DELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 10    No. 129 JUNIO DEL AÑO 2009    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co






 

 

Con
Mario Rivero
se fue la
voz de
la vida

cotidiana
Hernando Guzmán Paniagua - Periodista - elpulso@elhospital.org.co
“Salud a cuantos me leyeren/ después de 542 años los saludo/ hago una venia muy gentil/ a todo lo que pasa a todo lo que vive a todo lo que camina / en la calle -como los pobres y los perros- / les deseo sol y lluvia y buen vino/ y un gran cuerpo diciendo que sí a todo / porque aunque esté verdaderamente muerto/ me gusta que todo sea real y que todo esté en lo cierto”.
Estos versos de la Balada a Maese Villon, escritos en algún momento del trasegar poético de Mario Rivero, parecían brotar de sus labios aquel 13 de abril de 2009 cuando murió en Bogotá, día de suerte o de hado fatídico para un hombre que tuvo la poesía como un insumo de su vida cotidiana, tan vital como cantar tangos, realizar acrobacias o marchar como voluntario a la Guerra de Corea.
En 1935 nació Mario Cataño Restrepo en Envigado (Antioquia), donde fue obrero de la fábrica Rosellón. Su vida encierra una compleja personalidad, un caleidoscopio humano en cuyas vueltas está el Mario Rivero actor de teatro, el crítico de arte y hasta boxeador. Desde cualquier punto del universo donde sigue errabundo, resuena la Balada donde encarna al malandrín Maese Villon: “Estoy desde luego mucho menos muerto de lo que calculo / y aún completamente vivo allá / pues bien sé que es a mí a quien rumian / a quien aman y a quien cosechan / vuestros poetas nuevos / que duermen sobre mis laureles / y aunque no soy un muerto que lleve / diademas de estrellas ni de otras constelaciones / como bien lo estipulo en mis constituciones”. No de otra forma hablaría un transeúnte, que -al decir de Juan Gustavo Cobo Borda- “prefería ser considerado un bacán, un Charles Atlas del trapecio, un obrero de Rosellón, siempre enfrentado a la riqueza discriminatoria de un Medellín clasista. Por ello asumió la máscara del contestatario que cantaba tangos y se iba de soldado a la Guerra de Corea. Su himno sería entonces un canto de Cátulo Castillo, “La última curda”, que le deslizaba a puticas y secretarias con voz de madrugada: “¿No ves que vengo de un país, que está de olvido siempre gris, tras el alcohol? Cerrame el ventanal, que quema el sol”.
Testifica su paso por el mundo con Poemas Urbanos (1963), Noticiario 67, Baladas sobre ciertas cosas que no se deben nombrar (1972), Y vivo todavía (1973), Mis asuntos (1984), Los poemas del invierno (1985) y 1996), Qué corazón (1998), La elegía de las voces (2002), Balada de la gran señora (2004), Vuelvo a las calles (1986), Del amor y su huella (1992), Baladas (Antología, 1980), en crítica: Arte y artistas de Colombia (1972), Botero (1973) , Rayo (1975), Manzur (1983) y Porque soy un poeta (Entrevista, 2000). Su obra, fue a veces fustigada por cantar a personajes desdichados, “pobres diablos, gente fea y triste, víctimas del Frente Nacional”, como dijo Harold Alvarado Tenorio.
Anota Cobo Borda: “Este hombre de disidencia y arrabal combinaría los poemas de la noche y el bar con una larga serie de elegías literarias dedicadas a figuras como los asesinos de Truman Capote en A sangre fría, a La Maga de Cortázar y, quién lo creyera, a una mezcla insólita entre Marguerite Duras y el Trío Los Panchos”. Su producción -dice- fue “un generoso diálogo entre el bolero y la milenaria poesía china”. Creador de la revista de poesía Golpe de Dados junto con Aurelio Arturo, Giovanny Quessep y Jaime García, que fue hasta su muerte como un cuaderno de bitácora, ganador de los premios nacionales de poesía Eduardo Cote Lamus (1972) y José Asunción Silva (2001), parte del paisaje de la carrera séptima y del barrio La Candelaria de Bogotá, sibarita de bandejas paisas y fuertes licores, vendedor de libros de arte, expositor errabundo y guía de eventos artísticos por Centro y Suramérica, y Europa, contertulio de los “cuadernícolas” bogotanos, siempre desapegado de las glorias, oropeles y distinciones del jet set literario, doquiera mantuvo su vocación de eternidad. Parecía seguir la consigna de Andrés Caicedo Estela: “morir y dejar obra”. Así declara, como su Maese Villon: “Después de faenas y lamentos / y de amarguras y reclamos / sé que sin duda tuvo fin mi personalidad / no sólo vitalmente sino estéticamente”.
Para su coterráneo Juan Manuel Roca, “Rivero cierra la puerta a los grandes ademanes retóricos de nuestro pasado lírico, pero abre otro portal a los poetas que vendrán luego de él: un espacio de palabras despojadas que buscan la esencia de las cosas que se evaden”, añade que “ese espíritu independiente, antigregario, desconfiado frente a los programas de cualquier ismo, se hace fundamental a la hora de establecer eslabones” y señala que “es ese diálogo a una voz, ese monólogo sin interlocutor que establece Rivero con el tiempo, el que creo nos ha deparado sus más bellos poemas”. En Mario Rivero, vida y obra hablan un mismo lenguaje, cuentan una misma historia, tan clara como indescifrable. Por ello, bien serviría como colofón a esa existencia maravillosa estos sus versos: “Bocarriba en la tierra / lo veo todo claro / pienso en esto no como quien piensa como quien respirara / y se desentumeciera / Porque el mañana es mío / miro los poetas y sonrío / -no sé si ellos me comprenden- / porque de espaldas a la muerte / el viejo Villon aún vive y se divierte…”.
 
