del verdadero norte en la actividad
médica.
¡Volvamos a ser médicos! Por favor no echemos
más leña al fuego.
Para los lectores que no tuvieron la fortuna folclórica
de presenciar la labor de un culebrero, me permito transcribir
el significado que trae el Nuevo diccionario de americanismos.
Tomo I. Nuevo diccionario de colombianismos. Santa Fe de Bogotá,
Instituto Caro y Cuervo, 1993, p. 117: «Culebrero. m
E- Vendedor de pomadas, ungüentos o tinturas, que exhibe
culebras y pronuncia largos discursos para convencer el público
circundante del poder curativo que tiene su mercancía»
Nota:
Esta sección es un aporte del Centro Colombiano de
Bioética -Cecolbe-.
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