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Estrasburgo, ciudad musical

Por: Damian Rua Valencia
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Encallada entre Francia y Alemania, a veces libre, muchas más sujeta, se encuentra la ciudad de Estrasburgo, en pleno corazón de Alsacia. Su nombre se asocia generalmente al de la región y esta, a su vez, al de la Lorena por su anexión al régimen nazi durante la segunda guerra mundial.

Quienes la han visitado recuerdan sus calles angostas en tres lenguas (alsaciano, alemán y francés), su catedral portentosa cuyo aire parece estancado en el tiempo, sus múltiples placas que conmemoran épocas desgarradas y los menos apresurados hasta recordarán los monumentos de Gutenberg y de Goethe. Pero pocos se imaginan que por aquí han pasado también varios de los músicos más influyentes de occidente. Desde Mozart hasta Mahler, pasando por Liszt, Strauss y Bartók, numerosos son los compositores en haber hecho escala e incluso optado por la ciudad de Estrasburgo para dar la première de sus obras.

El oasis en el desierto

En la cima de la fama, Jean-Jacques Rousseau cayó a Estrasburgo como un ahogado que se aferra a cualquier cosa que flote. Fue en 1765, tres años después de que la publicación del Emilio fuera condenada por el Parlamento y su autor requerido por la justicia. A partir de ese momento empezaron para él unos duros años de exilio en los que no tuvo reposo.

Ustedes dirán que Rousseau no era músico sino filósofo y escritor. Lo era. Pero también fue muchas cosas más, entre las que están compositor y teórico musical. Aunque no es invención suya, a él se le debe, en cierta manera, la popularización de la idea de la música como expresión de los sentimientos del autor.

En todo caso, Rousseau llegó a Estrasburgo durante el otoño, enfermo y solo. Lo acompañaba únicamente su perro Sultán con el que se alojó en el hotel de La Fleur. En una carta enviada, desde Basilea, poco antes de encaminarse hacia Estrasburgo, se quejaba de su estado: “Llego hoy a esta ciudad sin mayores percances, pero con dolor de garganta, con fiebre y con la muerte en el corazón”.

Sin embargo, pese a sus reticencias y a sus ganas de pasearse solo a la hora del atardecer, como era su costumbre, la noticia de su presencia se difundió rápidamente por la ciudad y pronto su hotel se encontró inundado por un cortejo de personas que iban a darle muestras de amistad. Tanto que el filósofo huraño no pudo resistirse y en poco tiempo se vio embarcado en la vida mundana de la ciudad.

Uno de los homenajes que le esperaban era la representación de su ópera El adivino de aldea. Una vez más, Rousseau asistió a los ensayos sin mucha convicción, pero terminó no sólo motivado, sino dirigiendo él mismo a los músicos y a los actores. Si damos crédito a los diarios de la época, el espectáculo, al que asistió el compositor desde su palco privado, fue todo un éxito.

Después de considerar seriamente pasar el invierno en Estrasburgo, Rousseau tomó finalmente la decisión de aceptar la invitación de David Hume para ir a Inglaterra pues veía la necesidad de volver a su vida austera y solitaria: “fue necesario romper con todo y volver a ser oso por necesidad”. Estrasburgo fue en todo caso un paréntesis en su vida atormentada.

Los días amargos

Mozart tenía veintidós años cuando se detuvo en Estrasburgo. Era el otoño de 1778 y la ciudad no era más que una parada en su itinerario. Venía de París, donde había tenido una acogida más bien fría, e iba hacia Salzburgo, su tierra natal. Acababa de perder a su madre en la capital francesa tres meses antes.

Tres cartas dirigidas a su padre dan cuenta del periplo. En ellas se queja del trayecto, de la mezquindad de un cierto barón Grimm que debía costear el viaje de regreso, y de la pobreza cultural de las ciudades. En ellas cuenta también el desarrollo de los conciertos que dio en la ciudad y su respectiva (y exigua) ganancia monetaria. El primero se llevó a cabo en un espacio íntimo, en el que interpretaba solo para evitar costos. Animado por los “bravo y bravissimo que volaban de todas partes”, se decidió a dar otro concierto, esta vez en el teatro, con orquesta, iluminación y guardias en la entrada, pero al que acudieron tan pocas personas que sólo alcanzó a ganar con qué reembolsar los gastos “para sorpresa, despecho y vergüenza de todos los estrasburgueses”.

Sin embargo, y aunque considera que se trata de una “ciudad verdaderamente detestable”, Mozart se quedará más de quince días en Estrasburgo, al cabo de los cuales se mostrará encantado y dirá que “¡Estrasburgo no puede prescindir, por decirlo así, de mí! ¡Usted no creerá en cuánta estima me tienen y cuánto me quieren aquí!” Durante esos días, tocará públicamente en los dos mejores órganos de la ciudad, que se encuentran en el Temple-Neuf y en la iglesia Saint-Thomas. Mozart, que está en busca de oportunidades laborales, no dejará de evocar la posibilidad de quedarse como organista. “Si el cardenal (que estaba muy enfermo cuando llegué) estuviera muerto, habría obtenido una buena posición”.

