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En
esta edición... |
Marguerite
Yourcenar (1903-1987) |
Simplificar
la vida y su contraria |
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Los cien años
del nacimiento de la escritora belga han motivado artículos
de toda índole, pero su obra, sus palabras y esas parcelas
de oro nacidas más del fuego que de las cenizas,
son las que mejor retratarán, si ello es posible, las
brumas y claros de una inteligencia. Durante varios años
la escritora sostuvo conversaciones con Matthieu Galey y el
siguiente es un fragmento que resalta su inquietante voz de
peregrina.
Matthieu Galey - ¿La sorprendió la acogida que
recibieron sus libros?
Marguerite Yourcenar -Sí, porque no esperaba nada.
Me sorprendió que, desde la aparición de Alexis,
Edmond Jaloux haya escrito un artículo que me aportó
varias docenas de lectores y lo convirtió en un amigo.
Sorprendida de que un hombre de buen gusto me haya dicho,
hace ya unos años: Para algunos hombres de mi
generación, Eric (de El tiro de gracia) fue nuestro
Werther, o que excomba-

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tientes de las guerras
baltas hayan venido a decirme que había traducido sus
recuerdos. Quedé estupefacta de que Memorias de Adriano
alcance una tirada que al presente debe estar cerca del millón
de ejemplares, creí haberlo escrito para tres personas
y ¿por qué se ha traducido L'oeuvre au noir a
diecisiete idiomas? No obstante, es evidente también
que muchos lectores ven en mis libros, no lo que he puesto o
intentado poner, sino lo que quieren hallar. Al mismo tiempo,
por intermedio de la página impresa, nos llegan amigos.
Está la gente a la que muchas veces no se contestará,
por una simple falta de tiempo -por otra parte algunos no firman
sus cartas-, que nos dicen que tal pasaje de nuestros libros
les ha aportado algo. Uno siempre se entera con gran alegría.
¿No tiene usted la impresión de ser sobre todo
una intermediaria, una médium, alguien a través
de quien ha pasado algo?
Absolutamente sí, y es por eso que en el fondo, sólo
tengo un interés limitado en mí misma. Tengo la
impresión de ser un instrumento a través del cual
han pasado corrientes, vibraciones. Esto vale para todos mis
libros, y aún diría que para toda mi vida. Quizá
para cualquier vida, y los mejores entre nosotros, quizá
son también sólo cristales conductores. Así,
a propósito de mis amigos, vivos o muertos, me repito
la admirable frase que, según me dijeron, es de Saint
Martin, el filósofo desconocido del siglo
XVIII, tan desconocido para mí que jamás leí
una sola línea, y jamás verifiqué la cita:
Hay seres a través de los cuales Dios me ha amado.
Todo viene de más lejos que nosotros. Dicho de otro modo,
todo nos rebasa, y uno se siente humilde y maravillado de haber
sido así rebasado y atravesado.
¿Eso no conduce a una actitud pasiva frente a la vida?
De ningún modo. Se debe pensar y luchar hasta el fin,
nadar en el río siendo a la vez llevado y arrastrado
por éste, y aceptar por adelantado la salida que significa
hundirse, pero ¿quién se hunde? Basta con aceptar
los males, las preocupaciones, las enfermedades de los otros
y las nuestras, la muerte de los otros y la propia, para partir
de la vida como algo natural, como lo hubiera hecho, por ejemplo,
nuestro Montaigne, el hombre que en occidente quizá más
se pareció a un filósofo taoísta, y que
sólo los lectores superficiales toman por un antimístico.
La muerte, suprema forma de la vida... Sobre este punto pienso
exactamente lo contrario de Julio César, que deseaba
morir lo más rápidamente posible, lo que casi
le ocurrió. Por mi parte, creo que desearía morir
con pleno conocimiento, por un proceso de enfermedad bastante
lento como para dejar que en cierto modo la muerte se inserte
en mí, para tener tiempo de dejarla desarrollarse por
entero.
¿Por qué?
Para no dejar escapar la última experiencia, el paso.
Adriano habla de morir con los ojos abiertos, y es con esa intención
que hice vivir su muerte a Zenón.
Se acercaría a Proust, que modifica la muerte de Bergotte,
calcándola de su propia muerte. |
En Estados Unidos los médicos son
de una sorprendente sinceridad, mientras que en Francia los
médicos, y en especial la familia, muchas veces engañan
a los enfermos. Desapruebo esa actitud. Me gusta lo contrario
y respeto a la gente que prepara su propia muerte.
