MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 279 DICIEMBRE DEL AÑO 2021 ISNN 0124-4388
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El mes pasado, por azares de la vida, vi a través de la vitrina de una librería de mi barrio, una novela con la que tenía una deuda pendiente: Memorias del subsuelo de Fiódor Mijáilovich Dostoievski. La compré y la leí en un impulso alucinado sin percatarme siquiera de que su autor había nacido precisamente en noviembre, según nuestro calendario gregoriano, hace doscientos años.
Me sorprendió no tanto la coincidencia de la fecha como la actualidad de ese texto un poco marginal en la vasta obra del escritor ruso. Por un momento tuve incluso la impresión de estar leyendo a Beckett. Beckett ochenta años antes.
Y, sin embargo, es puro Dostoievski. Paisajes gélidos, héroes mezquinos, situaciones dolorosas. Al igual que en sus otras novelas, los personajes son seres atormentados y enfermos, que rozan la locura y la humillación y se instalan en un sufrimiento que, por extraño que parezca, se tiñe de vitalidad. Como las velas, que escupen chispas antes de apagarse.
André Markowicz, escritor franco-ruso que se lanzó en la empresa demencial de volver a traducir la obra completa de Dostoievski, dice que lo que lo motivó no fue tanto la mala calidad de las versiones existentes, sino la corrección de la lengua en que los traductores acostumbran a verter sus obras, sin tener en cuenta su dimensión oral. En ruso, su prosa es dubitativa, entrecortada, popular, casi vulgar. Además, sus novelas están construidas a la manera de un coro de visiones opuestas (una polifonía diría Bajtín), que escapa un poco a los gustos estructurales de la narrativa europea. Más que escritas, sus novelas parecen gritadas.
Es como si todo fuera llevado al límite. En ellas, nadie puede hablar normalmente. Todos gritan y vociferan sus pequeñas desgracias que, bajo la mirada de Dostoievski, adquieren el alcance de los dramas más profundos. Todos están atravesados por una fuerza casi demoniaca que los lleva a cometer los actos más deshonrosos, las acciones más crueles y a buscar la redención en el fango.
En uno de los pasajes del libro, el narrador anónimo exclama:
“En cuanto a mí, no he hecho sino llevar hasta el extremo, en mi vida, lo que ustedes no se atrevían a llevar sino hasta la mitad”.
La frase vale también para el autor. Leyendo su biografía, tiene uno la impresión de que él mismo es uno de sus mejores personajes. O quizá sea más justo decir una banalidad: su vida y su personalidad aparecen desmembradas, aumentadas y disimuladas en todas sus novelas.
Su familia paterna estuvo compuesta esencialmente por curas ortodoxos de origines ucranianos. Sólo su padre escapó a la vocación espiritual e intentó ascender en la escala social mediante la medicina. Era un hombre más bien despótico que tenía accesos de tristeza y de sentimentalidad, cuyas frustraciones confiaba a su esposa Maria Fiodorovna Neshaiev. Ésta murió de tuberculosis cuando Fiódor era adolescente y su padre habría de morir asesinado por sus propios siervos poco tiempo después.
La relación de Fiódor con su padre fue problemática. Estaba tejida de reproches mutuos. Un mes antes del asesinato, Fiódor le había escrito una carta irritada para pedirle dinero. El episodio no es anodino porque años después todavía resonaría en su última novela, Los hermanos Karamazov. En ella, Smerdiakov asesina al viejo Karamazov, pero la culpa recae, de alguna manera, sobre el hijo mayor, Iván Karamazov.
“El principal asesino es usted y no yo, aunque yo haya golpeado”. Dice Smerdiakov. E Iván Karamazov responde: “¿Tanto deseaba yo la muerte de mi padre?”.
Una de sus novelas más famosas y accesibles por su brevedad, El jugador, aparece como un exorcismo de su propia adicción al juego, del gusto del riesgo y de la posibilidad de perderlo todo en un instante.
Él sabía muy bien que todo se juega en un minuto. Hay un episodio bien conocido de su vida. Sucedió en 1849. Al despertarse una mañana de primavera se encontró con un par de oficiales en su habitación que se lo llevaron preso junto con un grupo de revolucionarios más bien inofensivos. Dostoievski, que sufría de soledad crónica, los frecuentaba más por instinto gregario y por tener acceso a su biblioteca que por real convicción política. Aunque cercano a las ideas socialistas y sensible a las desigualdades sociales en su juventud, Dostoievski nunca fue un verdadero revolucionario. Es más, en la vejez fue un reaccionario empedernido y antisemita que veía en la fe ortodoxa rusa el camino de la redención de Occidente. Por eso, esa mañana su detención y su posterior juicio parecen, también, sacados de un libro. No de uno suyo, sino de Kafka.
A final de ese mismo año, y por orden del Zar Nicolas I, los condenados fueron escoltados en carrosas por militares armados hasta la plaza Semenovski. Petrashevski, el líder, y otros dos insurgentes fueron conducidos al patíbulo y atados a postes delante de Dostoievski, que esperaba su turno. A último momento, sin embargo, cuando los militares apuntan al pecho de los tres pobres diablos, y sólo esperan la orden para disparar, aparece un guardia con el indulto para los acusados y la conmutación de la pena en cuatro años de trabajos forzados en Siberia.
Dostoievski dirá a su mujer, años después: “No recuerdo un día tan feliz como ése”.
Dostoievski volvió a San Petersburgo, pobre, desconocido pese a haber gozado de una gloria pasajera por la publicación de dos libros, y roído por la epilepsia. Sin embargo, había descubierto algo de suprema importancia. Alejado de todo, sin comunicación, sin poder escribir, sin otro libro que la Biblia, encadenado por los tobillos, había logrado acercarse al pueblo ruso y al sufrimiento de seres sin esperanza. De seres que, por no tener nada que perder, dejan a un lado todas las máscaras.
Un recuerdo le venía de una tarde remota, años atrás cuando era apenas un estudiante. Durante el camino entre Moscú y San Petersburgo, la carroza en que va con su hermano y su tutor se detiene y coincide con la llegada de una troika que lleva a un empleado del correo. Después de despachar un par de asuntos y un vodka, vuelve a subir a la troika, pero ésta no se mueve. Enojado, comienza a darle puñetazos en el cuello al cochero que, a su vez, azota al caballo. Mientras más golpea el primero, más azota el segundo el pobre animal.
“Esta imagen repugnante se me quedó grabada en el recuerdo para toda la vida”, apunta en el Diario de un escritor. Y Henri Troyat, que escribió una biografía maravillosa sobre Dostoievski, agrega:
“Cada uno le inflige a su vecino el peso de su desespero, de su odio, de su miedo. Nada comienza en nosotros. Nada termina en nosotros. Estamos atrapados en la misma red nerviosa. Basta con que uno de nosotros haga algún gesto para que los demás sientan un tirón doloroso”.
Atrapados en ese círculo estamos todos, aunque no lo veamos. Aunque no lo queramos ver.
“¿Es acaso posible ser completamente sincero – aunque sea con su propia conciencia – y afrontar toda la verdad?”, se pregunta el personaje sin nombre de las Memorias del subsuelo.
Por eso, hoy más que nunca es necesario leerlo o volver a leerlo. A ver si, por fin, le hacemos frente a esa mala conciencia que persigue a Occidente, como dice Julia Kristeva, o, mas íntimamente, a esa sombra que llevamos todos a cuestas y que, basta con que la luz nos pegue de frente, para que se proyecte sobre alguien más.
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