MEDELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 5    NO 65  FEBRERO DEL AÑO 2004    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co






 

 

En esta edición...

Marguerite Yourcenar - "Simplificar la vida y su contraria"

Cuando la muerte duele

El Remolino

Marguerite Yourcenar (1903-1987)
“Simplificar la vida y su contraria”
Los cien años del nacimiento de la escritora belga han motivado artículos de toda índole, pero su obra, sus palabras y esas “parcelas de oro nacidas más del fuego que de las cenizas”, son las que mejor retratarán, si ello es posible, las brumas y claros de una inteligencia. Durante varios años la escritora sostuvo conversaciones con Matthieu Galey y el siguiente es un fragmento que resalta su inquietante voz de peregrina.
Matthieu Galey - ¿La sorprendió la acogida que recibieron sus libros?
Marguerite Yourcenar -Sí, porque no esperaba nada. Me sorprendió que, desde la aparición de Alexis, Edmond Jaloux haya escrito un artículo que me aportó varias docenas de lectores y lo convirtió en un amigo. Sorprendida de que un hombre de buen gusto me haya dicho, hace ya unos años: “Para algunos hombres de mi generación, Eric (de El tiro de gracia) fue nuestro Werther”, o que excomba-
tientes de las guerras baltas hayan venido a decirme que había traducido sus recuerdos. Quedé estupefacta de que Memorias de Adriano alcance una tirada que al presente debe estar cerca del millón de ejemplares, creí haberlo escrito para tres personas y ¿por qué se ha traducido L'oeuvre au noir a diecisiete idiomas? No obstante, es evidente también que muchos lectores ven en mis libros, no lo que he puesto o intentado poner, sino lo que quieren hallar. Al mismo tiempo, por intermedio de la página impresa, nos llegan amigos. Está la gente a la que muchas veces no se contestará, por una simple falta de tiempo -por otra parte algunos no firman sus cartas-, que nos dicen que tal pasaje de nuestros libros les ha aportado algo. Uno siempre se entera con gran alegría.
¿No tiene usted la impresión de ser sobre todo una intermediaria, una médium, alguien a través de quien ha pasado algo?
Absolutamente sí, y es por eso que en el fondo, sólo tengo un interés limitado en mí misma. Tengo la impresión de ser un instrumento a través del cual han pasado corrientes, vibraciones. Esto vale para todos mis libros, y aún diría que para toda mi vida. Quizá para cualquier vida, y los mejores entre nosotros, quizá son también sólo cristales conductores. Así, a propósito de mis amigos, vivos o muertos, me repito la admirable frase que, según me dijeron, es de Saint Martin, “el filósofo desconocido” del siglo XVIII, tan desconocido para mí que jamás leí una sola línea, y jamás verifiqué la cita: “Hay seres a través de los cuales Dios me ha amado”. Todo viene de más lejos que nosotros. Dicho de otro modo, todo nos rebasa, y uno se siente humilde y maravillado de haber sido así rebasado y atravesado.
¿Eso no conduce a una actitud pasiva frente a la vida?
De ningún modo. Se debe pensar y luchar hasta el fin, nadar en el río siendo a la vez llevado y arrastrado por éste, y aceptar por adelantado la salida que significa hundirse, pero ¿quién se hunde? Basta con aceptar los males, las preocupaciones, las enfermedades de los otros y las nuestras, la muerte de los otros y la propia, para partir de la vida como algo natural, como lo hubiera hecho, por ejemplo, nuestro Montaigne, el hombre que en occidente quizá más se pareció a un filósofo taoísta, y que sólo los lectores superficiales toman por un antimístico. La muerte, suprema forma de la vida... Sobre este punto pienso exactamente lo contrario de Julio César, que deseaba morir lo más rápidamente posible, lo que casi le ocurrió. Por mi parte, creo que desearía morir con pleno conocimiento, por un proceso de enfermedad bastante lento como para dejar que en cierto modo la muerte se inserte en mí, para tener tiempo de dejarla desarrollarse por entero.
