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Pequeño homenaje a Kundera

A la memoria de Juan Carlos Arboleda, quien me incitó a leerlo

Por: Damián Rua Valencia
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Desde hace tiempo temía el momento de escribir un artículo sobre Kundera, porque sabía que sería sobre su muerte, la cual ocurrió el pasado 11 de julio, cuando ya nadie la esperaba o cuando todos lo daban por muerto. Tanto así que incluso los sabios suecos olvidaron concederle el Premio Nobel de Literatura, al igual que se les pasó hacerlo con James Joyce, Marcel Proust, Tolstói, Virginia Woolf o Marguerite Yourcenar, por no mencionar sino a los más conocidos.

Según las noticias difusas dadas por las fuentes oficiales, Kundera había estado muriendo de una enfermedad larga y silenciosa, en compañía de su esposa Vera, en la colina de Montmartre, uno de los lugares emblemáticos de París. Quienes buscamos el lugar y la hora de la velación para hacerle una última reverencia nos encontramos con que su mítica discreción se había prolongado más allá de la muerte, pues fue incinerado, sin ceremonia, en compañía solamente de su círculo íntimo de amigos.

Al igual que Samuel Beckett, Milan Kundera desconfiaba del ruido de la sociedad contemporánea y de los escritores mediáticos, que gritan sus opiniones cada vez que tienen oportunidad, y prefería refugiarse detrás de sus obras, al igual que los autores libertinos del siglo XVIII a quienes tanto admiraba.

Por eso, protegía su vida privada y su trabajo de la mirada indiscreta de los que llamaba “escarbadores de basura”, es decir, los biógrafos y los “investigadores literarios”.

Al comienzo de El arte de la novela (1986) se puede leer: “El novelista destruye el edificio de su vida para construir, con las piedras, el edificio de su novela. Los biógrafos de un novelista deshacen lo que el novelista ha hecho y rehacen lo que él ha deshecho”.

Por eso, también, no es sorprendente que dejara de dar entrevistas y de hacer declaraciones públicas, a partir de los años ochenta, poco después de la publicación de La insoportable levedad del ser (1984), que le dio reconocimiento mundial y lo convirtió en una figura aclamada tanto por los eruditos como por las personas comunes.

Recuerdo que cuando estaba en la facultad, todo el mundo me hablaba de los dolores de cabeza de Tereza por las infidelidades de su novio, del destino trágico de Franz, de la frivolidad de Sabina. La señora de la cafetería se quejaba de Tomás y los porteros me hablaban del eterno retorno que nos confronta con la ligereza de la vida, y que puede pesar más que la cruz más pesada.

Todo eso hizo, por supuesto, que no lo leyera, sino años más tarde, cuando Kundera había emigrado de la República Checa a Francia, y cuando ya había abandonado su lengua natal por el francés. También es entonces cuando los críticos empezaron a recomendarle que volviera a escribir en checo, y cuando los libreros te aseguraban, con el desprecio y la soberbia de un vendedor de trapos incapaz de remendar sus calzoncillos, que Kundera ya no tenía nada que decir.

Sin embargo, es precisamente ese escritor el que leí en primer lugar y que me dejó deslumbrado por la simplicidad y la irreverencia con que trataba los temas más profundos de la existencia. Recuerdo todavía que abrí por casualidad La identidad (1998) durante mis horas de trabajo en la biblioteca y no pude cerrarlo hasta haberlo terminado. Me cautivó no tanto el erotismo que recorre toda la obra, como su cuestionamiento y la técnica literaria que vuelve obsoletos los límites entre la realidad más banal y la imaginación desenfrenada. No presentía en ese entonces que su voz y sus reflexiones habrían de acompañarme hasta el día de hoy.

Esa primera lectura me llevó a leer todo lo que había publicado y que me era accesible en las pocas lenguas que sé, desde La broma (1967), la novela que lo dio a conocer en Occidente, La vida está en otra parte (1969) y La despedida (1972), que debía ser su última obra, hasta las más recientes Un encuentro (2009) y La fiesta de la insignificancia (2014), que sorprendió a todos los que pensaban que ya no podía escribir. Y más allá de sus libros, me acercó a las obras de François Rabelais, Vivant Denon, Robert Musil y Witold Gombrowicz, así como a la música de Leos Janacek, Clément Janequin y Arnold Schoenberg.

Por otro lado, sus novelas llegaron a Francia en el momento preciso en que el género agonizaba después de varias décadas de ataques externos (sobre todo de los surrealistas) e internos de los escritores soporíferos del Nouveau roman y los análisis estructuralistas. Kundera reanudó el diálogo con los grandes novelistas del Renacimiento y del Siglo de las Luces, volvió a interesarse en los personajes, a los que llamaba “egos experimentales”, y sobre todo, en el análisis de la existencia, sin ningún tipo de compromiso con la moral o la política.

En Los testamentos traicionados (1993), uno de sus mejores ensayos a mi parecer, asegura que el arte de la novela consiste en “una actitud, una sabiduría, una posición que excluye cualquier identificación con una política, una religión, una ideología, una moral o una colectividad determinada”. Es decir que la novela no es solo un ejercicio de estilo o una apología de ideas, sino un análisis de las posibilidades existenciales encarnadas en los personajes.

Para Kundera, la novela no es un simple género literario destinado divertir a los eruditos de las universidades, sino una herramienta que, mediante el humor, revela la infinita ambigüedad de lo humano, la frontera tenue entre el bien y el mal, y que invita a moderar nuestro deseo, también eminentemente humano, de juzgar antes de comprender. A Kundera le gustaba citar un proverbio judío que dice que el hombre piensa y Dios se ríe. Pero "Por qué se ríe Dios?, se pregunta en el Arte de la novela, porque el hombre piensa y la verdad se le escapa. Porque mientras más piensan los hombres, más se aleja la verdad entre ellos. Y finalmente, porque el hombre no es nunca lo que cree ser." ¿Cómo compaginar esa sabiduría novelesca en nuestro mundo de hoy, donde una broma de mal gusto puede costarle el trabajo a alguien, como a Jaromil, el personaje de La broma? ¿Dónde los libros son reescritos para no escandalizar a los lectores impolutos, como en la época de Luis XIV?

Es quizá por eso que el mes pasado, al enterarme de su muerte, no pude evitar la sensación de que es toda una época la que se acaba y otra nueva que comienza. La época desdichada, que él había previsto, en que "Panurgo ya no nos hará reír".


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