SAMSA
Alejandro Londoño - elpulso@sanvicentefundacion.com
Esa mañana Abrenuncio se despertó luego de un calamitoso y terremoto sueño. Su cuerpo no había conocido la tranquilidad esa noche. Sus despertares fueron incontables y convulsos. Las imágenes que se pasaban por su cabeza eran de un terror y asqueroso absurdo.
Apenas hubo de abrir sus ojos corroboró que aquella película de horror era tan autentica como dolorosa. La imagen era surreal, un cuerpo con apenas cuatro extremidades, de las que protruían unos angulosos apéndices articulados que finalizaban en unas pequeñas capas córneas. Su cabeza era redonda y tan lisa como podía serlo una pizarra, y cuando intentaba buscar aquellas móviles antenas que antes permitían percibir hasta la más fina vibración, solo encontraba una extraña llanura. La geometría de su testa era de una arquitectura horrible, sus ojos estaban al frente de su cabeza, y estaban separados por una rígida península doblemente agujereada por debajo. De entre sus piernas pendía algo parecido a una probóscide, y justo debajo de ellas había una pequeña bolsa rellena con dos canicas. Tenía un agujero allí donde terminaba su espalda del que se desprendía un sutil aromilla que le recordaba esos perfumes de sus queridas cañerías. Sus movimientos eran torpes y lentos, solo podía adoptar un ridículo bípedo y en contra de su antigua naturaleza ya no podía escalar con agilidad las paredes. Su enorme cuerpote no le posibilitaba pasar bajo la puerta. Su piel era de una fragilidad ridícula y ya no palpaba esa córnea sustancia que antes le cubría el vientre. No encontraba sus alas en la espalda y su quebradiza forma era posible que no lo protegiera de las hambrunas ni de las tóxicas radiaciones. De su garganta salían unos extraños gruñidos que le impedían solicitar ayuda, eran unos ruidos extraños y sin el mayor sentido, que para nada eran capaces de manifestar la intensidad de su desasosiego. La emoción más fuerte que lo poseía de cuerpo completo, era una inmensa vergüenza al verse así, desnudo y vulnerable. Esa imagen suya, vista desde la torreta de su cabeza era un escorzo, una imagen matizada que no podía más que aumentar la desproporción y el vértigo. Unas partes se le pintaban inmensas y las otras de una minúscula proporción. El solo mirarlas hacía que tuviera que bajar la cabeza, entrecerrar lo ojos y colorearse del más vivo rojo. La imagen en el espejo era aun peor cuando ese pitecántropo sin pelo lo veía a los ojos y remedaba sus movimientos con la viveza de un calco. Ese personaje que era y no era él, se paralizaba al mirarlo y plantaba sus ojos justo en los suyos. Ese otro se comportaba de igual manera, y en su gesto se podía leer la misma vergüenza primitiva, esa emoción arcaica que parece anclada a la biología y que es más contagiosa que la viruela. Tenía una inmensa angustia por su cuerpo descubierto y se sentía apremiado a ocultar sus partes y a borrar las marcas que lo identificaban como humano. Envuelto en una manta se arrinconó en su cama y cubriéndose sus pudores se sintió un nuevo Adán, expulsado de la vida por ese dios representado en la mirada del otro. Un castigado por sus formas y por su sexo expuesto, enfermo por la vergüenza y la culpa de llevar asido al cuerpo una marca que lo diferenciaba del resto. Encerrado en su cuarto, poco o nada conocía de esa extraña corporalidad que le era obsoleta a las necesidades de su vida. Que terrible y dolorosa pesadilla, que desgracia ante ese contrasentido. A pesar de los golpes que le dio a las paredes y a pesar de todos los intentos, sería la inanición y su extrema exposición lo que acabaría con una delicadísima existencia que ahora se exponía en carne viva.
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