Meira Delmar:
el amor y demás imposibles
Si Meira Delmar hubiese dado un recital póstumo, ese 18 de marzo de 2009 cuando la diabetes liquidó en Barranquilla su vida de amor y sueños, tal vez habría recitado: “Nada deja mi paso por la tierra / en el momento del callado viaje, / he de llevar lo que al nacer me traje: / el rostro en paz y el corazón en guerra”... O: “Cuánto te quise, amor, cuánto te quiero, / más allá de la vida y de la muerte. / Y aunque ya nunca más he de tenerte, / eres de cuanto es mío lo primero”. Y también: "La muerte no es quedarme / con las manos ancladas/ como barcos inútiles / a mis propias orillas, / ni tener en los ojos, / tras la sombra del párpado / el último paisaje / hundiéndose en sí mismo”. Versos apenas lógicos en una poetisa que siempre declaró el amor, la muerte y el olvido, como los protagonistas esenciales de su obra.
"Ha de pasar la vida. Ha de llegar el largo
dolor de estar sin verte. Acaso el grito amargo
de tu angustia la tierra estremezca un momento...
Mas, después, poco a poco callará tu lamento".
Con ese “rostro en paz” se despidió Olga Isabel Chams Eljach, o Meira Delmar del mar que la vio nacer el 21 de abril de 1922, de ese “Mar de mi infancia. Caracolas, / arena de oro, velas blancas. / Si alguien cantaba entre la noche / a las sirenas recordaba”.
De ascendencia libanesa, pariente de Shakira Mebarak, nunca se casó porque el amor no tocó a su puerta, es reconocida como la presencia femenina más importante en la poesía colombiana del siglo XX. Recién publicado su primer libro “Alba de olvido” en 1942, Juana de Ibarbourou le escribió desde Montevideo: “Acuérdese siempre de esta profecía: si no se deja copar por las cosas de la vida, si le es fiel a la poesía, será Ud. uno de los grandes valores líricos de su patria y de América. Tiene un extraordinario buen gusto, una potente seguridad, algo parecido a las líneas puras y seguras de la adolescente que ha de ser una mujer muy hermosa”. En 1999, 57 años después, la revista Semana incluyó el libro entre las 100 mejores obras colombianas del siglo XX, como única mujer en la sección de poesía.
“Vengo de la tristeza de tu olvido futuro
como de alguna extraña ciudad deshabitada”.
Un aura neblinosa de melancolía envuelve su obra: Alba de olvido (1942), Sitio del amor (1944), Verdad del sueño (1946), Secreta isla (1951), Huésped sin sombra, Antología (1971), Reencuentro (1981), Laúd memorioso (1994), Alguien pasa (1998) y Pasa el Viento: Antología Poética 1942-1998 (2000), donde quedó registrado todo aquello que amó y dejó atrás, todo lo que evoca en El Llamado: “Tú estarás lejos. / Yo dejaré la vida / como un ramo de rosas / que se abandona para / proseguir el camino, / y emprenderé la muerte. / Detrás de mí, siguiéndome, / irán todas las cosas / amadas, el silencio / que nos uniera, el arduo / amor que nunca pudo / vencer el tiempo, el roce / de tus manos, las tardes / junto al mar, tus palabras”. Miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, del Centro Artístico de Barranquilla, de la Comisión Interamericana de Mujeres, entre otras entidades; llevan su nombre el Premio Nacional de Poesía Meira Delmar, y la Biblioteca Pública Departamental del Atlántico que dirigió por 36 años, Doctora Honoris Causa en Letras de la Universidad del Atlántico, Premio Nacional de Poesía por Reconocimiento de la Universidad de Antioquia, Gran Orden del Ministerio de Cultura de Colombia, Medalla Simón Bolívar del Ministerio de Educación, Medalla Puerta de Oro de Colombia de la Gobernación del Atlántico, Orden al Mérito Cultural Luis Carlos López de la Gobernación del departamento de Bolívar, entre muchas distinciones.
El amor como forma de vida