¿Por qué?
Para no dejar escapar la última experiencia, el paso. Adriano habla de morir con los ojos abiertos, y es con esa intención que hice vivir su muerte a Zenón.
Se acercaría a Proust, que modifica la muerte de Bergotte, calcándola de su propia muerte.
En Estados Unidos los médicos son de una sorprendente sinceridad, mientras que en Francia los médicos, y en especial la familia, muchas veces engañan a los enfermos. Desapruebo esa actitud. Me gusta lo contrario y respeto a la gente que prepara su propia muerte.
Comprendo muy bien que haya intentado hacerlo. Esta utilización de la propia muerte es una especie de heroísmo de novelista. Para mí, se trataría más bien de no perder una experiencia esencial, y es porque me interesa tenerla que me parece detestable robarle la muerte a alguien. En Estados Unidos el cuerpo médico es de una sorprendente sinceridad, mientras que en Francia los médicos, y en especial la familia, pasan muchas veces el tiempo engañando a los enfermos. Desapruebo esa actitud. Me gusta locontrario y respeto a la gente que prepara su propia muerte.
Eso obliga a vivir en constante intimidad con su propio fin.
Lo cual está muy bien. Se debe pensar amistosamente en la propia muerte, aunque se tenga una cierta repugnancia instintiva en hacerlo.
De todos modos estamos muy desarmados frente a ese paso.
Tan desarmados que terminamos quizá lloriqueando o espantados, pero en ese caso se trata de una reacción física, como el mareo.
La aceptación que importa tendrá lugar antes. Además ¿quién sabe? Quizá se harán cargo de nosotros algunos recuerdos, como si fueran ángeles. Los místicos tibetanos aseguran que los moribundos son asistidos por la presencia de aquello en lo cual se ha creído: Shiva o Buda, para unos; Cristo o Mahoma, para otros. Los escépticos puros o la gente sin imaginación no verán nada, sin duda... Un amigo, reanimado luego de haber estado apunto de ahogarse, me dijo que era verdad la creencia popular según la cual se vuelve a ver toda la vida de manera fulgurante; si es así, a veces será desagradable. Se debería ser más selectivo, pero ¿qué querría volver a ver? Quizá los jacintos del Mont-Noir, o las violetas de Connecticut en primavera; las naranjas astutamente colgadas de las ramas por mi padre, en un jardín del medio día; un cementerio de Suiza cubierto de rosas; otro bajo la nieve y entre los abedules blancos, y otros más de los que ni siquiera conozco la ubicación, lo que después de todo, no importa. Las dunas, tanto en Flandes como en las islas de Virginia, con el ruido del mar que dura desde el comienzo del mundo; la humilde cajita de música suiza, que toca pianissimo una pequeña aria de Haydn... o también los largos chupones de hielo en las rocas de Mount Desert por donde, en abril, el agua encuentra su cauce y rebota con ruido de manantial. El cabo Sounion, al atardecer; Olimpia, al medio día; unos campesinos andando por un camino de Delfos, que ofrecían por nada a la extranjera los cascabeles de su mula; la misa de resurrección en un pueblo de Eubea, tras una travesía nocturna a pie por la montaña; la llegada de mañana a Segesto, a caballo, por unos senderos entonces desiertos y pedregosos que olían a tomillo. Un paseo por Versalles, en una tarde sin sol, o aquel día, en Corbridge, en Northumberland, en que, tendida en medio de un campo de excavaciones invadido por la hierba, me dejé impregnar pasivamente por la lluvia, como los huesos de los muertos romanos. Unos gatos que recogimos André Embiricos y yo en un pueblo de Anatolia; el “juego del ángel” en la nieve; una loca bajada en tobogán desde lo alto de una colina del Tirol, bajo unas estrellas llenas de presagios. O también, más cerca en el tiempo, apenas lo bastante decantados para ser recuerdos, el mar verde de los trópicos, manchado de aceite; un vuelo triangular de cisnes salvajes de camino hacia el