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Apuntes sobre Flaubert

Por: Damián Rúa Valencia. Magister en Literatura Francesa comparada Universidad de Estrasburgo - Francia
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Desde el año pasado, Francia rinde homenaje a Gustave Flaubert, creador, para el noventa por ciento de las personas, de una sola obra: Madame Bovary. Y con justa razón, porque fue la que lo hizo famoso en su país natal, y con la que atormentan desde entonces a los adolescentes en el liceo. Es también la única que le causó problemas legales, la que se ha adaptado más veces al cine y, para rematar, sobre la que se ha dicho mayor número de pendejadas.

Recuerdo que cuando la leía en la universidad, la gente se me acercaba y se creía en la obligación de hacerme un comentario detallado sobre ese clásico inmortal, ese monumento de la lengua que parece esculpido en mármol.

Así me enteré de que Flaubert había calculado hasta el último detalle. Tanto que el original francés contenía el mismo número de vocales y de consonantes. Como yo no podía leerlo en su lengua, ni tenía ganas de ponerme a contar letras, terminé por creer, como ellos, en esa estructura matemática, digna de un computador de hoy en día.

Escarbando, luego, en estudios sobre él, encontré apuntes sobre su método de trabajo que, aunque más realista que el cálculo de letras, no deja de ser sorprendente. Para él, había una sola forma de expresar una idea. Para encontrarla, pasaba horas y horas construyendo una sola frase, que luego sometía a un riguroso ejercicio de declamación al pie de un árbol, como hago yo ahora con este artículo, aunque con resultados más humildes.

En Francia, me encontré con una multitud de comentarios, no solo de transeúntes sino sobre todo de artículos y de libros, que repetían otra pesquisa más: “Madame Bovary, c’est moi”. “Madame Bovary soy yo”. Según ellos, Flaubert habría pronunciado esa frase y, por consiguiente, la modelo de su novela no sería una mujer como todo el mundo pensaba, sino él mismo, en una especie de mea culpa de lector, a la manera de Cervantes con su Quijote, en el que además habría atisbos de homosexualidad.

Buscando información para este articulo, me encontré un texto de un investigador universitario que dio con el descubrimiento asombroso de que Flaubert utiliza dos registros de lenguaje, uno más pulido en sus novelas y otro más bien vulgar en su correspondencia privada.

El malentendido más sonado es, sin embargo, el que llevó a su autor ante el tribunal. En febrero de 1857, después de aparecer por entregas en la Revue de Paris, y luego de varias advertencias, fueron citados él y su editor Léon Laurent-Pichat a comparecer ante la justica por “ultraje a la moral pública y religiosa y a las buenas costumbres”. Dicho de otra manera, y para que lo entendamos mejor hoy en día, “por herir la sensibilidad de algunas personas”.

Incluso Sainte-Baueve, el crítico más eminente del siglo XIX, desconcertado por esta novela, no pudo más que condenarla con unas palabras que me resultan inverosímiles por su puerilidad y su moralismo:

“El reproche que le hago a su libro es que el bien está demasiado ausente”, dice. Para Sainte-Beuve, no habría en Madame Bovary “un solo personaje proclive a consolar, a darle reposo al lector por medio de un buen espectáculo”. Acto seguido, le recomendaba concentrarse mejor en difundir historias de vida edificantes para traer un poco de consuelo en este mundo de miserias.

Y es verdad que Flaubert no nos ofrece materia de consuelo. En Madame Bovary, los personajes son más bien mediocres, empezando por la que le da nombre a la novela. Su esposo Charles, que es bueno como el pan y devoto como un santo, no recibe más que desilusiones: la infidelidad y el suicidio de su mujer y el fracaso de sus aspiraciones. El abad Bournisien y el farmaceuta Homais, cada uno desde el extremo sus creencias, son igualmente odiosos, uno por reaccionario, el otro por progresista. Quizá por esto vamos a buscar fuera de la literatura (el número de letras, la identidad de Emma Bovary, el método de trabajo, la moralidad del autor) las razones para criticar el libro o para exaltarlo. El arte del autor parece resbalársenos de las manos.

¿Pero es que acaso una obra literaria debe consolarnos, como consolaban las telenovelas bobas al dictador del Otoño del patriarca?

A propósito de Flaubert, dice Kundera en el Telón: “la única moral de la novela es el conocimiento” y evoca justamente una frase del novelista francés según la cual él no pretendía ni criticar ni hacer una sátira. “Siempre me he esforzado por llegar al alma de las cosas”. ¿Y cuál es el alma de las cosas en esas pequeñas historias provinciales, de personajes de todo tipo, instruidos e ignorantes, simples e insatisfechos?

En 1874, con motivo de la publicación de la Conquista de Plassans, Flaubert le escribe a Zola para pedirle que le guarde todas las reacciones estúpidas que suscite la novela y remata: “ese tipo de documentos me interesan”.

Flaubert tenía la manía de coleccionar las frases estereotipadas que utilizaban las personas de su época para parecer más inteligentes y cultas de lo que eran. Tenía pensado crear una especie de manual o diccionario en el que el lector no sabría si el autor se burlaba de él. Era un proyecto ambicioso en el que trabajó durante buena parte de su vida y que no pudo terminar. Apareció de manera póstuma con el nombre de Diccionario de ideas recibidas.

Sin embargo, diez años antes era más escatológicamente explícito a propósito de sus proyectos literarios:

“Siento borbotones de odio que me ahogan contra la necedad de mi época. Me sube la mierda a la boca, como en las hernias estranguladas. Pero quiero guardármela, cuajarla, endurecerla; quiero hacer con ella una pasta con la que voy a embadurnar el siglo XIX.”

Lo que se haya en el centro de sus preocupaciones es entonces la necedad, la pendejada, como la llamamos aquí. Es ése justamente el tema de su última e inacabada novela: Bouvard y Pécuchet. En ella, dos pensionados buscan apropiarse todo el saber disponible de la época, desde la anatomía hasta la filosofía, pasando por la arquitectura, la historia, la gramática, la química, la religión… y, sin embargo, a pesar de todos sus conocimientos, a pesar de razonar mejor que nosotros los lectores, no logran convencernos de que no son un par de necios.

Es Flaubert el que logra cuestionar el enigma de la estupidez. Ésta, dice Kundera, no aparece en las obras de Flaubert, como algo excepcional y anecdótico que se remedia mediante la instrucción. La estupidez se vuelve consubstancial. Y concluye: “(Flaubert) quiere llegar ‘al alma de las cosas’. Y en el alma de las cosas, en el alma de todas las cosas humanas, en todas partes, la ve danzar, la tierna hada de la necedad (…) Flaubert la introdujo en el baile de los grandes enigmas de la existencia.”

Es quizá ese rasgo original de su obra el que molesta tanto. Porque visto bien, la pendejada no sólo acompaña a sus personajes desde la cuna hasta la tumba, como el angelito de la guarda, sino a todos los que seguimos sus aventuras y, peor aún, a los que nos atrevemos a escribir algo sobre ellas, olvidando lo que me repetían en mi casa desde pequeño: la pendejada no tiene cura.


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