Opinión |
Cambiemos
de tema
Hace poco vi hacer el ridículo a un intelectual...
Adaptación
de un texto de la Escritora Rosa Montero (*)
Hace
muy poco vi hacer el ridículo a un intelectual que, a principios
de los años setenta, fue un personaje al que admiré
y de quien aprendí mucho. No voy a decir su nombre, por supuesto:
bastante tiene el pobre con soportar el peso del colapso interior
y de su propia ruina. Aunque dudo de que él se de cuenta
de la devastación: disfruta de un moderado éxito,
mantiene por inercia su prestigio y sigue opinando de esto y de
lo otro con total soltura y complacencia (...) Era un hombre muy
inteligente (aún lo es) y, aunque nunca le traté personalmente,
supongo que también debía de ser lo que solemos entender
por un buen tipo. De manera que su caso es doblemente ejemplar e
interesante: si incluso un individuo decente y dotado de una lucidez
extraordinaria llega a petrificarse de tal modo
¿qué riesgos no corremos los vulgares mortales?
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Hay
un peligro que viene con la edad y que consiste en sentarte sobre
tus propias ideas hasta acogotarlas, hasta convertirlas en una
mera sombra de lo que fueron, pura lámina aplastada y sin
sustancia.
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Lo veo a mi alrededor, lo veo en mí misma: hay un peligro que
viene con la edad y que consiste en irte quedando quieto, en irte
marchitando vitalmente, en sentarte sobre tus propias ideas hasta
acogotarlas, hasta convertirlas en una mera sombra de lo que fueron,
pura lámina aplastada y sin sustancia. Hay un peligro creciente
de ir olvidando la curiosidad real, el ansia de saber, el temblor
de vivir con cierto riesgo. Porque, al madurar, uno se va construyendo
una vida, y eso es bueno; pero a menudo esa vida termina convirtiéndose
en una jaula de la que nunca escapas, y eso es malo (...) hablo de
la tentación de hacer siempre las mismas cosas, hablar siempre
con la misma gente, mantener para siempre las mismas opiniones. Y
la satisfacción y la seguridad que proporciona eso. La rutina
protege pero achica.
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La
rutina protege pero achica.
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A este peligro, al riesgo de la edad paralizante,
hay que sumar un peligro mayor, que es el del éxito. Sobre
todo el éxito público, desde luego, acompañado
de una mayor o menor celebridad, porque de todos es sabido que la
fama enajena y que la multiplicación exterior de tu imagen
te acaba robando el alma de algún modo; pero también
otro tipo de éxito más privado, como haber llegado
a directora de división en tu oficina, o tener el despacho
de abogados más boyante de tu ciudad, o ser la jefa de los
laboratorios, o el capataz de la planta de montaje. Qué terrible
veneno encierra el éxito: te hace sentir superior a los demás
(yo lo he conseguido y ellos no, luego ellos son obviamente inferiores)
y sobre todo destila toneladas de autocomplacencia, que sin duda
es uno de los más tontos y paralizantes vicios de la conciencia.
Una vez se ha instalado la autocomplacencia en el cerebro, la vida
empieza a declinar.
Me
refiero, claro está, a la verdadera vida: a la inquietud
existencial, la búsqueda, la crisis, las dudas, la felicidad
de los deslumbramientos relativos, la ternura, la fragilidad, el
interés por los demás y por lo que se encuentra fuera
de nosotros. El autocomplaciente sólo se mira al ombligo,
y esa contemplación onanista y extática le va privando
de estímulos reales y vivencias. Eso fue lo que debió
sucederle al intelectual que antaño yo admiraba: fue envejeciendo,
sin saber luchar contra la rutina, y tuvo éxito, sin saber
luchar contra la vanidad. Ahora resulta obvio que lleva años
sólo atento a sí mismo, y no queda en él ni
vida ni verdad.Y así, donde antes hubo una manera de ser,
sólo queda ahora un manierismo.
*(El
País,España )
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