MEDELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 7    NO 88  ENERO DEL AÑO 2006    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co

 

Reflexión del mes

"Uno a uno, todos somos mortales. Juntos somos eternos”

Apuleyo (124-180 d.C.), norteafricano, filósofo y abogado, gran viajero, se interesó por los enigmas y religiones orientales, y la magia (acusado de hechicería, pero absuelto). Fue autor muy prolífico, aunque buena parte de su obra se perdió, lo mismo que sus tratados técnicos de botánica, medicina, astronomía, paremiología, etc. De su retórica se conserva una antología de florituras estilísticas llamada Florida, y su discurso de defensa cuando se le acusó de casarse con un viuda acaudalada mediante artes de hechicería, Apología o Pro se de Magia. De su obra destaca la novela El Asno de oro, llamada también Metamorfosis, muy leída en la Edad Media y que influyó en Bocaccio y Cervantes.

La Ley 100
y el ojo de Juan José
Ramón Córdoba Palacio, MD elpulso@elhospital.org.co
En el periódico “El Colombiano” del domingo 20 de noviembre de 2005, en la página cuatro A, el periodista y escritor Juan José Hoyos tuvo el valor de contar al gran público la tragedia que le costó la pérdida de visión por su ojo derecho y que él atribuye al actual sistema de atención de salud. Sí, Juan José, usted sufrió en carne propia los resultados del comercio de seres humanos para quienes la Ley 100 puso precio a su existencia y a su salud, pero al mismo tiempo tuvo la fortuna de tener, como lo confiesa en su artículo, médicos amigos que con honestidad y amor por la profesión al servicio de la persona humana procuraron ayudarle en su deteriorada salud; pero son muchísimos los colombianos que pese a estar cubiertos con los exaltados POS y Sisbén, han padecido mengua grave no sólo en su integridad sino que han perdido la vida porque el sistema no cubre los gastos de la enfermedad que presentan; porque “no hay camas disponibles”; porque hay que cumplir con los protocolos como lo exige la institución comercial (EPS, IPS, etc.) en la cual están inscritos; porque su nombre y registro no “aparece en pantalla”; porque el Sisbén no pertenece al municipio donde consultan; porque el gerente o auditor médico considera que es enfermedad catastrófica; porque no han trascurrido las semanas de cotización; porque ya los días de hospitalización contratados se cumplieron, sin importar la condición clínico-patológica del enfermo, etc.
Los Tribunales de Ética Médica guardan en sus archivos muchas de estas tragedias que aterrorizarían a cualquier persona con un mínimo de sensibilidad y solidaridad con el semejante que sufre. Pero la Ley 100, Juan José, cambió de un plumazo una de las finalidades de la medicina: ayudar a quien sufre por enfermedad orgánica, espiritual o mental, por la del mercader: acrecentar los réditos de unos cuantos que negocian legalmente con la integridad y la vida de seres humanos. La Superintendencia Nacional de Salud tiene también en su poder miles de denuncias enviadas a ella por los citados Tribunales y por personas naturales sin que se haga ninguna justicia. Sin embargo, para los responsables de la orientación de la salud en nuestro país, vale más la curva ascendente del ”llamado cubrimiento”, el número de tarjetas de Sisbén, que la calidad de la atención médica, que la verdadera protección en salud.
Un distinguido Ministro de la Protección Social (q. e. p. d.), en los inicios de la vigencia de la Ley 100, se atrevió a responder a las objeciones éticas a ésta, y ante un numeroso grupo de estudiantes de medicina, que la ética médica proclamada desde Hipócrates de Cos era muy vieja y había que cambiarla, que los médicos habíamos tenido en nuestras manos un gran negocio y no supimos explotarlo, que ahora si se haría. Y, vaya si entorpecieron el cumplimiento de la ética médica: el fin de la medicina era y es, aunque la citada Ley lo desconozca, la persona del paciente, pero a partir de 1993 es un negocio que debe ser rentable para quienes lo explotan, sin importar lo que ocurra al ser humano que caiga en sus manos. Los hospitales públicos no se evalúan ahora por la calidad de la atención que prestan a los enfermos sino por los réditos que producen, no por el bien que hacen a sus pacientes sino, como cualquier comercio de abarrotes, por las ganancias que dejan en dinero contante y sonante; no obstante, buen número de ellos están quebrados y cerrados. Y el monto de estas ganancias es bastante abultado, según se observa en los balances que ostentan con orgullo de buenos negociantes, pero no de buenos médicos, las instituciones -EPS, IPS, etc.- creadas por la Ley 100. Y el futuro es más oscuro, pues los hospitales y clínicas que se enorgullecían de ser “universitarios”, no pueden hoy servir de formadores de nuevos profesionales porque eso no es rentable, y éstos se verán privados de los conocimientos y el sentido humanitario de la profesión que da el contacto con seres humanos y sólo disponen de simuladores que imitan a las personas pero que no son personas. Médicos, mejor, técnicos en “muñecos”, en medicina basada en evidencia, en protocolos, mientras los seres humanos acrecientan con el costo de sus sufrimientos el ingreso en dinero de las EPS, IPS, etc.
Sí, Juan José, usted perdió la función de un ojo pero tuvo la fortuna de saber escribir y encontrar un medio que le permitiera denunciar su situación aberrante, pero hay miles y miles de colombianos que no contaron con la fortuna de saber escribir o de encontrar quien se hiciera vocero de su tragedia. Créame que lamento de verdad lo que le ocurrió, que espero su recuperación y que le agradezco que con su denuncia contribuya a descubrir el grave engaño que oculta la malhadada Ley 100.
Sin embargo, es posible que el Sisbén tenga una utilidad que no se proclama con la debida publicidad: si un colombiano muere a las puertas de un servicio “de venta de salud” porque no fue atendido diligente y oportunamente ya, gracias a la Ley 100, no lo pueden sepultar como N. N., pues está “cubierto” con la tarjeta que enseña su nombre, edad y lugar de origen.
 
