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¡ Qué manía la de uno de esperar siempre un poco más de lo que le dan! En el caso de los artistas, la exigencia se vuelve casi tiránica. Alguien nos sorprende con una pieza de teatro, un cuento o una gran novela, o nos conmueve con una obra musical e inmediatamente preguntamos: ¿y qué más? ¿Y ahora qué? Pregunta para la cual albergamos, secretamente, desde antes, una respuesta: queremos más de lo mismo. Y, si no lo tenemos, pues nos enojamos. A veces transformamos el enojo del capricho contrariado en extrañeza crítica frente a la ausencia del objeto sin embargo nunca prometido. Le pasó a García Márquez cuyo Otoño del patriarca decepcionó a los lectores que esperaban más de Cien años de soledad; le pasó a Stravinsky cuando cometió el pecado de darle la espalda al dodecafonismo; le pasó a Kundera cuando comenzó a escribir en francés.
Juan Rulfo, cuyo centenario conmemoraron el año pasado con una nueva edición de sus tres obras literarias (El Llano en llamas, Pedro páramo, El Gallo de oro), no escapó a esta lógica. Es más, él mismo la propició. Porque una cosa es decepcionarse del artista que ha concebido una obra mediocre o que, simplemente, no nos gusta. Ahí nos sentimos un tanto superiores. Y otra muy diferente, que nos engatusen con la promesa ilusoria de una nueva entrega. En tal caso, tratamos de paliar la humillación buscando motivos patológicos. Muchos críticos han desgranado las causas más diversas y trilladas: para unos, a Rulfo simplemente se le acabó la inspiración; para otros, una férrea autocrítica lo esterilizó; para otros más, fue su alcoholismo; y para otros – la mayoría –, el éxito de Pedro Páramo, que se habría adherido él como un lastre difícil de cargar.
Sea lo que fuere, lo cierto es que buscamos, a fin de cuentas, un motivo para explicar el silencio, porque lo natural en este mundo es seguir produciendo, gritando, alborotando, expresándose, aunque no haya nada qué decir.
Rulfo es uno de los escritores más admirados de América latina tanto por la crítica como por el público en general. Quizás el autor mexicano más traducido y más leído en todo el mundo. Su libro de cuentos El llano en llamas y su única novela Pedro Páramo son esenciales para la historia literaria de todo el continente y han sido alabados por Octavio Paz, Carlos Fuentes, García Márquez, entre otros. Pero Rulfo también es un espejo tenebroso en el que ningún joven escritor quisiera reflejarse. Porque después de la publicación del primero en 1953 y de la segunda en 1955, y de la muy merecida fama, el autor guardó un silencio literario casi absoluto que se prolongó hasta el final de sus días.
Mas su supuesto silencio no es completamente estéril. En el panorama yermo de su futuro literario, aparecen otras caras del autor. Surge, por ejemplo, el Rulfo fotógrafo que, aunque ya existía, sólo ahora se atrevía a mostrar públicamente su trabajo; surge el autor de guiones de cine, el editor de revistas de etnología y, quizás más desconocido y menos apreciado, surge el cuentero que utilizaba su propia vida como material de ficción para escabullírseles a los biógrafos.
Por más de tres décadas, en cada entrevista que concedía, a Rulfo le preguntaban por sus proyectos, si estaba trabajando en una nueva novela, en un libro de cuentos, en un guion para cine, etc., y él los contentaba mencionando tal o tal título. Así, se fueron acumulando obras que nunca vieron la luz, como La cordillera y Diaz sin floresta.
Varias razones esbozó aun para explicar su agrafía. En primer lugar, según cuenta, su cargo en el Instituto Nacional Indigenista, en el que empieza a trabajar a principios de los años sesenta, acapara todo su tiempo. Y no era de esperarse menos. Como director editorial de una de las publicaciones etnográficas más importantes del continente por más de veinte años, Rulfo coordinó, corrigió y editó más de cien títulos, lo que lo llevó además a convertirse en un profundo conocedor del mundo indígena.
En otra ocasión, cuando le preguntaron directamente por qué no escribía más, fue más claro y cortante: “Porque no me da la gana”. Una frase que recuerda la de Bartleby, el personaje del cuento de Melville que se niega no solo a seguir transcribiendo, sino a obedecer a lo que se le pide. Alguna otra vez, Rulfo fue más sutil: “No, nada más escribía por afición” respondió cuando le preguntaron si siempre supo que quería ser escritor. Y agrega: “Escribo cuando me viene la afición y por pura afición”. Nunca se consideró un escritor profesional, por quienes sentía cierta desconfianza. Para él, incluso sus cuentos eran una etapa preparatoria, meros ejercicios para encontrar el estilo y el tono de su novela.
En una charla en la Universidad Central de Venezuela en 1974, Rulfo dio otra pista más jocosa. Según él, las historias de sus libros no son de su autoría, sino de la de un tío llamado Celerino, lo que reduciría su actividad creativa a la de mero amanuense. Pariente borrachín aunque respetable, Celerino trabajaba confirmando niños por nombramiento del arzobispo durante el tiempo de la Rebelión cristera. Muerto él a manos de unos bandidos, la carrera literaria de Rulfo esta acabada para siempre. El autor aseguró incluso haber querido intitular su libro Los cuentos del tío Celerino en lugar de El llano en llamas.
Es ese carácter y esa propensión a la auto-fabulación las que han hecho del autor un personaje casi mítico, rodeado de historias contradictorias y divertidas. Quizás una de las mejores alusiones que se hayan hecho a Rulfo y a su mutismo es la que aparece en un cuento del muy buen amigo suyo Augusto Monterroso. El texto, llamado El zorro es más sabio, narra la carrera intelectual de un zorro melancólico y sin dinero que, no teniendo nada mejor que hacer, decide ponerse a escribir. Con tan buenos resultados que publica un primer libro que es excelente y un segundo que es todavía mejor. Con lo cual se da por satisfecho. Pero todo el mundo habla y escribe sobre él. De tal manera que todos se extrañan y comienzan a preguntarse por qué no escribe más. Harto de responder a las preguntas, el zorro piensa: “En realidad lo que estos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer.”
Así, creo yo, Rulfo se dio cuenta de que no tenía sentido seguir publicando. De que su silencio era una forma de rebeldía y que podía ser más elocuente que cualquier escrito. Por eso, hizo uso del humilde, sensato y rara vez utilizado derecho a quedarse callado.
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