MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 312 SEPTIEMBRE DEL AÑO 2024 ISNN 0124-4388

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Un viejo juglar

Autor
Por: Damián Rua Valencia
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Este verano, de paseo por el Sur de Francia, me detuve en la ciudad de Sète, cuyo cementerio marítimo inmortalizó Paul Valéry hace ya más de un siglo. Desde la colina que se despeña sobre el mar, se ven, en efecto, los techos de los mausoleos, las palomas y las tumbas sumergidas en una claridad tranquila que invita a la reflexión filosófica, y se siente una briza tierna que nos devuelve a la materialidad de la vida.

Ese mismo viento que me trajo allí, me llevó sobre todo a otra colina apartada donde está enterrado alguien que le disputa al gran poeta el título de hijo célebre de la ciudad. Se trata de Georges Brassens, cuyas canciones se me infiltraron en la memoria y en el corazón desde que llegué a Francia.

Una de mis grandes frustraciones de expatriado ha sido siempre no poder compartir con mis amigos de Colombia mi entusiasmo por la música de Brassens. No tanto por el océano que nos separa como por la dificultad de sus letras que han sido pocas veces traducidas al español y que al trasplantarse dejan en el camino buena parte de su savia. En el mejor de los casos, están las versiones cantadas por Paco Ibáñez. En el peor, las traducciones automáticas de YouTube que solo permiten entrever el contenido bruto y que, a falta de una mejor solución, termino por recomendar a mis amigos.

Brassens hace parte de la época dorada de la canción francesa, junto con Charles Aznavour, Jacques Brel y Léo Ferré.

Pero, a diferencia de ellos, su música es menos conocida en los países extranjeros. Quizá porque sus textos son más irreverentes y también más complejos. En ellos no hay dramatismo, ni efusión lírica. El amor, omnipresente también, se vuelve risible y hasta ingenuamente despiadado. Sus melodías, simples, sin orquestación, apenas una guitarra o un contrabajo que sirven sobre todo para dar fuerza a las palabras y que él mismo llamaba simples “musiquettes”, pueden parecer un poco sosas para el gusto de hoy en día.

Por otro lado, su discreción legendaria ha hecho de él un ser casi irreal. En las fotos de los conciertos y de las galas, aparece como si estuviera perdido, como si alguien lo hubiera agregado a última hora para llenar un espacio. García Márquez, que lo vio una vez en el Olimpia de París, contaba que parecía un tramoyista extraviado tras bambalinas, con su guitarra terciada, sus zapatos deplorables y su mirada triste.

Imposible entrever en esa figura de oso tierno los restos del adolescente extraviado que fue. Había nacido en el seno de una familia modesta. Hijo de un albañil de ideas comunistas y de una mujer de ascendencia italiana de fe católica inquebrantable, cursó sus primeros años en una institución de monjas y luego, por deseo de su padre, en el colegio comunal. Sin embargo, estuvo lejos de ser un alumno estudioso. El único que logró cambiarle un poco el rumbo fue su profesor de francés, quien lo inició en la poesía. Pero nada que hacer. Ya habían germinado en él las semillas del anticonformismo y, en lugar de convertirse en albañil, como quería su padre, trató de buscar su lugar en la calle, en bandas de jóvenes poco recomendables que lo llevaron a involucrarse en pequeños robos en la ciudad y hasta a ir a prisión cuando todavía no había cumplido veinte años.

De esa época le quedó no solo buena parte del material de sus textos, como Les Quatre Bacheliers (Los cuatro bachilleres), en el que rinde homenaje a su padre, sino un inconformismo visceral y un rechazo de toda forma de autoridad. El odio de las normas establecidas y la reivindicación de la libertad individual es justamente la base de sus mejores canciones. En una de ellas, La mala reputación, la más conocida, se burla de la hipocresía de la gente de bien que trata de imponer su modo de vida a los demás. En otra igual de famosa cuenta la historia de un gorila fugado del zoológico y, bajo el disfraz de un cuento picante y más bien vulgar, arremete contra la pena de muerte (que fue abolida en Francia treinta años después).

En el museo dedicado a él en Sète, se muestran fotos de diferentes periodos de su vida, desde sus malos pasos de juventud, su traslado a París para tratar de hacerse un nombre, su movilización durante la segunda guerra y su fuga, hasta sus días de mayor éxito, en los que nunca dejó de ser el hombre humilde y solitario, amante de los gatos y devoto de la amistad. Una de sus canciones más bellas, Les copains d’abord (Los amigos primero) ha pasado a ser casi el himno que se canta en medio de las veladas nocturnas, entre tragos y lágrimas.

Pero no solo su soledad y su discreción solitarias conmueven. También su total independencia de conciencia y su defensa de la libertad. En 1972 cantó “Morir por las ideas” en la que remataba: “Muramos por las ideas. De acuerdo, pero de muerte lenta”. El partido comunista se fue contra él y el público se lo siguió reprochando incluso después de su muerte, sin entender que era un llamado a apaciguar nuestros fanatismos ciegos.

Yo recuerdo particularmente Súplica para ser enterrado en la playa de Sète. La escuché por primera vez interpretada por mi vecino de piso, un viejo albañil obsesionado con la construcción de puentes y la música de Brassens, que rasgaba una guitarra destartalada y cantaba con una voz de tarro extrañamente bella. Desde ese momento la seguí escuchando todos los días durante por lo menos un año, hasta saberla de memoria, con el mismo asombro y la misma conmoción interior del primer día. Pues siempre me ha parecido el más bello testamento cantado, una mezcla extraña entre burla y confesión, en la que se compadece de los emperadores y de las grandes personalidades encerradas en el gélido panteón de París. Él, en cambio, pide ser enterrado en la playa, cerca de la vida, del mar, de los niños que juegan, de una ondina, de los delfines, para pasar su último sueño en vacaciones. Desde ese momento también me había prometido visitar algún día su tumba para rendirle un homenaje póstumo al viejo trovador, sin sospechar si quiera que los restos de quien siempre se burló de la autoridad, de la policía y de los soldados, reposan en efecto en una colina frente al mar, ¡pero atrapados en la sección militar.



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