MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 287 AGOSTO DEL AÑO 2022 ISNN 0124-4388
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Hace unos quince días estuve en Toledo y lo único que tenía en mente en relación con la ciudad eran las pocas nociones históricas que me quedaban del bachillerato: antigua capital del reino visigodo, importante centro de herreros y de fabricación de armas, y ciudad que reunió las tres grandes religiones monoteístas en una frágil pero más bien pacífica convivencia.
Sin embargo, al descender en la estación de buses y encaminarme por el entramado de calles desiertas e hirvientes bajo un sol despiadado, tuve la impresión de que la ciudad, más que respirar, se ahogaba en secretos y en un aura de misterio que pasaba inadvertida para los pocos turistas que se atrevían a dejar sus cuartos climatizados.
Un vendedor de helados, al final de una estrecha calle que desemboca en la antigua ermita del Cristo de la Luz, me explicó la razón. Toledo es conocida, sobre todo, por sus antiguas leyendas y sus historias de amor que atraen a parejas de todo el mundo con la esperanza de vivir tardes de desafueros en los hoteles medievales, y noches románticas frente al paisaje lunar de la Mancha.
Por ello, cualquier esquina, cualquier recoveco, cada plaza, cada muro, y hasta cada piedra conserva viva la memoria de “otras épocas más poéticas que la material en que vivimos”, como diría Gustavo Adolfo Bécquer, quien también estuvo en Toledo en varias ocasiones y al que se le debe la redacción de buena parte de las leyendas de la ciudad.
En la primera plaza que encontré, había un letrero de letras azules que rezaba “Pozo amargo” y en el que se detallaba la que es quizás la más famosa leyenda de la ciudad. Se cuenta que, a las diez de una noche lejana, un joven cristiano llamado don Fernando salió en puntas de pie de su casa en la calle del Nuncio Viejo y se encaminó hacia el barrio judío. Al llegar al jardín de un palacio, hizo señas a una de las ventanas, de donde salió Raquel, hija del potentado israelita, y fue a sentarse con ella al lado de un pozo. Mientras estaban en amores, el padre de ella los sorprendió y, en venganza, le clavó un puñal en la espalda al muchacho que, sin fuerzas, fue a dar al pazo. La joven pasó el resto de sus días sentada en el borde del pozo, llorando por su amado perdido hasta que un día, creyendo vislumbrar su silueta en el reflejo de la luna, quiso unirse con él en el fondo de las aguas. Hoy en día, la plaza parece aún sobrecogida por la amargura de las lágrimas de la doncella. Afortunadamente, la alcandía tuvo la precaución de sellar el pozo con una tapa de metal para evitar que se repitan los arrebatos románticos de aquellos tiempos.
Otra conocida leyenda recogida por Bécquer, “La ajorca de oro”, cuenta que vivía en Toledo una mujer llamada María Antúnez que, habiendo visto en la iglesia la ajorca, es decir, el brazalete, que lleva la virgen en el brazo, le entró un deseo tal de tenerla que convenció a su amante de introducirse en el templo durante la noche con el fin de robarla. Según la leyenda, el principio fue relativamente fácil: penetrar en el edificio dormido ayudado por la oscuridad, atravesar la nave central, llegar hasta el altar seguido por la luz de los cirios y descolgar el brazalete de la virgen. El problema surgió al mirar hacia atrás y darse cuenta de que estaba rodeado por las estatuas de los santos y los esqueletos de las criptas. Al día siguiente, lo encontraron tendido en el suelo, sin juicio y gritando “Suya es”.
Cerca de la catedral de Toledo, que alberga obras del Greco y Ribera, se desarrolló otra historia de amor, que más que de amor, parece de devoción religiosa. Según la leyenda, un tal Diego de Ayala fue a encontrarse con su amada doña Isabel. Al pasar por la plaza de San Justo, se inclinó e hizo una pequeña oración al cristo de la Misericordia. En ese momento oyó que una mujer daba voces pidiendo ayuda en una calle contigua. Al llegar al lugar, se dio cuenta de que no sólo se trataba de su amada, sino que los agresores pertenecían a una familia rival, los Silva. En un combate suicida, se enfrentó a ellos y logró huir hasta llegar a la plaza donde había orado. Volvió a invocar a Dios y este, en agradecimiento, abrió las paredes del templo para que se resguardaran en la iglesia. Al ver esto, los Silva tuvieron que intentar forzar las puertas del templo, pero ya para ese momento el bullicio había despertado a media ciudad. Al otro día, al verificar los daños de la víspera, el cura descubrió a los dos amantes abrazados detrás del altar, murmurando la palabra “¡milagro!”.
Una de las historias más sentidas se le debe también a Bécquer. Aunque no es propiamente una leyenda, sino más bien una ensoñación de esas que les llegaban a los románticos solitarios. Cuenta el escritor, que la primera vez que estuvo en Toledo pasó por una callejuela desierta en la que había una casa singular, con una ventana adornada con arabescos y flores. En ella creyó distinguir el movimiento de alguien a través de los visillos. Al día siguiente, volvió a pasar y sintió que lo miraban y vio, una vez más, que las cortinas se tambaleaban. No podía tratarse, sino de una mujer, de una bonita, claro está. Cogió su cuaderno de viaje y anotó la fecha con el título de “ventana”. Volvió a Toledo varios meses después y caminando sin rumbo, se topó con una casa extraña en cuya ventana alta vio agitarse una mano, que no podía pertenecer sino a la dama que había creído ver meses atrás. En su cuaderno anotó la fecha y escribió “mano”. Al volver a Toledo, luego de una larga ausencia, volvió a encaminarse hacia la misma casa, pero la encontró cerrada. Esta vez no hubo ni movimiento de cortinas, ni manos, pero sí el sonido de las campanas de la iglesia que tañían como si se tratara de un muerto. Bécquer cuenta que entró en el templo donde se llevaba a cabo un extraño ritual. A través de las rejas que lo separaban de los religiosos, vio a una joven mujer que se despedía del mundo para enterrar su vida en un convento. Miró su cara y no le quedó ninguna duda. Era la misma joven de la ventana, a la que no había visto, sino en sueños. Esa fue la última fecha, la única que no necesitó escribir, porque se le quedó grabada en el corazón.
Llegada la noche, después de escuchar estas historias de sangre y milagros, vi a las parejas salir de sus escondites de amor, con el rosto plácido de largas horas de pasión correspondida, al abrigo no tanto del calor infernal, capaz de derretirle a uno las suelas de los zapatos, como del aire estancado de otras épocas de pasiones trágicas y poesía mórbida.
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