MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 289 OCTUBRE DEL AÑO 2022 ISNN 0124-4388
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¿Quién podría hablar sobre lo que significó ser mujer en el siglo XIX? ¿Qué historia podría ser digna de expresar las infinitas posibilidades e imposibilidades? ¿Cuántas fueron las mujeres soñadas, amadas, escritas o escritoras? ¿Cuáles serían los personajes perfectos para llamar a la ansiada libertad femenina? Son ellas, sus voces, las que siento en mi memoria. ¿Quiénes son mis narradoras?
Podría ser yo una mujer burguesa a la que no le falta nada excepto ser considerada como un sujeto político, dividida entre mis comodidades y la sensación de que mis congéneres están siendo no solo marginadas de la toma de decisiones del mundo, sino que, además, son ellas más desafortunadas que yo al ser torturadas impunemente. Casi que puedo escuchar a Virginia Woolf declarando que necesita una habitación propia: “Las mujeres han gozado de menos libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses. Las mujeres no han tenido, pues, la menor oportunidad de escribir poesía”.
Charlotte Brontë, Emily Brontë, Louisa May Alcott. ¿Quizá fui una de ellas?, que sin saberse reconocidas por la sociedad, firmaron sus obras bajo pseudónimos. Sin Emily no tendríamos Cumbres Borrascosas, sin Louisa no conoceríamos Mujercitas. Pienso entonces en aquellos libros que se quedaron guardados bajo la almohada, en un cofre con llave para que un esposo no los encontrase.
Podría ser yo una mujer pobre, que lucha cada día por sobrevivir. Madre de hijos, sin tiempo alguno por preocuparme por algo tan abstracto como los derechos, pero intuyendo que si pudiera salir a trabajar seguramente mis hijos vivirían mejor. Quizá lo intento, quizá soy madre medio tiempo y modista lo que me queda, solo que lo que gano es miserable. Y coso como Amaranta en Cien años de Soledad y descoso como Penélope en la espera de un hombre que prometió rescatarme. Tal vez no soy como ellas, tal vez me parezco más a una Moira que busca trazar su propio destino: enhebro, mido y corto los hilos.
Podría ser yo una mujer que no quiere contraer matrimonio ni tener hijos, que solo busca una biblioteca para saciar su hambre de sabiduría. Sin más camino, recurrí a un convento, y allí empecé a leer y a escribir, empecé a encontrar la ciencia en la cocina, pero también comenzaron a callarme. Esta historia se me hace familiar y no he sido yo quien la he vivido. Escucho a lo lejos a Sor Juana Inés de la Cruz: “Yo no estudio para escribir, ni menos para enseñar (que fuera en mí desmedida soberbia), sino sólo por ver si con estudiar ignoro menos”.
También podría ser yo la esposa de un libertador, fraccionada entre el amor absoluto por un hombre de ideales hermosos y el odio por ese mismo macho que se muestra despótico en la intimidad del hogar. Si solo fuera siempre el de los discursos y no el de las noches violentas, en que lleno de odio contra quién sabe qué enemigos se desquita conmigo de todas las dificultades de libertar una patria, podría había una esperanza. Yo misma me he entregado a una supuesta revolución, desde el anonimato, en el hogar; el punto ciego de los historiadores. No podría ser una narradora, porque si lo pienso a fondo no es un destino posible. ¿Quién escribió sobre nuestra nueva identidad? Simón Bolívar, José Martí, Jorge Issacs, Facundo Domingo Sarmiento. Siempre la madre patria, pero sin la madre escritora.
A pesar de tantas voces, de tantas mujeres que habitan y habitaron en mí, siento que no son suficientes. No me basta con ser una mujer blanca, no me basta con ser una mujer europea, no basta con ser una esposa y una madre. ¿Negra? ¿Indígena? ¿Campesina? ¿En qué parte de mí las encontraré? ¿Por qué no logro leerlas, no logro encontrar un atisbo de ellas en mí?
Quizá sí fui una mujer negra y me cosieron los labios y me cortaron la lengua, me pusieron grilletes en los tobillos y las muñecas, se olvidaron de enseñarme a escribir, se olvidaron de mi voz. ¿Esclava? Sigo sin recordar con claridad, no me encuentro en los libros, no me leo, no me recuerdo. “¿Por qué me dicen morena? / Si moreno no es color, / yo tengo una raza que negra, y negra me hizo Dios”, escribe la poeta colombiana Mary Grueso Romero. Y usé mi pelo y dibujé caminos en él. Tal vez resistí a mi manera y les hablé a mis hijas del bien y del mal: “Quería una muñeca / que fuera como yo: / con ojos de chocolate / y la piel como un carbón”, y me sigue sonando en el alma la voz de Mary.
Ojalá no me hubiera olvidado de leerme, de sentirme como una Adelaida Fernández Ochoa, ganadora del Premio Casa de las Américas en el 2015, o una Amalia Lú Posso Figueroa, llevándole al mundo la tradición oral del litoral pacífico.
Pude haber sido yo una mujer indígena, que sabía hablar otras lenguas, unas más cercanas al sol y la luna, a la tierra y el agua. Pero, tal vez las estrellas se olvidaron de advertirme que ellos habían llegado y lloré para que los astros volvieran a hablarme. Entonces me di cuenta de que los dioses, mis dioses, nos habían abandonado.
Tal vez estábamos muriendo todos juntos, como habíamos nacido, cuando la Aurora apenas había conocido el rosa de sus dedos y la Noche se daba cuenta que era negra. Las sirenas jamás volvieron a cantar, como en la Odisea, bajaron de las nubes y se sumieron por siempre en la profundidad del océano. Acaso el silencio lloró y lo escuché a mi lado. Le tomé la mano y no le dije nada. Tal vez por eso no puedo recordarme. Nos encondimos en el agua, en la tierra, en el fuego, en nuestros gritos mudos. Y no queríamos morir, pero aguardábamos morir. Probablemente yo no pude protegerlos más, no pude. No.
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