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Comprendo
muy bien que haya intentado hacerlo. Esta utilización
de la propia muerte es una especie de heroísmo de novelista.
Para mí, se trataría más bien de no perder
una experiencia esencial, y es porque me interesa tenerla que
me parece detestable robarle la muerte a alguien. En Estados
Unidos el cuerpo médico es de una sorprendente sinceridad,
mientras que en Francia los médicos, y en especial la
familia, pasan muchas veces el tiempo engañando a los
enfermos. Desapruebo esa actitud. Me gusta locontrario y respeto
a la gente que prepara su propia muerte.
Eso obliga a vivir en constante intimidad con su propio fin.
Lo cual está muy bien. Se debe pensar amistosamente en
la propia muerte, aunque se tenga una cierta repugnancia instintiva
en hacerlo.
De todos modos estamos muy desarmados frente a ese paso.
Tan desarmados que terminamos quizá lloriqueando o espantados,
pero en ese caso se trata de una reacción física,
como el mareo.
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La aceptación que importa tendrá lugar antes.
Además ¿quién sabe? Quizá se harán
cargo de nosotros algunos recuerdos, como si fueran ángeles.
Los místicos tibetanos aseguran que los moribundos son
asistidos por la presencia de aquello en lo cual se ha creído:
Shiva o Buda, para unos; Cristo o Mahoma, para otros. Los escépticos
puros o la gente sin imaginación no verán nada,
sin duda... Un amigo, reanimado luego de haber estado apunto
de ahogarse, me dijo que era verdad la creencia popular según
la cual se vuelve a ver toda la vida de manera fulgurante; si
es así, a veces será desagradable. Se debería
ser más selectivo, pero ¿qué querría
volver a ver? Quizá los jacintos del Mont-Noir, o las
violetas de Connecticut en primavera; las naranjas astutamente
colgadas de las ramas por mi padre, en un jardín del
medio día; un cementerio de Suiza cubierto de rosas;
otro bajo la nieve y entre los abedules blancos, y otros más
de los que ni siquiera conozco la ubicación, lo que después
de todo, no importa. Las dunas, tanto en Flandes como en las
islas de Virginia, con el ruido del mar que dura desde el comienzo
del mundo; la humilde cajita de música suiza, que toca
pianissimo una pequeña aria de Haydn... o también
los largos chupones de hielo en las rocas de Mount Desert por
donde, en abril, el agua encuentra su cauce y rebota con ruido
de manantial. El cabo Sounion, al atardecer; Olimpia, al medio
día; unos campesinos andando por un camino de Delfos,
que ofrecían por nada a la extranjera los cascabeles
de su mula; la misa de resurrección en un pueblo de Eubea,
tras una travesía nocturna a pie por la montaña;
la llegada de mañana a Segesto, a caballo, por unos senderos
entonces desiertos y pedregosos que olían a tomillo.
Un paseo por Versalles, en una tarde sin sol, o aquel día,
en Corbridge, en Northumberland, en que, tendida en medio de
un campo de excavaciones invadido por la hierba, me dejé
impregnar pasivamente por la lluvia, como los huesos de los
muertos romanos. Unos gatos que recogimos André Embiricos
y yo en un pueblo de Anatolia; el juego del ángel
en la nieve; una loca bajada en tobogán desde lo alto
de una colina del Tirol, bajo unas estrellas llenas de presagios.
O también, más cerca en el tiempo, apenas lo bastante
decantados para ser recuerdos, el mar verde de los trópicos,
manchado de aceite; un vuelo triangular de cisnes salvajes de
camino hacia el Ártico; el sol naciente de Pascua (que
no sabía que era el sol de Pascua), visto ese año
desde un espolón rocoso de Mount Desert, con un lago
aún helado, abajo, y que empezaba a resquebrajarse con
la llegada de la primavera... Lanzo estas imágenes en
montón, sin pretender convertirlas en símbolos.
Y sin duda debería añadirles unos cuantos semblantes
animados, vivos o muertos, mezclados con los rostros imaginarios
o extraídos de la historia. O acaso nada de todo esto,
sino simplemente el gran vacío azul-blanco que contempla
-al llegar a su fin, en la última novela de Mishima,
terminada unas horas antes de su muerte- el octogenario Honda,
un juez de ojos perspicaces que es, al mismo tiempo y en el
sentido enojoso del término, un voyeur. Vacío
resplandeciente como el cielo de verano que devora las cosas
y, comparado con él, todo lo demás no es sino
un desfile de sombras.