Bioética
Sobre la proporcionalidad

Carlos Alberto Gómez Fajardo, MD elpulso@elhospital.org.co

Desde una postura bioética respetuosa con la dignidad del paciente, está claramente entendido que el quehacer del terapeuta parte del entendimiento de la realidad limitada y contingente de la existencia humana. Limitación que comienza -no por obvio debe dejarse de recordar oportunamente- por la propia del citado terapeuta. Ya lo sabía bien el médico de la época clásica, de cuya conducta conocemos hoy mucho. Herófilo de Alejandría había definido al buen médico como “aquel que es capaz de distinguir entre lo posible y lo imposible”.
En la práctica tecnocentrista y comercial de hoy, caracterizada por una pesada intermediación instrumental ante la realidad del enfermar, se llega a veces al extremo absurdo del encarnizamiento terapéutico. La preocupación y el temor del paciente lo han llevado, de la mano de la desconfianza, a querer en cierto modo “gestionar la muerte” acercándose al peligroso límite de “hipertrofia de la autonomía”. En tal sentido puede entenderse la extensa trayectoria de documentos jurídicos sajones como el “living will” y las “advanced directives”, no despojados de un autoritarismo unilateral. Quizás sean apenas una solicitud del futuro paciente para no ser convertido en víctima de una tecnología deshumanizada y fría; quizás, una expresión más de insatisfacción ante un acto médico degradado a la realización de un contrato multilateral, susceptible de evaluación judicial constante.
El “testamento vital” es un tema que pronto se toca con el de la eutanasia, el suicidio asistido y la sutil manipulación terminológica relacionada con la “muerte digna”, que conduce a que muchos terminen llamando “bueno” a lo que es malo y viceversa.
Ayuda a despejar el panorama, para quien quiera tener en cuenta esta realidad, la enunciación del “principio de totalidad o terapéutico”, basado en el todo unitario en que consiste la existencia corpórea, única y personal de todo ser humano.
El respeto por la vida incluye la proporcionalidad de la terapia propuesta, la justa evaluación de las medidas en el contexto de la totalidad de la persona: riesgos, daños, beneficios, costos, expectativas. Si este ponderado análisis tiene lugar, el médico se sabrá mantener lejos del engaño, de la participación dicotómica en la explotación comercial, de la manipulación sombría e indebida, y del encarnizamiento. En una atmósfera de respeto a la dignidad del otro, se comprende la máxima “todo exceso es enemigo de la naturaleza” y el texto hipocrático: “haré uso del régimen en beneficio de los enfermos, según mi capacidad y mi recto entender y, si es para su daño e injusticia, lo impediré.”
Tal es la validez de algunos conocimientos clásicos, ahora que no es infrecuente que algunos imaginen que el acto médico “científico” lo es cuando se acoge a la “MBE” (Medicina Basada en la Evidencia). Para quienes reafirman su condición de científicos acudiendo a las últimas cifras provenientes de la base de datos “Cochrane”, podría hacerse una respetuosa sugerencia: debería haber una rotación del personal en entrenamiento en las ciencias de la salud por un curso de algunas semanas que incluyera unos turnos de biblioteca e investigación y lectura crítica de la historia de la medicina. Se debieran matricular -es “evidente”- también los profesores. Así podremos superar el peligro de que las cosas se reduzcan, como acontece, a “facturo, luego existo...”. El ensañamiento terapéutico es, además de una falta contra códigos vigentes, un lamentable error de juicio clínico y de juicio ético-antropológico.
Nota: Esta sección es un aporte del Centro Colombiano de Bioética -Cecolbe-.

 











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