Ártico; el sol naciente de Pascua (que no sabía que era el sol de Pascua), visto ese año desde un espolón rocoso de Mount Desert, con un lago aún helado, abajo, y que empezaba a resquebrajarse con la llegada de la primavera... Lanzo estas imágenes en montón, sin pretender convertirlas en símbolos. Y sin duda debería añadirles unos cuantos semblantes animados, vivos o muertos, mezclados con los rostros imaginarios o extraídos de la historia. O acaso nada de todo esto, sino simplemente el gran vacío azul-blanco que contempla -al llegar a su fin, en la última novela de Mishima, terminada unas horas antes de su muerte- el octogenario Honda, un juez de ojos perspicaces que es, al mismo tiempo y en el sentido enojoso del término, un “voyeur”. Vacío resplandeciente como el cielo de verano que devora las cosas y, comparado con él, todo lo demás no es sino un desfile de sombras.
Quizá no sea un azar que tome este ejemplo de una novela japonesa. Me parece que el budismo ha tenido una gran influencia en usted.
Depender sólo de nosotros mismos...“Sed una lámpara para vosotros mismos”, dice el budismo.
Tengo varias religiones, como tengo varias patrias, de manera que en cierto sentido no pertenezco quizás a ninguna. No pienso por cierto en renegar del hombre que ha dicho que aquellos que tengan hambre de fe y de justicia serán saciados -en otro mundo, con seguridad, porque en el nuestro no es verdad- y que los puros verían a Dios, y que en castigo se hizo crucificar -“oh, a veces me pongo a temblar cuando lo pienso”, dice uno de los más bellos spiritual-, pero menos renuncio aún a la sabiduría taoísta, parecida a un agua límpida, unas veces clara, otras oscura, bajo la cual se descubre el trasfondo de las cosas. Estoy agradecida por lo precioso que me han enseñado sobre mí misma, y en la medida en que he emprendido y proseguido el estudio, al tantrismo y sus métodos casi fisiológicos para despertar las fuerzas del espíritu y del cuerpo, y al zen, esa espada centelleante. Sobre todo, permanezco profundamente ligada al conocimiento budista, estudiado a través de diferentes escuelas que, como las diferentes sectas cristianas, me parecen menos contradecirse que completarse. No sólo su compasión por todo ser viviente amplía nuestras nociones, muchas veces mezquinas, de la caridad, no sólo, como los presocráticos, vuelve a poner al hombre, pasajero, en un universo que pasa, sino que además, como Sócrates -y confiándose, por supuesto- nos pone en guardia contra las especulaciones metafísicas ambiciosas, para incitarnos, sobre todo, a conocernos mejor y, como en las filosofías modernas consideradas más audaces, insiste en la necesidad de depender sólo de nosotros mismos: “Sed una lámpara para vosotros mismos...”
¿Es uno de los “deseos budistas” a los que ha aludido varias veces?
Los “cuatro deseos budistas” que, en efecto, me he recitado con frecuencia en el curso de mi vida, dudo volver a decirlos delante de usted, porque un deseo es una plegaria, y más secreto aún que una plegaria. Simplificando, se trata de luchar contra las malas inclinaciones; dedicarse hasta el fin al estudio, perfeccionarse en la medida de lo posible y, por fin, “por numerosas que sean las criaturas que erran en la extensión de tres mundos”, es decir, en el universo, “trabajar para salvarlas”. De la conciencia moral al conocimiento intelectual, del perfeccionamiento de sí, al amor por los demás, y a la compasión por ellos, todo está allí, me parece, en ese viejo texto que tiene alrededor de veintiséis siglos.
¿Ha puesto en práctica esos deseos?
Muy pocas veces, pero pensar en ellos ya es algo.
“Con los ojos abiertos”. Conversaciones con Marguerite Yourcenar. Matthieu Galey. Gedisa y algunos fragmentos de esa conversación citados por Walter Kaiser, profesor de Harvard y amigo de la escritora.
Ocioso lector
Cuando la muerte duele.
Ana Ochoa Acosta Periodista elpulso@elhospital.org.co

