HOMO SIRINGA
Alejandro Londoño - elpulso@sanvicentefundacion.com
Tremendo atropello insistía en acabar con mi puerta cuando hacía poco había entrado en mi domicilio. Tumbado en mi sillón e intentando degustar una casquimona bien helada, fueron esos golpes los que casi me matan de un susto. Luego del pánico y la parálisis, me acerqué con lentitud acechante a preguntar quien estaba al otro lado, que a punta de tumbos quería anunciar su llegada. A mi pregunta ¿Quién es y que quiere? Una voz que más parecía un silbido me respondió, “me llamo siringa y necesito de usted”. Apenas abrí la puerta, me encontré con una chica de escuálidas piernas sentada en una silla de ruedas, que con su mano estirada al frente, insistía en entregarme un sobre en blanco. No quiso responder a ninguna de mis preguntas y apenas la invité a pasar, sus ojos hechos agua, decidió girar sobre su eje y partir rodando regalándome una nueva imagen suya: un pelo almendrado, hombros poderosos y la velocidad de su impulso. Abrí el sobre con premura y encontré esta misiva que por respeto de su anonimato he decidido transcribir literalmente solo omitiendo de ella el nombre con que fue bautizada.
Para Abrenuncio, médico del mito y la ficción.Mi primer nombre fue…………, pero como entenderá luego, he decidido llamarme Homo Siringa, en un intento de definir una nueva especie de la que me siento más parte que de esa terrible raza bípeda, que con soberbia se ha dado el nombre de hombre doblemente pensante -Homo Sapien Sapiens-. Supe de usted por una publicación en la que mencionaba algunos detalles de su cuerpo, que me hacían pensarlo como un animal más cercano a mi especie. Desde pequeña he tenido una grave dificultad para poder entender la lógica de un mundo binario, que con taxonomías fijas crea con lo nombrado la posibilidad de existir, pero que en el acto excluye a infinitas otredades de su participación. Si lograba incluir en una de ellas alguna parte mía, diga usted las manos o los ojos, de inmediato alguna otra particularidad corporal o de temperamento me excluía de la posibilidad de habitar en ese universo.
Esa ausencia de nombre, ese no participar de lo nombrado, de inmediato me amputaba la posibilidad de vida. Eso causa un tipo de muerte más dolorosa aun, que la ausencia de pulso o el diagnóstico de una tumoración que apoderándose de ti en su crecimiento, te llevará en algún momento a ese “no-lugar” que es la muerte. Crecer con las piernas secas e insensibles, torcidas como las patas de un fauno, entre chiquitos que se medían las potencias desde su juventud temprana, me convertían en una paria de la vida. Una amenaza para su status quo, una monstruosidad que pone en riesgo la vida de los otros y que debe ser escondida.
Desde pequeña comencé a visitar a todo tipo de médicos y las preguntas que les hacía parecían incomodarlos. Se llama mielomeningocele y es probable que sea debido a una deficiencia de ácido fólico lo que hizo que tu tubo neural no se haya unido por completo. Eso causó un daño en tus raíces nerviosas, que trajo como resultado el que tengas esfínteres neurogénicos y no pueda mover las piernas como lo hacen los demás. Esa y otras mil respuestas era como se daban a explicar mí sin sentido. Yo no quería saber de moléculas, de esfínteres, de cómo el acido fólico era importante en las primeras semanas de la gestación. Lo que yo quería era que respondieran a otros Por qué más fundamentales. Respuestas que paliaran el absurdo que era tener un 50% del cuerpo que “no hiciera parte de ti”. ¿Cómo explicar ese híbrido humano que era yo? Hacía más parte de la mitología o de la ciencia ficción que de la vida misma. Era un teriantropo, un centauro paralítico según podía encontrarme en las imágenes que veía en los libros de mi abuelo. No hacia parte de esa escala evolutiva en la que comenzando en un primate cuadrúpedo, y pasando por un hirsuto mono jorobado terminaría en un bello, lampiño y musculoso hombre bípedo. Encontraba mi cuerpo más próximo al Baku japonés, ese ser que con cuerpo de vaca, patas de tigre y trompa de elefante, era capaz de engullir las pesadillas de los niños durmientes. Conocí también a las quimeras, seres compuestos por partes que parecían antagónicas en su diseño. Cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de dragón, era lo que definía su existencia. Comencé a jugar con las formas y a combinarlas en un ritual ad Infinitum. En mis juegos aparecían todo tipo de animales fantásticos que combinaba a mi lúdico antojo. Monofantes, perigallos, burropeces, lorollenas, alicangarillos, perrotruces, escaragrillos, para luego comenzar a jugar con especies y reinos diferentes, lagarpiedras, gorifresas, canguaires entre otros chochocienticimos según era mi sistema de numeración.
Conocí así que lo monstruoso y lo indeterminado no era necesariamente peligroso, que la amenaza usualmente provenía de aquellos ojos solo acostumbrados a la tradición y al miedo. Sentada y desnuda ante un espejo comencé a buscarme en esa biblioteca fantástica que estaba creando con la ayuda de mi imaginación. Teniendo en cuenta mi cabeza sobre mi largo cuello, cabeza verticalizada diría la ciencia, mis manos prensiles con pulgares oponentes y un tronco erecto, definitivamente tenía que tener restos del género homo, pero apenas miraba hacia abajo, y encontraba unas patas tan delgadas y angulosas como las de un insecto o tan carentes de carne como una vara de bambú, me daba cuenta que otra u otras especies habitaban en ese país llamado “yo”. Recordé así la imagen de la bella Siringa que acosada por el dios Pan fue convertida en un cañaveral por sus amigas las ninfas. Esas sí eran mis piernas, no un montón de carne que envolvía huesos y coyunturas, sino un par de cañas de anguloso bambú que sostenían mi ser. Embriagada por esa imagen mítica, por ese híbrido que me posibilitaba existir decidí llevar ese juego a un nivel más elevado. Mi cabeza daba vueltas, mi felicidad era tal, que no podía parar de reír. A mi cuerpo que ahora hacía parte de dos reinos vivos, el animal y el vegetal, ahora anhelaba hibridizar aún más. A mis insensibles piernas quería unir un dispositivo de movimiento que me permitiera movilizarme a mi libre albedrío, que me diera la posibilidad de visitar lugares, de participar en mi vida según mis posibilidades y ante todo, que no me dejara morir en soledad por la falta de movimiento. Me convertía así en un cybor, en un cuerpo complementado por un aditamento mecánico, salvado de sí mismo con la ayuda de la tecnología. Mi tristeza se había ido con esa nueva imagen, esa nueva yo, ese nuevo ser armado de partes que se suplementaban y permitían así el nacimiento de una nueva forma de vida, una hybris que no era desmesura sino posibilidad. Así llegue a esta vida mi buen doctor, así nació para la vida esta nueva especie que me di en llamar Homo siringa.
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