MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 239 AGOSTO DEL AÑO 2018 ISNN 0124-4388 elpulso@sanvicentefundacion.com
N o bien pasaba el tiempo, su cuerpo se iba haciendo obeso y pesado como un lastre. El otrora atlético flacucho, se había vuelto tan lento como un mulo viejo. Su andar era paquidérmico, torvo y a cada paso se tambaleaba tanto, que parecía fuera a derrumbarse. Las formas de sus piernas habían desaparecido, sus coyunturas eran gruesas columnas surcadas por unas venas violetas, que gruesas como gusanos marcaban intrincados caminos. La piel de su rostro se colgaba como enormes cortinas. Sus ojos tristes y melancólicos habían perdido esa agudeza de sabueso por la que algún día fuera reconocido. Su torso era un tonel de carne y su abdomen una masa infinita que se descolgaba en voladizo a través de su cintura. Su corazón, saltaba en un disonante estrépito durante su lerda andadura; su pecho, como un fuelle roto, más parecía el estertor de un moribundo. Sus manos, gordas y rubicundas, eran dos gigantescos apéndices que colgando a sus costados recordaban la figura de un orangután venido a menos. Los novatos esculapios, y yo mismo debo admitirlo, poco o nada esperábamos de ese espécimen del que habíamos oído algunas historias. Se había exiliado del mundo, y su mutismo era famoso entre colegas. Se había graduado de cirujano en una época en la que la escuela era la guerra. Profundas heridas fabricadas por hierros lanzados, y los destrozos de la metralla habían sido sus maestros. Fueron sus compañeros de faenas los encargados de expulsarlo de su arte. Le habían prohibido su participación en ese extraño teatro que solo ocurría en el interior de un quirófano. Consideraban que su cuerpo no era digno de esa olímpica tarea y que sus movimientos podían poner en riesgo la reputación de su oficio. Él, noble y silencioso, prefirió guardar silencio y no abandonar la única vida que conocía y de la que obtenía su único sustento, unas escasas sonrisas y gratitudes que obtenía por limpiar heridas y drenar purulentos abscesos. Solo le permitían realizar los trabajos más sucios y que consideraban no eran estimables para un hábil cirujano. Fuimos pocos los testigos del milagro, y podría asegurar, que menos aun los que decidimos dar cuenta de lo visto. Fue una tarde de julio, durante una canícula que nos quemaba las frentes y hacia lentos nuestros juicios. Entre gritos y portazos, una romería de gente transportaba a un joven que poco tenía de vivo. Sus ropas, empapadas de carmesí solo permitían ver una figura pálida de muerte, que entre jadeos luchaba por capturar el esquivo oxígeno del aire. Las enfermeras, sumadas a la gritería, dieron voces de alarma, buscando a un cirujano. Él, con velocidad rastrera, se acercó en silencio, miró aquel cuerpo que se debatía entre jadeos y a viva voz lanzo un grito, “al quirófano!”. Las enfermeras, trémulas de miedo se dieron a llevar a aquel casi muerto a la mesa de cirugía. Su segunda voz fue aun más grave, “ bisturí!” La seguridad del pedido y la certeza de su mano extendida, palma boca arriba, no dirimía en negociaciones. Una vez sostuvo la convexa cuchilla en su mano, su figura se hizo otra. Su postura se hizo recta, su cara, en un rictus sostenido desapareció la duda del gesto. Los movimientos de sus manos eran matemática pura, una ecuación que no dejaba espacio a la vacilación. Canturreaba bajo el tapabocas, lanzaba pinzas y compresas ensangrentadas sobre ese tórax dividido en dos canales. Parecía comunicarse en una lengua ida. Hablaba con su equipo a través de gestos y sonidos. Dirigía la orquesta con movimientos breves y económicos, todo en armonía sincrónica. Solo se veían sus manos que perdiéndose en lo hondo de ese cuerpo, realizaban movimientos milimétricos. No había cabida a la violencia, su actuar era artesano. El color reaparecía en las mejillas del chico, y sus signos vitales iban ganando en intensidad. Una vez hubo dado la última puntada, volvió a gritar, “ya está!”, y descalzándose los guantes, y agradeciendo con cortesía a sus compañeros, se fue arrastrando de nuevo sus pies, para volver a ese giboso andar. Porque lo vi puedo asegurar que observé como transmutaba ese cuerpo, vi como lo poseía una potencia primitiva, un movimiento con conciencia plena, una potencia razonable que no contaba con el seso. Tal vitalidad, la exactitud de sus falanges y la intuición de esas manos comunicaban una lógica distinta, una que no conocía de antes, era poder y no pensar, era lucha y entraña pura, algo que se experimentaba y que huía de toda teoría, una fuerza que parecía habitar en los pies, y que una vez estimulada, poseía por entero al cuerpo y lo hacía suyo. De eso no se enseña, no se lo lee en libros, solo viene y te habita, te agita en frenetismo, te usa el cuerpo y luego te abandona.
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