MEDELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 3    NO 34   JULIO DEL AÑO 2001    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co






 

 

Museos: menú para todos
Javier Hernández R. Medellín

Foto Augusto Escobar
En las afueras del Museo del Louvre, el cuerpo se convierte en piedra y logra una sublime expresión artística.

Un blanco sudario de algodón barato cubre la escultura callejera que se yergue en medio de la transitada acera citadina. La apertura de manos y cara deja ver un burdo trabajo de esculpido en el que resaltan los ojos rojos e irritados y la piel exageradamente lechosa. Un dejo de enorme tristeza en el rostro habla bien del propósito buscado por el artista, por lo que la obra no necesita nombre, lo refleja: homenaje a la angustia y a la desesperanza. La gente va rotando en la contemplación de la estorbosa estatua. Los cuchicheos en voz baja ponen un toque de respeto en el ambiente. A los pies, un vaso desechable con algunas monedas insinúa la inopia del escultor, y aleja a los tacaños e insolventes. De pronto ocurre lo insólito: la escultura habla con voz angustiada por el hambre: "un apoyo para el arte, ya que es mi única fuente de trabajo y con esto mantengo a mis hijos". Entonces se entiende la tristeza que asoma en el áspero rostro. La revivida estatua mira desconsolada las pocas monedas, hace un rápido inventario a ojo, y con paso cansino se aleja calle abajo a montar su museo móvil ante un nuevo, y ojalá, más generoso público. Va en busca de otro lugar para anclar sus sueños y su angustia, un sitio en el que no sea muy visible a la policía, "que nunca apoya el arte y no hace sino molestarlo a uno".
Esta es Medellín, y esa es una de sus nuevas y desconcertantes facetas. Una escultura que de la quietud pétrea y sin vida transita en segundos al infierno de la angustia existencial. Ciertamente es una pieza de museo, máxime si, como ésta, lleva encima su propio tinglado. El sujeto se autoesculpe para poder exhibirse, -él y su desesperanza con forma de arte- y convierte cada recoveco de la urbe en un museo personal que se carga a cuestas en procura de unas monedas que le resten ímpetus al hambre. ¡Qué interesante!, dirán unos. ¡Qué irrespeto con el arte!, dirán otros. ¡Qué necesidad la mía!, dirá la famélica escultura.
Si, es una forma diferente de hacer arte, una manera distinta de mostrarlo y de sobrevivir al apremio cotidiano. Es un arte-museo nacido del ingenio creativo y de la necesidad de aquellos que hoy andan por ahí batiéndose a pulso contra la pobreza y la desesperanza. Es una manera heróica de ganarse el pan y de paso mostrar la creatividad surgida del hambre. Un nuevo arte, la nueva forma de museo, un buen tema. Hablemos de museos. El diccionario define un museo como: "lugar en el que se guardan, conservan y exhiben objetos notables de las artes o las ciencias". Definir qué es notable, qué es arte y qué es ciencia, es el quid del asunto y los críticos llevan siglos detrás de ese intríngulis.
Eso, sin dejar de lado que cualquier objeto es coleccionable y susceptible de convertirse en pieza de museo: desde un insecto hasta una nave espacial. Algunos son generales en el sentido lato de la palabra; otros se especializan en áreas por necesidad específica, o simplemente obedecen al interés personal de quién colecciona. De todas maneras un museo es sólo un sitio. Su alma está en los elementos que guarda y que son precisamente los que marcan su importancia y trascendencia. Haymuseos importantes, otros no tan importantes y algunos que ni siquiera importa que existan, aunque suene a blasfemia. Pero todos ellos tienen algo en común: coleccionan un sueño-esperanza, un capricho o una nostalgia.

Algunas ciudades son en sí mismas enormes y hermosos museos, llenas a reventar en cada plaza, iglesia o edificio público, de verdaderas joyas de arte y propuestas estéticas. Otras, como Medellín, aparte de sus museos formales poseen sitios como "el cambalache", la colección itinerante de chécheres más grande y dinámica que conozco. Con ella, distinguidos coleccionistas de física chatarra vagan de un lado a otro de la ciudad huyendo de la policía, mientras negocian con la mayor seriedad del mundo un solitario zapato izquierdo ya roto, o cacarean convencidos las bondades de una

agotada pila que garantizan como perfecta sin sonrojo alguno, mientras organizan con la reverencia de un joyero, sus inservibles cachivaches. Según su filosofía gremial, "nada es basura" y siempre hay cliente para todo. El "cambalache" es un museo casi vivo. Así que, museo es, además, el resultado de ese raro sentimiento humano por todo aquello que le produce nostalgia o le recrea el alma; y por eso hay regados por el mundo museos de todas las especies y tamaños, particulares y privados. Todos llenos de cualquier cosa que alguien versado en el asunto o que simplemente tenga los medios de poseerlo, considere que sea digno de ser guardado, conservado o exhibido. Eso de notable, arte o ciencia es tan subjetivo que parece harina de otro costal. Además, los museos son como cierta clase de mujeres hermosas: costosos de instalar y onerosos para mantener; así que son asunto de locura o de plata. El primero, dicen que lo fundó Ptolomeo en Alejandría y parece que hasta sabios coleccionaba, cada uno mimado por su respectiva musa.
Rico, de buen gusto y buena gente, era el Ptolomeo éste, coleccionaba también el conocimiento de los grandes sabios de su tiempo, y con esmero los mantenía cerca de su corte en donde brillaba la ciencia y la cultura. Fue lo que hoy llaman un gran filántropo, o un "alcahuete", como diría Elio, el sastre de mi pueblo, que no se ahorra para prohijar un chisme. En los días que corren son pocos los que se atreven con tamaña empresa. Sin embargo, hubo épocas doradas para ellos: aquellas en las que pululaban el arte, el buen gusto, el dinero y el afán de ostentarlo. Y es gracias a eso que hoy el mundo disfruta de incalculables tesoros en colecciones oficiales y privadas que enriquecen el espíritu humano. Eran otros tiempos. Ahora Medellín se convierte en ciudad cultural por excelencia, con la complicidad y apoyo de uno de sus más destacados hijos: el maestro Fernando Botero. Cuando "Ciudad Botero" esté definitivamente terminada, tendremos el honor de poseer quizás la mayor y más rica colección de arte de un artista vivo de talla mundial. Será un despliegue enorme de arte y volu-men que llenará de vida el centro de una ciudad y que, aún en medio de la violencia que la azota, no ceja en su empeño de ser la más hospitalaria, limpia y culta de Colombia. Y como para que quede claro que estamos en Medellín, muy cerca de estas obras monumentales estará con su pobreza irredenta la colección itinerante de los mercachifes del "cambalache" y las esculturas hambrientas de los hombres-museo, esos que huyendo de la policía, luchan angustiosamente por un espacio para exhibir algo notable que tienen guardando como su mayor sueño: sobrevivir. Es un museo tatuado en el alma. Un museo dedicado al hambre, pues sobrevivir a ella, también es un arte y una complicada ciencia.

 



Arriba

[ Editorial | Debate | Opinión | Observatorio | Generales | Columna Jurídica | Cultural | Breves ]

COPYRIGHT © 2001 Periódico El PULSO
Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin autorización escrita de su titular
. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved