MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 261 JUNIO DEL AÑO 2020 ISNN 0124-4388
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Un día, al mirar en dirección al estante de la sala de mi casa, caí en cuenta de que faltaba la silueta colorida del pequeño pez Blue que reflejaba el sol. Siempre se veían las alegres burbujas brotar en la superficie de nuestra pecera rectangular…, pero ya el espacio estaba vacío. Ya no vería más los enérgicos movimientos impredecibles ni los momentos de serena quietud de la pequeña mascota de mis hijos, ni estaría aquello que mi visión estaba acostumbrada a ver. Aquel día en que murió lo «sembramos» en una matera donde estaba una hermosa planta, con la esperanza de ayudarla a crecer. Debo reconocer que ese día unas cuantas lágrimas corrieron por mi rostro. Esta columna tiene como fin contarles lo que pensé esa tarde de sábado cuando esto ocurrió.
¿Por qué lloramos cuando perdemos? Es cierto que desde que tenemos conciencia de seres humanos sufrimos por aquello que perdemos. Y la pérdida es un cambio de costumbres. Es como si el perder hiciera parte del ser humano: perdemos la infancia para convertirnos en adolescentes y perdemos la adolescencia para ser adultos. Perdemos nuestra condición de escolares para convertirnos en bachilleres y quizá algunos pierdan esa condición para llegar a ser universitarios o tecnólogos. Perdemos nuestro estado Acivil de solteros para luego estar registrados como casados o en unión libre, según sea el caso.
También lloramos con las despedidas porque perdemos la presencia de alguien que hacía parte de nuestra cotidianidad y ya sin su presencia la vida no seguirá siendo la de antes. ¿Será por eso por lo que también lloramos cuando terminamos distintos ciclos de la vida en un empleo de varios años, al mudarnos de una casa que fue nuestro hogar durante cierto tiempo o, incluso, cuando retornamos de un placentero lugar de vacaciones?
Cuando lloramos por las pérdidas, las despedidas y el cierre de ciclos vitales, lo hacemos porque quizá en el fondo recordamos que hay pequeñas y grandes muertes todos los días. Quizá ese impulso del Tánatos en nuestra conciencia es lo que nos arrebata las lágrimas y nos recuerda que algún día nosotros tampoco estaremos. Lloramos las ausencias pues son una forma de manifestación material de la muerte (¡vaya paradoja, porque justamente lo constitutivo de la muerte es el no-ser!). Bien pudiera ser que continuamente evocamos la muerte sin nombrarla de forma consciente.
Pero luego podemos trascender la idea de pérdida y darnos cuenta de que hay algo más allá del cambio. Mi pez dejará de ser pez para convertirse en tierra que nutrirá aquella planta. Siempre en la naturaleza están ocurriendo simultáneamente muchos procesos de transformación más o menos trascendentes. En otras palabras: en la dinámica del cambio están contenidas las semillas de la nueva vida, y la muerte no es más que otra manera de nombrar ese proceso.
Así, pensaré que con cada despedida, pérdida o cambio, si bien la vida no seguirá siendo la misma de antes, entenderé que el cambio también hace parte de nuestro viaje. Ahí mismo podré comprender también el poder que tienen las costumbres en el ser humano, esas que le recuerdan aquello que lo hace sentir seguro, como aquella historia de un paciente con enfermedad de Alzheimer que solo podía recordar quién era cuando le ponían la canción con la cual le pidió matrimonio a su mujer. La costumbre es hija de la vida y némesis del cambio (es decir, de la muerte).
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