Quizá no sea un azar que tome este ejemplo de una novela
japonesa. Me parece que el budismo ha tenido una gran influencia
en usted. |
Depender sólo de nosotros mismos...Sed
una lámpara para vosotros mismos, dice el budismo.
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Tengo varias religiones, como tengo varias patrias, de manera
que en cierto sentido no pertenezco quizás a ninguna.
No pienso por cierto en renegar del hombre que ha dicho que
aquellos que tengan hambre de fe y de justicia serán
saciados -en otro mundo, con seguridad, porque en el nuestro
no es verdad- y que los puros verían a Dios, y que en
castigo se hizo crucificar -oh, a veces me pongo a temblar
cuando lo pienso, dice uno de los más bellos spiritual-,
pero menos renuncio aún a la sabiduría taoísta,
parecida a un agua límpida, unas veces clara, otras oscura,
bajo la cual se descubre el trasfondo de las cosas. Estoy agradecida
por lo precioso que me han enseñado sobre mí misma,
y en la medida en que he emprendido y proseguido el estudio,
al tantrismo y sus métodos casi fisiológicos para
despertar las fuerzas del espíritu y del cuerpo, y al
zen, esa espada centelleante. Sobre todo, permanezco profundamente
ligada al conocimiento budista, estudiado a través de
diferentes escuelas que, como las diferentes sectas cristianas,
me parecen menos contradecirse que completarse. No sólo
su compasión por todo ser viviente amplía nuestras
nociones, muchas veces mezquinas, de la caridad, no sólo,
como los presocráticos, vuelve a poner al hombre, pasajero,
en un universo que pasa, sino que además, como Sócrates
-y confiándose, por supuesto- nos pone en guardia contra
las especulaciones metafísicas ambiciosas, para incitarnos,
sobre todo, a conocernos mejor y, como en las filosofías
modernas consideradas más audaces, insiste en la necesidad
de depender sólo de nosotros mismos: Sed una lámpara
para vosotros mismos...
¿Es uno de los deseos budistas a los que
ha aludido varias veces?
Los cuatro deseos budistas que, en efecto, me he
recitado con frecuencia en el curso de mi vida, dudo volver
a decirlos delante de usted, porque un deseo es una plegaria,
y más secreto aún que una plegaria. Simplificando,
se trata de luchar contra las malas inclinaciones; dedicarse
hasta el fin al estudio, perfeccionarse en la medida de lo posible
y, por fin, por numerosas que sean las criaturas que erran
en la extensión de tres mundos, es decir, en el
universo, trabajar para salvarlas. De la conciencia
moral al conocimiento intelectual, del perfeccionamiento de
sí, al amor por los demás, y a la compasión
por ellos, todo está allí, me parece, en ese viejo
texto que tiene alrededor de veintiséis siglos.
¿Ha puesto en práctica esos deseos?
Muy pocas veces, pero pensar en ellos ya es algo.
Con los ojos abiertos. Conversaciones con Marguerite
Yourcenar. Matthieu Galey. Gedisa y algunos fragmentos de esa
conversación citados por Walter Kaiser, profesor de Harvard
y amigo de la escritora. |
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Ocioso
lector |
Cuando
la muerte duele.
Ana
Ochoa Acosta Periodista elpulso@elhospital.org.co |
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El
gastroenterólogo Tomás Quevedo Gómez ha
muerto. Al cierre de esta edición nos enteramos de su
partida discreta, sin las floridas ceremonias de costumbre,
según lo quiso su voluntad. Ultimo gesto de esa inteligencia
sublevada. La independencia de su pensamiento, la autenticidad
de su expresión, su desdén por las vanidades humanas,
el vigor de sus énfasis y la pulcritud de sus silencios
y, en fin, esa libertad casi lujosa en un mundo de servidumbres
y competitivos esclavos, hicieron de él un hombre sobresaliente.
