MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 267 DICIEMBRE DEL AÑO 2020 ISNN 0124-4388 elpulso@sanvicentefundacion.com icono facebook icono twitter

Escultura Sol Rojo de Edgar Negret

Cuando la pluma es una ponzoña

Por: Damián Rúa Valencia. Magister en Literatura Francesa comparada Universidad de Estrasburgo – Francia
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Lejos del curtido mito del escritor impoluto acuartelado en su torre y visitado por las musas, el mundo literario es un universo despiadado de amargas enemistades. Y no me refiero sólo a autores como Fernando Vallejo que hacen del insulto personal un medio de expresión bastante sofisticado, ni a pugilistas consumados como Roberto Bolaño (que nada tiene que ver con el simpático creador del Chavo del 8). Otros, insospechados, pero no por ello menos conocidos, se han enfrentado con tinta, pluma, teclado y hasta con pistolas y puños. La historia literaria está plagada, por no decir amenizada, por esos desencuentros que son tan viejos como las palabras.

Cuentan que a raíz de una crítica virulenta contra Los placeres y los días, su primera y olvidada novela, el joven Marcel Proust retó a duelo a Jean Lorain para tratar de conciliar con las armas lo que ya no podía por medio de las palabras. En el encuentro, que tuvo lugar en el bosque de Meudon, en las afueras de París, ambos demostraron tener más labia que puntería y el duelo terminó sin muertos ni heridos para fortuna de la literatura.

No es el caso de otra disputa famosa, esta vez entre Valle-Inclán y el periodista Manuel Bueno, en la que este último le propinó al primero un bastonazo tal que la herida acabó gangrenándosele y necesitando la amputación del brazo.

Quizá la más famosa entre nosotros sea la que enfrentó a Mario Vargas Llosa contra Gabriel García Márquez que no sólo desbarató una amistad de vieja data, sino que al mismo tiempo le quebró la columna vertebral al boom latinoamericano. Aunque nunca se ha podido establecer el motivo exacto de la disputa, dicen las malas lenguas que todo se debió a un lío de faldas. O más bien, a un malentendido que involucra a Patricia Llosa, la exesposa del Nobel peruano, a García Márquez y unos consejos matrimoniales que éste le diera. Lo que sí se sabe es que el 12 de febrero de 1976, en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes en México, cuando el colombiano fue a saludar a su amigo, éste lo recibió con un puñetazo ante la mirada atónita de todos. Del incidente sólo queda una foto en la que se ve a Gabo con un ojo morado y los relatos de los asistentes, porque los dos involucrados parecen haber sellado un pacto de silencio.

Sin embargo, el silencio y la violencia física son lo menos común entre escritores cuando se trata de arreglar cuentas. La mayoría prefiere echar mano de su destreza lexical para golpear donde más duele: el ego. Y para ello, no ahorran ni adjetivos ni recursos estilísticos.

Cervantes, que con sobrada razón pone en boca de Don Quijote un discurso en el que compara las armas y las letras, era el blanco predilecto de los asedios de otro grande de la literatura: Lope de Vega. Amigos en un principio, cuando el desconocido autor de la Galatea trataba de abrirse paso en el teatro, su relación parece haberse agrietado por los celos mutuos y por la publicación de unos versos en los que Lope creyó entrever la mano de Cervantes pero que, al parecer, habrían sido escritos por Góngora: “Hermano Lope, bórrame el soné—/de versos de Ariosto y Garcila—,/y la Biblia no tomes en la ma—,/pues nunca de la Biblia dices le—”. La respuesta del dramaturgo fue tan airada como equivocada: “(…) ese tu Don Quijote baladí/de culo en culo por el mundo va/vendiendo especias y azafrán romí/y, al fin, en muladares parará.”