El gastroenterólogo Tomás Quevedo Gómez ha muerto. Al cierre de esta edición nos enteramos de su partida discreta, sin las floridas ceremonias de costumbre, según lo quiso su voluntad. Ultimo gesto de esa inteligencia sublevada. La independencia de su pensamiento, la autenticidad de su expresión, su desdén por las vanidades humanas, el vigor de sus énfasis y la pulcritud de sus silencios y, en fin, esa libertad casi lujosa en un mundo de servidumbres y competitivos esclavos, hicieron de él un hombre sobresaliente.
Lo recordamos en su casa rodeado de sus propias esculturas, de los cuadros de Longas y Francisco Antonio Cano dedicados a su madre y, cigarrillo tras cigarrillo, con abundancia de gracia y ausencia de remordimientos, paseándose por los estantes de sus cuatro bibliotecas donde revoloteaban

esas “avispas de oro” que tanto le gustaban: la ironía, la rebeldía frente a la razón adocenada y el humor que es a veces lucidez, abismo y por eso también melancolía. “Mi médico del alma y del vientre”, le decía su amigo y paciente, el escritor Fernando González. Sus libros dedicados y bien leídos convivían con decenas de tomos de escritores suramericanos “en su mayoría falsos, pues al sentarse a escribir se chantan el vestido europeo”. Allí también los libros propios: ”Humor y medicina”, “Trabajo, enfermedad y ocio”, sus manuscritos de cuentos, los libros de su pariente Efe Gómez, regados en su habitación con vista a las matas, a las tórtolas y a los azulejos, pero sencilla como la de un monje. Otro jardín, el de las delicias pintado por El Bosco, colgaba de una pared cerca de unas ediciones viejas de humor ruso, húngaro, español y francés, bien cuñadas por otras de Quevedo o Bernard Shaw, al que le gustaba citar cuando hablaba de ciertos médicos: “Todos los días saben más y más, sobre menos y menos, y van terminando sabiendo todo sobre nada.”
El doctor Tomás Quevedo fue un destacado gastroenterólogo, autor de varios trabajos publicados en el país y el exterior, fundador de la sociedad colombiana de historia de la medicina y pertenece a una familia de médicos que comienza con el doctor José Ignacio Quevedo, médico del general Santander, autor de la primera cesárea en Latinoamérica con feto y madre vivos, años antes del descubrimiento de la anestesia y la antisepsia. La historia sigue con su hijo Tomás, pionero de la neurología en Colombia que operó por primera vez un tumor cerebral y padre de Juana, la primera mujer que ejerció en Colombia la medicina general. 141 años después de esas primeras audacias, según lo contaba el Doctor Quevedo, encontramos a otro descendiente, el doctor Elkin Lucena, el hombre del primer “bebé probeta” en Latinoamérica. Y están sus hijos: Augusto, reconocido pediatra y Emilio, especializado entre otras cosas en historia de las ciencias.
Su parentesco con el fallecido Ministro Juan Luis Londoño de la Cuesta, creador de la Ley 100, no le impidió criticar abiertamente algunos aspectos del nuevo sistema de salud, sin generar por ello distanciamientos con su familia que, según contaba, estuvo siempre cercana a él y a su esposa Luz, y le celebró sus aguardientes, sus libros, sus boleros y también lo acompañó en su enfermedad. Siempre valiente y sin adornar las cosas, le dijo a su pariente Lucía de la Cuesta, dos días antes de morirse: “Ehh, qué pereza ¿será pues que no voy a ser capaz de morirme Lucía?”. Y al fin sí fue capaz. Se siente su ausencia.
Por lo que fue, y por lo que con tanta sabidur.

El gobierno colombiano destinará 14.500 millones de pesos para apoyar proyectos culturales presentados por administraciones departamentales, distritales, municipales y por organizaciones culturales de toda Colombia. Los proyectos deberán ser presentados al Programa Nacional de Concertación y Estímulos del Ministerio para su estudio y evaluación técnica y económica, a más tardar el próximo 15 de marzo.

La única novela escrita por el genial pintor surrealista Salvador Dalí, Rostros ocultos(1943), censurada en países como España por el régimen franquista, será publicada íntegramente en castellano por la editorial Destino en el mes de febrero. Convencido de ser heredero directo de Sade, Dalí afirmaba que “la historia contemporánea nos ofrece una estructura excepcional para una novela sobre la evolución y los conflictos de las grandes pasiones humanas.”

Los premios literarios Grinzane Cavour se reciben en español. Mario Vargas Llosa, Fernando Savater y la traductora Hado Lyria han sido galardonados y el recientemente fallecido Manuel Vázquez Montalbán fue homenajeado. Vargas Llosa recibirá el próximo junio el premio internacional a una vida dedicada a la literatura. Al anunciar el galardón, el escritor chileno Luis Sepúlveda, miembro del jurado, dijo que el peruano es "merecedor del Nobel y de otros premios que le han sido negados".



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