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Foto
Augusto Escobar
En las afueras del Museo del Louvre, el cuerpo se convierte
en piedra y logra una sublime expresión artística.
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Un blanco sudario de algodón barato
cubre la escultura callejera que se yergue en medio de la
transitada acera citadina. La apertura de manos y cara deja
ver un burdo trabajo de esculpido en el que resaltan los
ojos rojos e irritados y la piel exageradamente lechosa.
Un dejo de enorme tristeza en el rostro habla bien del propósito
buscado por el artista, por lo que la obra no necesita nombre,
lo refleja: homenaje a la angustia y a la desesperanza.
La gente va rotando en la contemplación de la estorbosa
estatua. Los cuchicheos en voz baja ponen un toque de respeto
en el ambiente. A los pies, un vaso desechable con algunas
monedas insinúa la inopia del escultor, y aleja a
los tacaños e insolventes. De pronto ocurre lo insólito:
la escultura habla con voz angustiada por el hambre: "un
apoyo para el arte, ya que es mi única fuente de
trabajo y con esto mantengo a mis hijos". Entonces
se entiende la tristeza que asoma en el áspero rostro.
La revivida estatua mira desconsolada las pocas monedas,
hace un rápido inventario a ojo, y con paso cansino
se aleja calle abajo a montar su museo móvil ante
un nuevo, y ojalá, más generoso público.
Va en busca de otro lugar para anclar sus sueños
y su angustia, un sitio en el que no sea muy visible a la
policía, "que nunca apoya el arte y no hace
sino molestarlo a uno".
Esta es Medellín, y esa es una de sus nuevas y desconcertantes
facetas. Una escultura que de la quietud pétrea y
sin vida transita en segundos al infierno de la angustia
existencial. Ciertamente es una pieza de museo, máxime
si, como ésta, lleva encima su propio tinglado. El
sujeto se autoesculpe para poder exhibirse, -él y
su desesperanza con forma de arte- y convierte cada recoveco
de la urbe en un museo personal que se carga a cuestas en
procura de unas monedas que le resten ímpetus al
hambre. ¡Qué interesante!, dirán unos.
¡Qué irrespeto con el arte!, dirán otros.
¡Qué necesidad la mía!, dirá
la famélica escultura.
Si, es una forma diferente de hacer arte, una manera distinta
de mostrarlo y de sobrevivir al apremio cotidiano. Es un
arte-museo nacido del ingenio creativo y de la necesidad
de aquellos que hoy andan por ahí batiéndose
a pulso contra la pobreza y la desesperanza. Es una manera
heróica de ganarse el pan y de paso mostrar la creatividad
surgida del hambre. Un nuevo arte, la nueva forma de museo,
un buen tema. Hablemos de museos. El diccionario define
un museo como: "lugar en el que se guardan, conservan
y exhiben objetos notables de las artes o las ciencias".
Definir qué es notable, qué es arte y qué
es ciencia, es el quid del asunto y los críticos
llevan siglos detrás de ese intríngulis.
Eso, sin dejar de lado que cualquier objeto es coleccionable
y susceptible de convertirse en pieza de museo: desde un
insecto hasta una nave espacial. Algunos son generales en
el sentido lato de la palabra; otros se especializan en
áreas por necesidad específica, o simplemente
obedecen al interés personal de quién colecciona.
De todas maneras un museo es sólo un sitio. Su alma
está en los elementos que guarda y que son precisamente
los que marcan su importancia y trascendencia. Haymuseos
importantes, otros no tan importantes y algunos que ni siquiera
importa que existan, aunque suene a blasfemia. Pero todos
ellos tienen algo en común: coleccionan un sueño-esperanza,
un capricho o una nostalgia.
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Algunas ciudades son en sí mismas enormes y hermosos
museos, llenas a reventar en cada plaza, iglesia o edificio
público, de verdaderas joyas de arte y propuestas estéticas.
Otras, como Medellín, aparte de sus museos formales poseen
sitios como "el cambalache", la colección itinerante
de chécheres más grande y dinámica que
conozco. Con ella, distinguidos coleccionistas de física
chatarra vagan de un lado a otro de la ciudad huyendo de la
policía, mientras negocian con la mayor seriedad del
mundo un solitario zapato izquierdo ya roto, o cacarean
convencidos las bondades de una
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agotada pila que garantizan
como perfecta sin sonrojo alguno, mientras organizan con la
reverencia de un joyero, sus inservibles cachivaches. Según
su filosofía gremial, "nada es basura" y
siempre hay cliente para todo. El "cambalache" es
un museo casi vivo. Así que, museo es, además,
el resultado de ese raro sentimiento humano por todo aquello
que le produce nostalgia o le recrea el alma; y por eso hay
regados por el mundo museos de todas las especies y tamaños,
particulares y privados. Todos llenos de cualquier cosa que
alguien versado en el asunto o que simplemente tenga los medios
de poseerlo, considere que sea digno de ser guardado, conservado
o exhibido. Eso de notable, arte o ciencia es tan subjetivo
que parece harina de otro costal. Además, los museos
son como cierta clase de mujeres hermosas: costosos de instalar
y onerosos para mantener; así que son asunto de locura
o de plata. El primero, dicen que lo fundó Ptolomeo
en Alejandría y parece que hasta sabios coleccionaba,
cada uno mimado por su respectiva musa.
Rico, de buen gusto y buena gente, era el Ptolomeo éste,
coleccionaba también el conocimiento de los grandes
sabios de su tiempo, y con esmero los mantenía cerca
de su corte en donde brillaba la ciencia y la cultura. Fue
lo que hoy llaman un gran filántropo, o un "alcahuete",
como diría Elio, el sastre de mi pueblo, que no se
ahorra para prohijar un chisme. En los días que corren
son pocos los que se atreven con tamaña empresa. Sin
embargo, hubo épocas doradas para ellos: aquellas en
las que pululaban el arte, el buen gusto, el dinero y el afán
de ostentarlo. Y es gracias a eso que hoy el mundo disfruta
de incalculables tesoros en colecciones oficiales y privadas
que enriquecen el espíritu humano. Eran otros tiempos.
Ahora Medellín se convierte en ciudad cultural por
excelencia, con la complicidad y apoyo de uno de sus más
destacados hijos: el maestro Fernando Botero. Cuando "Ciudad
Botero" esté definitivamente terminada, tendremos
el honor de poseer quizás la mayor y más rica
colección de arte de un artista vivo de talla mundial.
Será un despliegue enorme de arte y volu-men que llenará
de vida el centro de una ciudad y que, aún en medio
de la violencia que la azota, no ceja en su empeño
de ser la más hospitalaria, limpia y culta de Colombia.
Y como para que quede claro que estamos en Medellín,
muy cerca de estas obras monumentales estará con su
pobreza irredenta la colección itinerante de los mercachifes
del "cambalache" y las esculturas hambrientas de
los hombres-museo, esos que huyendo de la policía,
luchan angustiosamente por un espacio para exhibir algo notable
que tienen guardando como su mayor sueño: sobrevivir.
Es un museo tatuado en el alma. Un museo dedicado al hambre,
pues sobrevivir a ella, también es un arte y una complicada
ciencia.
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