Otros dos grandes del Siglo de Oro español se odiaron con tanto encono y libraron una batalla verbal tan encarnizada que la posteridad ha terminado por no poder nombrar a uno sin mencionar al otro. A Francisco de Quevedo se lo recuerda no sólo por haber escrito el Buscón sino también por la bronca que le tenía a Luis de Góngora. De la misma pluma de la que salieron los más bellos sonetos amorosos de nuestra lengua surgió el insulto más grande que una persona pudiera hacerle a otra en aquella época, que era el de llamarlo, o insinuar que es, judío. “Yo te untaré mis obras con tocino/ porque no me las muerdas, Gongorilla,/ perro de los ingenios de Castilla,/ docto en pullas, cual mozo de camino (…)”. Luis de Góngora, advirtiendo en su rival sólo a un novato en busca de celebridad, le dedicó unos versos más irónicos que coléricos: “Musa que sopla y no inspira/y sabe que es lo traidor/poner los dedos mejor/en mi bolsa que en su lira, /no es de Apolo, que es mentira.” Sin embargo, tiempo después, habiendo medido quizá mejor a su adversario, dio rienda suelta a toda la vulgaridad necesaria para burlarse del talento de Quevedo, de su ignorancia de la lengua griega y, para colmo, de sus anteojos, los más famosos de la literatura: “Prestádselos un rato a mi ojo ciego,/ Porque a luz saque ciertos versos flojos,/ Y entenderéis cualquier gregüesco luego.”

Es famosa también en España una carta que le enviaron al poeta Juan Ramón Jiménez dos jovencitos que habrían de ser célebres. En ella se lee: “Nuestro distinguido amigo: Nos creemos en el deber de decirle -sí, desinteresadamente- que su obra nos repugna profundamente por inmoral, por histérica, por cadavérica, por arbitraria. Especialmente: ¡¡MERDE!! para su Platero y yo (…)” Firman Luís Buñuel y Salvador Dalí. El poeta, además de burlarse de su escritura “francocatalana” y de llamarlos cobardes y majaderos en otra misiva, les asegura que “han hecho bien en expeler en [esa carta] el vivo retrato de los dos”.

Por otro lado, el apaciguado viejecito que fue Borges cuando le llegó la fama cazó más de una pelea por la crítica feroz que hacía de sus contemporáneos. A Roberto Arlt lo llamó “malévolo desagradable, extraordinariamente inculto”, de Gabriela Mistral dijo alguna vez que era una “superstición chilena” y a Piazzola, con quien tuvo varios desencuentros, lo llamaba despectivamente Astor Pianola. Pero le toco sufrir de vuelta la antipatía de Witold Gombrowicz, que no se lo soportaba ni a él ni a ninguno de los de la revista Sur, y las diatribas de Martínez Estrada que se atrevió a llamarlo “turiferario a sueldo, vendido y envilecido”.

Visto así, pensaría uno que sólo los hispanos nos echamos madrazos. Pero no. Se sabe que Virginia Woolf no sentía gran afecto por James Joyce, a quien encontraba cansino y aburrido, ni por su novela Ulises, en la que no veía más que “la obra de un escritor autodidacta, egoísta, insistente, teatral, y en última instancia, nauseabundo.”

Gustave Flaubert, deudor del arte novelesco de Balzac, exclamó con ironía en una carta: “¡Qué hombre habría sido Balzac si tan solo hubiera sabido escribir!”

Buscando información para este artículo, di con otra pelea más reciente entre el escritor Michel Houellebecq, del que hace poco hablé en esta columna, y el periodista y biógrafo Pierre Assouline, al que nadie conoce fuera de Francia. Después de un altercado en relación con el tratamiento del islam en una de sus novelas, Houellebecq trató al periodista de “embaucador”, “tenia”, “basura”, a lo que el otro replicó en 2007:

“Si a Sarkozy se le ocurriera la buena idea de cambiar a [Houellebecq] por Ingrid Betancourt, es probable que la guerrilla, hartada, saliera de la selva y entregara las armas al cabo de tres meses”.

Ahora bien, para no seguir con una larga lista de chismes y rencillas, digamos que el problema con el tiempo no es el desgaste de los insultos, ni el remplazo de la rima soez por la prosa llana y simple, ni siquiera el cambio de papel por la pantalla, sino que como sucedió con Quevedo y Góngora o con García Márquez y Vargas Llosa, los enemigos terminan por parecerse.


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