Sin embargo, nada de esto se realizará y Mozart seguirá su camino hacia Salzburgo. Por eso, ante la incapacidad de haber podido retener al genio en su seno, Estrasburgo tuvo que conformarse con una simple placa gravada sobre el órgano de la iglesia: “Mozart pasó por aquí”.

Flores y cañones

Invitado como jurado a la Séptima Reunión de Corales de Alsacia, Héctor Berlioz arribó a Estrasburgo en 1863. Su programa incluía además la interpretación de su poema sinfónico La infancia de Cristo. El compositor, que era bastante meticuloso, supervisó los ensayos de los coros y hasta la instalación de una sala construida para la ocasión, que debía responder a sus exigencias en cuanto a la acústica.

Durante su estadía, visitó las salas de concierto y los teatros, y fue recibido con la mayor pompa posible. Llegado al puente del Rin, que separa a Francia de Alemania, la acogida se volvió incluso más solemne, con tintes militares: los cañones tronaron en el cielo y de todas partes volaron flores de triunfo.

El concierto tuvo tanto éxito que, incluso años después, Berlioz recordaría esa época con una nostalgia tierna y aquella interpretación como la mejor que se hubiera hecho de La infancia de Cristo.

Durante un brindis por la ocasión, conmovido por los homenajes, Berlioz dice: “Bajo la influencia de la música el alma se eleva y las ideas se expanden, la civilización progresa, los odios nacionalistas se borran. Miren reunidas a Francia y a Alemania!”. Esto fue siete años antes de la guerra franco-prusiana que terminó con la destrucción de Estrasburgo y su consiguiente anexión al Imperio alemán.

Rockstars

Durante el periodo alemán, son numerosos los compositores en venir a Estrasburgo, entre los que están Camille Saint-Saëns, que dirige su poema sinfónico La juventud de Hércules y Johannes Brahms cuya interpretación de su 2ª sinfonía en re mayor y de su 2ª concierto para piano, recién terminado, son considerados por la prensa local como uno de los mayores acontecimientos artísticos.

En 1905, la ciudad se enorgullece de acoger a dos de los más grandes representantes del posromanticismo: Richard Strauss y Gustav Mahler.

Vienen para la creación del Festival internacional de Estrasburgo que propone un repertorio variado compuesto por obras clásicas y obras de compositores vivos. En el programa figuran la 5ª sinfonía de Mahler y la Sinfonía domestica de Strauss. El evento se cerrará con la 9ª sinfonía de Beethoven dirigida también por Mahler.

Aunque el evento tuvo un éxito rotundo, no faltaron los inconvenientes: el muy maniático Mahler exigió gran numero de ensayos previos a su llegada, y luego bajo su dirección, lo que ocasionó que la orquesta, extenuada, no tuviera tiempo para prepararse para otras obras. Strauss tuvo que pagar ese precio y beber el trago amargo de una interpretación más bien mal lograda, criticada sin piedad por la prensa.

Pero el mayor éxito fue la interpretación de la 9ª sinfonía que causó tal entusiasmo que Mahler tuvo que salir corriendo y refugiarse en su carroza para evitar que sus fans se abalanzara sobre él. Alma, la esposa del director y compositor, para quien esta era “la más bella interpretación que ella hubiera escuchado”, tuvo un momento de pánico viendo a la muchedumbre precipitarse al escenario “como ménades en furia”.

Retorno a Francia

En el siglo XX, la música contemporánea tomó aún más fuerza. Comenzaron a aparecer regularmente en el programa Stravinski, Strauss, Schönberg, Hindemith, Milhaud. El compositor ruso Prokofiev vino incluso a interpretar en los años treinta su 3er concierto para piano durante el cual, al parecer, tuvo una pérdida de memoria. Poulenc tocó su concierto para dos pianos y Ravel hizo su aparición en la ciudad cuando estaba en la cúspide de la fama. Bela Bartók interpreto él mismo una de sus obras maestras, el concierto para piano número 2 delante un público más bien indiferente.

Y, para terminar, Igor Stravinski pasó por Estrasburgo en diciembre de 1934, quince días antes de embarcarse hacia los Estados Unidos. Venía en gira junto con el violinista Samuel Dushkin, para quien había compuesto su famoso concierto para violín. En el programa figuraba arreglos sacados de varios de los ballets del compositor ruso: La suite italiana de Pulcinella, el Divertimento del Beso del hada y apartes del Canto del ruiseñor. Todas, según el libro Sur la trace des musiciens célèbres à Strasbourg, en el que baso este artículo, bastante “descoloridas por la reducción al piano y al violín”. Sin embargo, el solo nombre de Stravinski en el programa hubiera llenado cualquier sala en esa época, como fue el caso en Bogotá. En Estrasburgo, no obstante, la sala pareció gigantesca por la falta de público. Como dice el autor, la novelería no parece ser un defecto estrasburgués.


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