MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 318 MARZO DEL AÑO 2025 ISNN 0124-4388
Con mi mujer tenemos un juego que puede parecer de ricos, pero que es en realidad de pobres. Cuando llegan las vacaciones, en lugar de abrir un mapa e indicar con el dedo el lugar al que nos gustaría ir, abrimos una aplicación con los trenes más baratos para ver el lugar al que podríamos ir. El juego tiene su encanto. Es como una ruleta rusa, a la que nos sometemos sin ninguna objeción. Luego, hacemos planes de supervivencia más o menos realistas para lograr pasar unos cuantos días en el lugar indicado.
Este diciembre, justamente, las coincidencias de la oferta y la demanda me permitieron realizar un viejo sueño que tenía desde que leí a Kundera y a Kafka. El primer intento hecho desde el celular durante las horas muertas de la tarde trajo como recompensa un tiquete con destino a Praga por tanto solo 20 euros. Un monto tan bajo que parece ilógico y con el que uno solo alcanza a comprar una hamburguesa con papas. La situación nos pareció tan irreal que no pudimos descansar ni un solo instante durante las nueve horas que duró el viaje. Pensábamos que en cualquier momento se iban a dar cuenta del error y nos iban a dejar abandonados en una gélida estación perdida entre Alemania y República Checa.
Sin embargo, al ver los nombres impronunciables en los carteles de las estaciones y las colinas nevadas sembradas de fábricas en ruinas, supimos que habíamos atravesado lo que en otros tiempos aciagos y no tan lejanos llamaban “la cortina de hierro”. Prueba de ello era que los pasajeros, que en Alemania son bullosos y maleducados, se habían vuelto súbitamente taciturnos y, en lugar de hablar fuerte con los pies encaramados sobre las sillas y comer como si estuvieran en la sala de la casa, buscaban discretamente el número de su asiento, donde permanecían con la mirada perdida en el paisaje.
Aunque Praga tiene un rico pasado cuyos acontecimientos marcaron buena parte de la historia de Occidente, la mayoría de las personas que van allí lo hacen sobre todo con el objetivo secreto de pasar unas buenas horas de desenfreno en la capital de la Bohemia. Así, al tomar nuestras maletas en la estación de trenes y atravesar las salas art déco inauguradas por Francisco José I de Austria, nos topamos con una multitud de jóvenes que se preparaban ya para pasar el año nuevo bajo los influjos del alcohol. Mientras buscábamos nuestro hotel, nos paseamos por avenidas de ensueño, donde cada casa parece una obra de arte, con estatuas de figuras femeninas y florales, y donde la grandeza de la antigua ciudad imperial se mezcla con la austeridad de la arquitectura soviética y la ligereza de las vallas publicitarias de las discotecas, que anuncian sin ninguna ambigüedad espectáculos de mujeres desnudas.
Nuestro hotel estaba en una colina, en el barrio de Žižkov, al lado de una de las atracciones más extrañas que he visto y que parece salida de una pesadilla soviética: una antena de televisión en concreto sólido, que sirve de transmisor de telecomunicaciones y de observatorio meteorológico, en cuyo interior se encuentran un restaurante con vista sobre toda la ciudad y un hotel que solo posee una habitación. Afuera, prevenientes de un mal sueño, varios bebés con el rostro comprimido se pasean a cuatro patas por los muros del edificio, obra del artista checo David Černý. A él se le deben también la famosa estatua de Sigmund Freud colgando de un edificio y la aún más conocida cabeza de Kafka, que parece desintegrase y reflejar al mundo, al mismo tiempo.
Nosotros, sin embargo, no pudimos ver ninguna de esas obras. Como todo turista que se respete, tratamos de disimularlo alejándonos de los grupos de personas con cámaras y evitando, sobre todo, hacer el mismo recorrido de todo el mundo. Encontramos un sitio de internet con nombre sugestivo (“Praga secreta”) que prometía develarnos los intríngulis de la Guerra Fría y llevarnos por la intimidad de una de las principales capitales culturales de Europa central. Para reforzar la diferencia, nos propusimos, aunque sin mucho éxito, no recurrir al inglés para pedir información o pagar la cuenta en los restaurantes.