Meira Delmar cantó al amor como opción de vida, como símbolo de lo imposible, pero también como signo de su unión marital con el cosmos. Ariel Castillo Mier, uno de sus mejores amigos, conoció a fondo su estro poético que describió como “una cuidadosa música” que utiliza metros tradicionales como el soneto, el romance, la décima y la copla, “un mundo poético personal, regido por la concepción neoplatónica del amor”, una evolución de “un inicial piedracielismo a la madurez de una voz propia, independiente de sus maestros y contemporáneos”.
En Allá, dice: “Si acaso al otro lado de la vida / otra vez, por azar, nos encontramos, / ¿se reconocerán nuestras miradas / o seremos tan sólo un par de extraños? / de todos modos te amaré lo mismo. / Juntos. O separados”. Son ingredientes de esa propia voz que dice haber alcanzado en 1951 con Secreta Isla.
Gabriel García Márquez habla del “dominio del instrumento que ha venido purificando”, que le da “posesión de su claro universo interior” y rescata “la correspondencia íntima del mar exterior que ella tanto ama, de las golondrinas que tanto persigue, del amor que tanto la alegra, que le duele en una dimensión diferente de las conocidas, y sólo de ella”. Para Eduardo Zalamea Borda es “una de las mejores obras poéticas escritas por una mujer colombiana de esta época, si no la mejor”.
"...Y el corazón enamorado siente
más clara la presencia del latido...”
“Leyéndote me siento transportado a un antiguo país cuyo refinado espíritu sobrevive en tus versos, lejos de las armas que allá se disputan la tierra y los poderes de la tierra”, dijo Jaime Jaramillo Escobar, mientras que Fernando Charry Lara señaló:
“La dicción de Meira Delmar es asimismo, por sus altas calidades, incorruptiblemente poética”, y Juan Gustavo Cobo Borda vio en su obra “una paulatina asimilación de la tradición hispánica, de Garcilaso de la Vega a Antonio Machado, y acorde con sus orígenes, el conocimiento de la incomparable herencia poética árabe”. Meira reconoció la influencia de Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Delmira Agustini y Juana de Ibarbourou, “pero no tengo el acento de ninguna de ellas”, dijo en entrevistas. Y declaró: “El amor en mi poesía es de tonos medios, no es un amor que grita, no es un amor que exige, es un amor que se está siempre yendo, eso podía ser lo que hace que mi poesía sea siempre diferente”. Un buen ejemplo: “Dejo este amor aquí / para que el viento / lo deshaga y lo lleve / a caminar la tierra”.
Antes de ser cremada, así la despedía el columnista Diego Marín Contreras: “Querida amiga: ¿ya no habrá más atardeceres sonreídos mirando las acacias y el desconcierto de los pájaros huérfanos?". Era Diego quien le leía novelas y ensayos, pagado por García Márquez, tres veces a la semana, ante su ceguera progresiva, como María Kodama le leía a Jorge Luis Borges. Ese 18 de marzo, en el Jardín Cementerio cuyo nombre parece hecho para ella: “La Eternidad”, el viento y la brisa del mar Caribe parecían cantar los versos de Meira Delmar: “Ninguna voz repetirá la mía / de nostálgico ardor y fiel asombro. / La voz estremecida con que nombro / el mar, la rosa, la melancolía”.
 
Ocioso lector
A propósito de la epidemia...
Neumotórax

Fiebre, hemoptisis, disnea y sudores nocturnos.
La vida entera que pudo haber sido y no fue.
Tose, tose, tose.

Mandó llamar al médico:
Diga treinta y tres.
Treinta y tres... treinta y tres... treinta y tres...
Respire.

El señor tiene una excavación en el pulmón izquierdo e infiltrado el pulmón derecho.
Entonces, doctor, ¿no es posible intentar el neumotórax?
No. Lo único que resta por hacer es tocar un tango argentino.
...
De Libertinagem (1930). Manuel Bandeira (Traducción: José Javier Villarreal)



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