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La mirada sedienta

Por: Damián Rúa Valencia
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El mes pasado falleció en su casa de Madrid el cineasta Carlos Saura, contraviniendo con ello a la creencia popular que asegura que si se logra pasar indemne el pernicioso mes de enero, se podrá disfrutar por lo menos de un año más de vida.

Por eso su muerte nos tomó por sorpresa a todos, que pensábamos que era inmortal, y quizás a él mismo, que seguía con una fuerza de trabajo y una creatividad tales que hacían olvidar que tenía 91 años. ¿La prueba? Había estrenado un documental el año pasado, acababa de terminar también un guion para una película sobre el compositor alemán Johan Sebastian Bach y se preparaba para recibir al día siguiente un Goya honorífico por toda su trayectoria, lo que le dio el raro privilegio de despedirse de este mundo con un discurso de agradecimiento y una ovación pública.

En el texto, leído por su esposa Eulalia Ramón, habla de sus logros y de sus alegrías tanto artísticas como personales, y se dice afortunado por haber podido rodar más de cincuenta películas. Además, expresa, “he sido afortunado por tener seis hijos, una hija, una docena de nietos y una bisnieta. Me considero una persona afortunada”.

En efecto, su vida estuvo llena de aciertos y recompensas. Desde su primer largometraje de ficción, Los golfos, que fue nominado a la Palma de Oro, cuando solo tenía 27 años, hasta los más recientes homenajes, su obra tuvo buena acogida tanto del público como de la crítica.

Sin embargo, su infancia fue más bien azarosa. Hijo de una madre pianista y un padre abogado, tuvo que moverse al ritmo de los vaivenes de la guerra civil española, que dejaría una profunda huella en él. Hace un par de años decía, a propósito de su película Rosa, rosae (2021): “Ese cura, esos bombardeos, esos asesinatos, hacen que me identifique con el tema. Con el filme he exorcizado aquellos recuerdos.” Y asegura que el tema no ha sido lo suficientemente trabajado en el cine. “Mi miedo actual es que aquel enfrentamiento se vuelva a producir en España. Por los conflictos que hay entre los partidos, por la violencia que se expresa oralmente... Me da miedo. No hemos aprendido nada.”

Precisamente la violencia y la crítica de la sociedad española, en particular de las clases dominantes, están presentes en muchas de sus películas, lo que hizo que Saura adoptara un lenguaje complejo, indirecto, entre intelectualismo y banalidad, con el fin de escapar de la censura franquista. De esos años de dictadura son La caza (1967), Ana y los lobos (1973) y La prima angélica (1974) que desataron polémicas en su país, pero que fueron admiradas y premiadas en el extranjero.

Pero fue la película Cría cuervos (1976) la que le trajo el reconocimiento internacional. En ella, analiza de manera compleja y velada la sociedad española que pasaba de la dictadura a la democracia. Se trata de una obra que rompe no solo con la narrativa lineal sino también con la trillada puesta en escena que consiste en comenzar la historia por el final para luego contar cómo se llegó a ese punto. En ella, en cambio, el pasado y el presente se entrecruzan en un mismo espacio en el que los recuerdos, el instante vivido y los deseos se confunden, como si se tratara de una herida que no logra sanar. Además, la película tuvo también la suerte (o la desgracia, como dirá alguna vez Saura, al escuchar la canción en todas partes) de utilizar como banda sonora la canción “Porque te vas” de Jeannette.

En sus películas, lo que primaba era la invención, la imaginación. Decía: “He utilizado la imaginación para contar historias que me gustan y pienso que van a gustar a otros. Luego igual no les gustan, pero qué vas a hacer, no siempre aciertas. Solo el hecho de que te dejen contar tus propias historias, dar un paso adelante, es lo que he intentado toda la vida”.

Sin embargo, por extraño que parezca, el género que más le atraía era el documental. Y si se mira bien, su carrera comienza con un documental, Cuenca, dedicado y patrocinado por la ciudad, y se termina, por esos azares de la vida que nadie entiende, con otro más: Las paredes hablan (2022). En él investiga la evolución del arte mural, desde el practicado en las cavernas en los albores de la humanidad, hasta los grafitis que decoran los muros de nuestras ciudades de hoy en día.

Sus pasiones, que eran múltiples, podrían resumirse en una sola: la constante búsqueda de la realidad. En alguna entrevista dice que lo que le gusta del género documental es que no está sumido a un guion, o a una historia, o a unos personajes. A él le gustaba ir, con su cámara, su equipo de grabación, a descubrir historias. El documental permite, no tanto la improvisación, como lo inesperado, la exploración del mundo.

Entre ellos, sobresalen Sevillanas (1992), una película dedicada al canto y al baile, Flamenco (1995), y su segunda parte estrenada en 2010, que cuenta con la participación de bailarines y músicos insignes de la cultura española.

Ese es el Saura que primero vi. O, más bien, uno intermedio que juega con la ficción y el documental. Es el Saura de la trilogía musical: Bodas de sangre (1981), Carmen (1983) y El amor brujo (1986), cuyos personajes, músicos y bailarines profesionales, se dejan hechizar por la fuerza de la ficción. En otra película posterior, Tango (1998), rodada en Argentina, va aún más lejos, de manera que el espectador no sabe dónde se sitúa la realidad. Más que una cinta dedicada a un estilo de música, podría decirse que es un intento por adentrarse en la imaginación, en la creación artística, como una cámara que se filma a sí misma.

Hay una frase que le escuché alguna vez en una entrevista y creo que puede resumir la amplitud de su obra y la fortuna de la que hablaba en su discurso del Goya de honor: “Tengo una profesión muy extraña – decía –: hacer lo q ue me da la gana”.

No creo que haya otro director que se haya aventurado tan lejos en la expresión de la libertad creativa, que haya hecho uso de esa pasión que sobrepasa al cine y remonta a su origen fotográfico, cuando solo era imagen estática: la pasión de mirarlo todo.


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