MEDELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA      AÑO 3      Nº 32      MAYO DEL AÑO 2001      ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co






 
 

Cultural

Historias de la caricatura en Colombia
De le generación quemada a los Botero, los Grau, los García Márquez...
Por Germán Arciniegas (*)








Es una generación de artistas que ha quemado la historia. No recuerdan, no la estiman.

La generación quemada. Quemada en el olvido. En algunos casos, tronchada por la muerte. En los años veinte, en los treinta del siglo XX, caricaturistas, pintores, poetas -los de los tiempos de Rendón, León de Greiff, Alberto Arango iban a ser un puente colgante para salir de los de la guerra de los Mil Días y de la generación del Centenario que siguió a la guerra, a lo que son hoy las artes y las letras, el nuevo mundo de los Botero, los Obregones, los García Márquez. No sé con exactitud si Rendón o Alberto Arango conocieron el mar. Creo que no. De Greiff lo vio muy tarde, cuando ya había escrito su mejor poema marino. Otto de Greiff y yo nos cruzamos telegramas con un sentido de emoción tan grande como el de Colón en un ya lejano 12 de octubre. Eramos de tierraadentro, del “interior”. Los otros eran extrovertidos costeños. Entre unos y otros había una separación brutal: los de tierra veíamos de otra manera los horizontes. La luz nos tocaba distinto. Los primeros contactos hechos en la universidad o en el café acercaron a los costeños y cachacos, y fueron esclarecedores. La integración colombiana no estaba muy sólida. Era teatral ver juntos en el Congreso a los Manjarrés de la Costa y a Sotero de Boyacá. Esto salta a la vista en el álbum de caricaturas de aquel tiempo nuestro.

Aquella revolución tenía elementos románticos notorios, y si nos iniciábamos en la dialéctica de Hegel y en cierto materialismo marxista, era con dificultades que no han conocido las generaciones posteriores. No se habían inventado los seminarios universitarios y la palabra “seminario” seguía significando semillero de curas. De muchos lados diversos atacábamos ferozmente las cosas que queríamos cambiar. Como hubo la revolución universitaria en que uno de los ingredientes más activos fue el mismo canaval, hubo la literaria de Panida en Medellín, de Voces en Barranquilla, del Windsor en Bogotá, de todo lo cual habrían de resultar cosas que aún hoy están muy a la vista. Uno de los instrumentos de nuestra lucha era el sarcasmo. Pocas veces ha tenido tanta importancia la caricatura como en aquellos días. La historia del derrumbamiento del conservadurismo filosófico, que llegó hasta la entraña misma del partido conservador, para el caso colombiano, no podía hacerse sin tener a mano el álbum de Rendón.

 

No se habían inventado los seminarios universitarios y la palabra “seminario” seguía significando semillero de curas. De muchos lados diversos atacábamos ferozmente las cosas que queríamos cambiar.

 


Nuestros contactos con el exterior eran tímidos e indirectos. Tal vez los más eficaces fueron los que hicimos a través de las federaciones de estudiantes. Sacamos inconscientemente del fondo de otras épocas la palabra federación, que en Colombia había prohibido don Miguel Antonio Caro, para uniones universitarias que iban desde México a la Argentina. Todo por correspondencia. En arte, a comienzos del siglo, hubo media docena de pintores que fueron a Francia. En Bogotá o Medellín eran pocos quienes habían visto un cuadro pintado por un maestro del otro lado del Atlántico. Había que entrar a las iglesias, como turistas, para suponer que tal vez aquella tela había sido pintada por Murillo. Nuestras relaciones eran con Quito y Cuzco. Los que llegaban de regreso de la Academia de San Fernando de Madrid, de la Jullien de París, traían mensajes que nos arrojaban relativamente. Recuerdo a Roberto Pizano descubriéndonos a Joaquín Sorolla. Nuestros conocimientos eran de libros ilustrados. Reproducciones a color que hoy nos parecerían malísimas. Después de todo, así se habían formado en la Colonia los Vásquez y Figueroas, viendo estampas y grabados. Estas noticias harán sonreír a las nuevas juventudes que encontrarán aquel mundo rudimentario y primitivo. Lo que no alcanzarán a imaginar son los estímulos y la curiosidad que crecían en relación directa con nuestras limitaciones. He dicho: generación quemada, porque la han quemado en la historia. No la recuerdan, no la estiman. En realidad, el puente colgante estaba tendido entre dos puentes y entre dos siglos. Al olvido y al desconocimiento contribuyó un accidente imprevisto, no bien conocido. El gran animador de los que vinieron fue una mujer elocuente, alucinante, extranjera. Venía de la Argentina a prender la mecha creando un boom para los nuevos pintores: Marta Traba.