Lo recordamos en su casa rodeado de sus propias esculturas,
de los cuadros de Longas y Francisco Antonio Cano dedicados
a su madre y, cigarrillo tras cigarrillo, con abundancia de
gracia y ausencia de remordimientos, paseándose por los
estantes de sus cuatro bibliotecas donde revoloteaban
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esas avispas de oro que
tanto le gustaban: la ironía, la rebeldía
frente a la razón adocenada y el humor que es a veces
lucidez, abismo y por eso también melancolía.
Mi
médico del alma y del vientre, le decía
su amigo y paciente, el escritor Fernando González.
Sus libros dedicados y bien leídos convivían
con decenas de tomos de escritores suramericanos en
su mayoría falsos, pues al sentarse a escribir se
chantan el vestido europeo. Allí también
los libros propios: Humor y medicina, Trabajo,
enfermedad y ocio, sus manuscritos de cuentos, los
libros de su pariente Efe Gómez, regados en su habitación
con vista a las matas, a las tórtolas y a los azulejos,
pero sencilla como la de un monje. Otro jardín, el
de las delicias pintado por El Bosco, colgaba de una pared
cerca de unas ediciones viejas de humor ruso, húngaro,
español y francés, bien cuñadas por
otras de Quevedo o Bernard Shaw, al que le gustaba citar
cuando hablaba de ciertos médicos: Todos los
días saben más y más, sobre menos y
menos, y van terminando sabiendo todo sobre nada.
El doctor Tomás Quevedo fue un destacado gastroenterólogo,
autor de varios trabajos publicados en el país y
el exterior, fundador de la sociedad colombiana de historia
de la medicina y pertenece a una familia de médicos
que comienza con el doctor José Ignacio Quevedo,
médico del general Santander, autor de la primera
cesárea en Latinoamérica con feto y madre
vivos, años antes del descubrimiento de la anestesia
y la antisepsia. La historia sigue con su hijo Tomás,
pionero de la neurología en Colombia que operó
por primera vez un tumor cerebral y padre de Juana, la primera
mujer que ejerció en Colombia la medicina general.
141 años después de esas primeras audacias,
según lo contaba el Doctor Quevedo, encontramos a
otro descendiente, el doctor Elkin Lucena, el hombre del
primer bebé probeta en Latinoamérica.
Y están sus hijos: Augusto, reconocido pediatra y
Emilio, especializado entre otras cosas en historia de las
ciencias.
Su parentesco con el fallecido Ministro Juan Luis Londoño
de la Cuesta, creador de la Ley 100, no le impidió
criticar abiertamente algunos aspectos del nuevo sistema
de salud, sin generar por ello distanciamientos con su familia
que, según contaba, estuvo siempre cercana a él
y a su esposa Luz, y le celebró sus aguardientes,
sus libros, sus boleros y también lo acompañó
en su enfermedad. Siempre valiente y sin adornar las cosas,
le dijo a su pariente Lucía de la Cuesta, dos días
antes de morirse: Ehh, qué pereza ¿será
pues que no voy a ser capaz de morirme Lucía?.
Y al fin sí fue capaz. Se siente su ausencia.
Por lo que fue, y por lo que con tanta sabidur.
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El gobierno colombiano destinará
14.500 millones de pesos para apoyar proyectos culturales
presentados por administraciones departamentales, distritales,
municipales y por organizaciones culturales de toda Colombia.
Los proyectos deberán ser presentados al Programa Nacional
de Concertación y Estímulos del Ministerio para
su estudio y evaluación técnica y económica,
a más tardar el próximo 15 de marzo.

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La
única novela escrita por el genial pintor surrealista
Salvador Dalí, Rostros ocultos(1943), censurada en países
como España por el régimen franquista, será
publicada íntegramente en castellano por la editorial
Destino en el mes de febrero. Convencido de ser heredero directo
de Sade, Dalí afirmaba que la historia contemporánea
nos ofrece una estructura excepcional para una novela sobre
la evolución y los conflictos de las grandes pasiones
humanas. |
Los
premios literarios Grinzane Cavour se reciben en español.
Mario Vargas Llosa, Fernando Savater y la traductora Hado
Lyria han sido galardonados y el recientemente fallecido
Manuel Vázquez Montalbán fue homenajeado.
Vargas Llosa recibirá el próximo junio el
premio internacional a una vida dedicada a la literatura.
Al anunciar el galardón, el escritor chileno Luis
Sepúlveda, miembro del jurado, dijo que el peruano
es "merecedor del Nobel y de otros premios que le han
sido negados".
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