El resultado fue que, después de andar varias horas a una temperatura de menos diez grados, alejados del calor humano de los otros turistas, y de haber visto los bares en los que se reunían disidentes comunistas y artistas cuyos nombres desconocíamos hasta ese momento, decidimos resignarnos al movimiento general, no sin antes detenernos frente a la calle Bartolomejska. Es allí donde vivió Milán Kundera, a cien metros del cuartel de policía, de la misma que lo vigilaba día y noche y que lo llevó a exiliarse en Francia en 1975. El apartamento tiene el mérito no solo de haber acogido a uno de los más grandes escritores del siglo XX, sino de estar en el único edifico feo y sin interés de todo el barrio. Tanto que, cuando me detuve a hacerme la foto de rigor en la entrada, dos muchachas que pasaban por allí me lanzaron una mirada de asombro y sospecha.
Luego de eso, hicimos la visita obligada del puente de Carlos, una pasarela medieval sobre el río Moldava, repleta de estatuas de santos, cuya figura se pierde entre un mar de turistas. En ambas orillas, se alzan dos torres en piedra ennegrecida por los años que contrastan con el color rosado de las casas alrededor. Su nombre actual se lo debe a Carlos IV, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico que fue quien diera el aval para su construcción en el siglo XIV.
Del otro lado, se encuentra el hermoso barrio de Malá Strana, que significa “lado pequeño”. En él, está el que las guías turísticas califican de “castillo antiguo más grande del mundo”, que fue la residencia de los reyes de Bohemia y varios emperadores germánicos, y que ahora es la casa presidencial. Adentro están las joyas de la corona, expuestas en una vitrina, en medio de pasadizos laberínticos y salas enormes en las que inclusive se llevaban a cabo torneos de caballos. Las habitaciones, en las que uno se pierde si no compra en la entrada una audioguía, llevan por un corredor atestado de turistas a una sala vacía y sin mayor interés para un viajero desprevenido. En medio de la habitación, una ventana de lo más normal del mundo ofrece una vista no tan bonita sobre la ciudad, pero ante la cual la gente hace fila durante horas para tomarse una foto.
Como no habíamos incluido la audioguía en nuestro tiquete, solo al volver al hotel supimos que no se trataba de una ventana cualquiera, sino del lugar exacto donde sucedió la defenestración de Praga (que, en realidad, ocurrió varias veces en la misma ciudad), detonante de la guerra de los Treinta Años.
No lejos del castillo, queda el museo de Franz Kafka. En la entrada, una fuente, obra del mismo David Černý, representa a dos hombres meando sobre nada más y nada menos que el mapa de la República Checa.
Adentro del museo, sin embargo, reina otra atmosfera menos irreverente. Un fondo oscuro y luces de neón proyectadas sobre manuscritos y fotos de archivo recrean la vida del autor y subrayan, quizá inconscientemente, su pobre destino de hombre fragmentado. En vida, dividido entre su trabajo en la oficina de seguros, sus relaciones amorosas sin mucho éxito, la escritura y el dibujo. Después de la muerte, disputado como botín de guerra por herederos que nunca lo conocieron; por bibliotecas alemanas, que, con justa razón, lo incluyen en la literatura germánica; por la ciudad de Praga, que lo vio nacer; y, para rematar, por el Estado de Israel, que reclama a punta de procesos y hasta por la fuerza la obra de un hijo pródigo, más bien rebelde y no muy creyente.
Al salir del museo, uno se topa con el monte Petřín, desde donde se pueden divisar los techos rojizos y las construcciones barrocas a orillas del río. Es uno de los pocos lugares de Praga que aparecen en las obras de Kafka. Es allí también donde están los agentes de la policía secreta en la novela de la Insoportable levedad del ser y a donde va Tereza, uno de los personajes principales, en un momento de extrema confusión.
Solo al final de nuestra estadía nos atrevimos a poner los pies en la Staré Město, es decir, en “la ciudad antigua”, donde hay más turistas que habitantes por metro cuadrado. Ahí están las principales atracciones de la ciudad: el reloj astronómico a la intemperie, la maravillosa iglesia gótica de Nuestra Señora de Týn, la Torre de la Pólvora, la sala de conciertos Rudolfinum y el Clementinum, que alberga la biblioteca nacional. Los edificios de estilo barroco y las construcciones medievales lindan con las mismas tiendas sin alma que uno encuentra en cualquier ciudad europea roída por el capitalismo, desde Zara hasta McDonald’s y Starbucks. Es ahí, y en el puente de Carlos, donde el 31 de diciembre, a la media noche, todos se van a celebrar el cambio de año, con botella de vino en mano, mientras los petardos retumban durante horas, pese a la prohibición estatal, y dejan en el aire un olor de azufre hasta el día siguiente y una impresión agridulce en el corazón.
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