Creo que todo este mundo merece recrearse en una novela, en una historia humanizada. De ahí salieron grandes imaginerías de dibujantes, las primeras novelas que le abrieron a Colombia horizontes de fama universal, poemas que han pasado a las antologías. Todo, hecho por quienes no tenían moneda de cobre, ni les importaba. Había otras medidas para calcular la gloria. No hubo pintor que vendiera cuadros, ni autor de ediciones de más de mil ejemplares (que no se vendían), ni artista con casa propia, ni siquiera con cuenta en el banco y chequera en el bolsillo. Se trataba de una realidad que no nos incomodaba, y como el caso era común, se vivía fuera de toda competencia que amargara. Para imprimir un libro había que ir con la plata contante al editor, y yo, que era un mecenas fabuloso sin caja fuerte, le pagaba cinco pesos por caricatura a Rendón para ilustrar la cubierta de una revista -Universidad- que era una de las cosas que Rendón más quería.

Bogotá era la meta fatal a donde había que llegar para los diálogos nacionales, para surgir colombianamente, para llegar a una audiencia menos estrecha que la de la provincia...

Las dos muertes
Nada explica mejor los temperamentos que sus muertes. La de Rendón, que todos creen conocer, es de un dramatismo brutal. Llegó a un café de la carrera séptima, que no era el suyo. Se llamaba La Gran Vía, y jamás fue de tertulia literaria. Pidió una cerveza, sacó el lápiz como lo hacía siempre porque era su modo de expresión, y con un revólver se voló los sesos. ¿Cómo lo consiguió, por qué lo cargó, qué movió su mano acostumbrada a hacer las caricaturas de los otros, y la suya propia, para convertirla en el instrumento de su propia muerte? De paso salgo a cortar una leyenda que encuentro infeliz. Algunos decidieron que el comprador de sus caricaturas, El Tiempo, lo tenía muerto de hambre. Nunca antes caricaturista alguno fue pagado mejor que Rendón y Don Fabio, el gerente, era infinitamente menos escatimador desde la caja del periódico de lo que se dice. Si apuros tuvo Rendón, como era normal entre nosotros, don Fabio no fue sordo para quien era el consentido del diario.


 

Nada explica mejor los temperamentos que sus muertes. La de Rendón, que todos creen conocer, es de un dramatismo brutal.

 


Rendón era ácido y seguía la ruta que le iban mostrando sus propias caricaturas. Inventó un fantasma que a él mismo le royó las entrañas. Lo mismo le ocurría con los personajes que caricaturizaba. Cuando hizo las primeras imágenes de don Marco, fue acentuándole unos rasgos que luego la vida le iba sacando al viejo, como si su destino fuera seguir las líneas de Rendón. Es impresionante ver como al final don Marco vino a ser Rendón, lo había previsto. Con mayor aproximación a una razón que explicara el suicidio, se ha dicho que Rendón murió porque la subida del liberalismo al poder lo dejó sin tema.



La caricatura

Había en los caricaturistas e ilustradores antioqueños una tendencia notable a la simplificación y síntesis, tan admirable en Alberto Arango como en Rendón, con una diferencia: lo que en Rendón fue sarcasmo era gracia en Alberto Arango. Quedaban atrás aquellas creaciones del siglo pasado, cuando cada caricatura era un retrato fidelísimo de la cabeza, y el discurso político se hacía escena burlesca...

Hasta la crítica pide caricaturas. La gracia no atrae tanto como el zarpazo. Es un valor fino que no cuenta. Pero si no soy optimista perdido, creo que ha llegado la hora de incorporar finezas al inventario del arte nacional. Entre otras cosas porque si se suprime esa generación de Arango, Pepe Mexía, Sergio Trujillo, Ariza, Franklin, Gómez Jaramillo, Ramón Barba, y Otálora y José Domingo Rodríguez y Restrepo Rivera y Tobón Mejía, contemporáneos de Rendón, no se entenderá bien contra quiénes iban a alzarse Botero, Grau, Obregón y cuantos hoy figuran en el catálogo.

 

 

Hasta la crítica pide caricaturas. La gracia no atrae tanto como el zarpazo.

 

 

(*)Adaptación de Historia de la Caricatura en Colombia,1988.




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