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Las ruinas sensibles

El hombre no tiene ningún derecho sobre la tierra. Su único deber es vivir en ella y cultivar su espiritualidad. Andréi Tarkovski

Por: Damián Rúa Valencia. Magister en Literatura Francesa comparada Universidad de Estrasburgo – Francia
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Hay obras que se quedan grabadas para siempre. Conciertos, sinfonías, lecturas, representaciones teatrales, cuadros que en vez de rozar la sensibilidad, la marcan con un fierro caliente y obligan a regresar una y otra vez a ellos, sin saber muy bien por qué, con la insistencia de la aguja sobre un disco rayado.

Es el caso de las películas de Andréi Tarkovski, el gran cineasta ruso que murió prematuramente en 1986 de cáncer de pulmón, cerca de París, durante un exilio doloroso y prolongado.

Si se lo compara con otros grandes del cine, como Bergman o Buñuel, se da uno cuenta de que su producción es ínfima: apenas siete películas en poco más de veinte años (dejando de lado sus trabajos de estudiante). Siete películas que ya le habrían sido vaticinadas por el alma de Boris Pasternak durante una sesión de espiritismo. Ante la sorpresa y la decepción del joven Tarkovski, Pasternak lo habría consolado: “Pero serán muy buenas películas”. Y no se equivocó, porque su obra, exigua en cantidad, brilla con una luz tan particular que parece incluso desbordar los límites del cine.

La poética de la imagen

Todo el que se acerca por primera vez a sus películas queda fascinado por la belleza de las imágenes que, a veces, parecen suspendidas en el tiempo, sin exigir ninguna explicación narrativa.

Tarkovski dijo, en varias ocasiones, que su único objetivo era otorgarle al cine el estatus de “arte”, es decir de sustraerlo al monopolio de la pura y simple diversión y al imperativo de rentabilidad, para situarlo en el mismo nivel que la poesía. Por eso sus películas no hacen ninguna concesión estética ni a la industria ni al espectador. Se muestran con una sencillez tal que solo exige contemplación y silencio, como íconos ortodoxos “esculpidos en el tiempo”.

El apocalipsis

Quizá no haya nada más pesimista que la mirada de Tarkovski sobre el mundo y sobre la humanidad. En sus películas aparecen la guerra, el fantasma de los desastres ecológicos, la desesperación, la violencia y la frustración humanas. La infancia de Iván (1962) muestra la pasión deletérea de un niño durante la invasión nazi de la Unión soviética. En el Espejo (1975), la misma guerra es evocada mediante el sitio de Leningrado, pero expandida esta vez por las imágenes de la guerra de España, la bomba de Hiroshima y la China maoísta. Stalker (1979) nos muestra un paisaje postapocalíptico en el que el mundo ha sido devastado no sé sabe bien si por una bomba, un meteorito o una explosión nuclear. Finalmente, la trama de Sacrificio (1986) está basada en la amenaza de una tercera, y última, guerra mundial.

Ya sea a propósito de la Rusia del siglo XV (Andréi Rubliov, 1969), de la Italia contemporánea (Nostalghia, 1983) o de un planeta ficticio (Solaris, 1972), sus películas interrogan sobre todo nuestra relación con el mundo y ponen de manifiesto la conciencia desdichada del fin de los tiempos.

No es de extrañar entonces que la cámara nos pasee lentamente por medio de ruinas y de parajes desolados en los que se ven, roídos por el barro, jeringas, monedas, íconos ortodoxos y armas, como la reminiscencia de una civilización en vía de extinción: la nuestra. En ella, los colores mismos parecen degradados por un sepia que acentúa la corrupción y por los sonidos del agua que marcan el paso ineluctable del tiempo.

Es cierto, Tarkovski nos muestra un paisaje poco alentador pero su mirada es más original que la de las distopías de los últimos años, obnubiladas por la política y la tecnología, pues entiende la palabra apocalipsis en su acepción original bíblica de “revelación”. Son apocalípticas sus obras no solo porque anuncian el final, sino sobre todo porque revelan las entrañas del mundo, las relaciones soterradas entre la Historia y el hombre, la esencia de los seres y de las cosas. Por eso, son memorables los planos de objetos. Un vaso, una cama, una casa, una manzana adquieren una fuerza misteriosa, casi magnética, como bajo el influjo del imán del Melquíades de Cien años de soledad que afirmaba que todas las cosas estaban vivas y que solo había que despertarles el ánima.

Vasos comunicantes

Hay una intuición que todos tenemos cuando estamos pequeños pero que vamos perdiendo con los años: la de que hay, por lo menos, dos realidades, una exterior y otra interior, que se comunican entre sí por pasajes tan misteriosos como lo son los sueños y los deseos.

Es la idea que aparece declinada en formas diferentes a lo largo de la filmografía de Tarkovski. El océano del planeta Solaris tiene la particularidad de materializar los sueños de los astronautas. El Stalker, que es el encargado de llevar a las personas a la Zona, un lugar prohibido donde todos los deseos se cumplen, dice antes de llegar: “A cada momento, la Zona es tal como la modelamos con nuestra conciencia […] Todo lo que se produce aquí no depende de la Zona sino de nosotros”. El Espejo, que es su película más intimista, ya no recurre a justificaciones narrativas: en la figura de la mujer, de espaldas a la cámara en el plano inicial, aparece toda la desazón de la espera y de la guerra. En una de las secuencias más conocidas de la película, la madre aparece con los cabellos húmedos en imagen ambigua, poco antes de que el techo comience a caerse a pedazos por la presión del agua.

La poética natural

Y, sin embargo, en ese mundo de un pesimismo rotundo, el sensualismo es omnipresente. Sensualismo de los colores, de los volúmenes, del movimiento. Pero, sobre todo, de los elementos naturales en sus formas más variadas: aire, como el que agita la hierba en la escena inicial del Espejo y hace mirar hacia atrás al médico o el que remueve la tierra árida en el Stalker. El fuego que consume la casa en Sacrificio y en el que se inmola Domenico, el loco de Nostalghia. La tierra, que la cámara filma en plano picado la mayor parte del tiempo y en la que los personajes parecen hallarse a gusto. Y, por último, el agua en todas sus manifestaciones: turbia, clara, mezclada a la tierra, barro, fluyente, estática, vaporosa, en forma de alberca, de charco, de mar, de lluvia. El agua en la que el Stalker encuentra reposo, y las algas parecen danzar en el comienzo de Solaris. El agua ancestral en la que se bañan los paganos en Andréi Rubliov. La lluvia torrencial que desata los sentimientos en Solaris y que destruye el techo en el Espejo y anuncia el fin del mundo en Nostalghia.

El sacrificio

La crisis que aqueja al mundo, según la obra de Tarkovski, es la inadecuación entre el desarrollo técnico y el desarrollo espiritual de la humanidad. La crisis profunda de civilización radica en haber perdido el sentido de lo sagrado. Hay en sus películas una crítica feroz de la sociedad cientificista que ya no acepta el misterio, en el sentido místico de la palabra, y que prefiere destruirlo como el Científico del Stalker o la comisión de investigación en Solaris.

En ese panorama, solo quedan los actos de fe desesperados realizados por seres marginales: atravesar una piscina con una vela encendida, prenderle fuego a la casa, inmolarse en la plaza pública, inventar un lugar capaz de satisfacer los deseos para avivar la fe… Y, sobre todo, el arte, con el que se reconcilia al final Andréi Rubliov, que manifiesta lo sagrado y que es lo único que puede ayudar a los hombres a elevarse, como el árbol idílico con que empieza y se cierra la carrera cinematográfica de Andréi Tarkovski.


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