Medicina y arte
Juan Fernando Velásquez Escobar - elpulso@sanvicentefundacion.com
En mi recuerdo están mis primeros encuentros con los médicos, los cuales fueron por los controles de pediatría, las vacunas y los traumas contusos propios de la infancia, y muchos de éstos los puedo describir, con desnudez obligada, como invasiones con instrumentos fríos y baja lenguas secos, punzadas, olor a alcohol, y el temido mertiolate, mediciones de talla y peso con respectivas comparaciones, todo acompañado de diálogos complejos con mis padres en los cuales yo no participaba ni entendía nada. Pero recuerdo algunos de esos encuentros que no cambiaban en la forma pues también median, me invadían, pero se agregó algo que yo llamaría acogida; en estos pocos encuentros me sentí acogido, escuchado, y esos los recuerdo con alivio.
Pasaron los años, y cuando estudié medicina - tal vez motivado por esos recuerdos de alivio y el agrado de sentirme acogido, escuchado, aliviado -, en las clases de historia de la medicina y de ética médica nos decían que la medicina era arte y ciencia, lo cual en esos tiempos se escuchaba, mas no se entendía mucho.
He pensado de nuevo sobre esto, ahora que la medicina está condicionada a evidencias, algoritmos y protocolos, ¿dónde está el arte?; y lo anterior lo intentaré explicar por medio de una analogía: La historia de la exploración del mundo submarino requirió que el hombre creara un traje especial llamado escafandra, que muchos vimos en las películas viejas y que era compuesto por un casco de bronce con unas ventanas de cristal acompañado de un grueso traje de cuero impermeabilizado con brea, con guantes del mismo material y botas de plomo que evitaban que flotara, con un sistema de mangueras que conducían el aire que se enviaba desde bombas manuales activadas por un operador en la superficie del mar. Estos buzos no se mojaban, no sentían frío, pues no entraban en contacto con el agua, sus gruesos guantes solo permitían actividades manuales burdas como coger esponjas, ostras y nunca sentir con el tacto el agua ni las cosas que recogían del mar. Además tenía poco campo visual, no podían flotar ni nadar por el peso del plomo, y paradójicamente pasaban horas en el mar sin sentirlo ni tocarlo aunque trabajaran en él y con él. Luego el explorador francés Jacques Cousteau, lideró la creación de la llamada “escafandra autónoma”, llegaron los “hombres ranas” y todo cambió. Los hombres se metieron al mar con tanques de oxígeno, con unas gafas especiales y con aletas en los pies, después con trajes térmicos y se hizo posible un mayor contacto con el agua, con las criaturas y las cosas de las profundidades, se pudo nadar, flotar, sentir las corrientes, padecerlas, pero también explorar más y descubrir más con el costo de la hipotermia, las descompresiones y los encuentros desafortunados con animales peligrosos. Para el hombre la experiencia con el mar no es la misma, es más completa.
La paradoja en la medicina es que podemos asumir estas dos formas de bucear en el “mar” de la enfermedad del otro y sus sufrimientos: Como se hace con el traje de la escafandra rígida metálica, con traje de cuero, que cumple la función de explorar la profundidad pero que no logra hacer contacto, todo es ajeno, no se puede acoger al otro y no se puede sentir ni vivir la experiencia envolvente del sufrimiento, la angustia, el miedo y el dolor del paciente; o con la otra forma, con un traje menos aislante pero más expuesto a las condiciones propias del agua, que implica sentir y vivir mucho del dolor y la angustia del otro, y que en el fondo, nos recuerda nuestra condición de sufrientes, dolientes. Este traje liviano es más práctico y menos incomodo que la escafandra antigua, también cumple la función exploratoria, y se vive con más realismo la experiencia.
Me pregunto si será que el “arte” de la medicina implica dejar esa escafandra antigua y rígida para aventurarse a nadar, sentir las corrientes y los abismos del otro, y si se requiere para esto partir de una reflexión, de una mirada interna y una conciencia de nuestra propia fragilidad, de nuestra condición de humanidad, aceptar nuestra falta de certezas, hacerse preguntas y tener silenciamientos. A esto los griegos lo llamaban “epimeleia heauton” que palabras más, palabras menos, era el “cuidado de si”, que podría llamarse el cultivo del ser, así le decía Sócrates a los jóvenes por las calles de Atenas, que de manera enfática invitaba a buscar y a cuidar de la razón interior, de la verdad y del alma. Creo que el arte de la medicina parte de una búsqueda profunda del ser y un constante cuidado de sí, lo que sería materia prima para acoger, encontrarse con el otro y con su ser esencial para poder aliviar su sufrir y acompañar su trascender.
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