MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 303 DICIEMBRE DEL AÑO 2023 ISNN 0124-4388 elpulso@sanvicentefundacion.com icono facebook icono twitter icono twitter

Navidad en otra parte

Por: Damián Rua
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Alguien me envió hace poco una imagen que me puso a reflexionar. En un mismo plano aparecían una bûche de noël y un recipiente que contenía una especie de sopa amarilla. Un plato de natilla, según me precisó la persona, quien me explicó también el sentido del dibujo que pretendía mostrar el estado de desgarramiento que sufren los expatriados colombianos en Francia durante las fiestas de navidad.

El sentido de la imagen no era difícil de comprender, porque además venía acompañada de un texto que decía algo así como “En diciembre mi corazón es de dos sabores”. Una frase un poco cursi que me cuesta no tanto entender como sentir. Porque no creo que mi corazón esté en Colombia durante la navidad. O, para ser más exacto, no más que en otras épocas del año.

Hay muchas cosas que me faltan de Colombia, pero si hay algo que no echo de menos son sus fiestas decembrinas: la música que revienta los muros día y noche, las emisoras radiales que transmiten una y otra vez las mismas estupideces de unos presentadores impresentables (uno de los cuales para colmo hace el papel de borracho), la pólvora que intoxica el ambiente y paraliza de terror a los animales, la chabacanería. Yo busco y rebusco en mi memoria y no veo qué cosa podría extrañar. ¿La deflagración de petardos al inicio del mes en homenaje al narcotráfico? ¿Los gritos de los marranos apuñalados y descuartizados en plena calle? ¿Las filas interminables de niños quemados en policlínica? Recuerdo que cuando pequeño se me hacía un nudo en el estómago de solo pensar en el mes, o mes y medio que dura la navidad en Colombia. Para mí, es como si en esa época precisamente soltaran a todos los demonios de las leyendas, desde el Hojarasquín del monte hasta el Mohán, cuyas imágenes, que yo veía en los desfiles, siguen viniendo a atormentarme en la noche.

La única consolación era la comida y, sobre todo, la natilla con buñuelos y hojuelas, que en mi familia hacían a la antigua, es decir, que una de las personas, generalmente una mujer, se pasaba todo el día metida en la cocina, moliendo y volviendo a moler el maíz mientras los demás la mirábamos trabajar.

A veces me pongo a pensar en las razones que me llevaron a salir del país y cada vez estoy más tentado a decir que fue para escapar de la navidad. Por eso no logro entender a mis compatriotas cuando los veo con el corazón compungido por no poder pagarse un tiquete de avión a precio triplicado para volar durante por lo menos doce horas con el único objetivo de desmadrarse unos cuantos días y tomar un vuelo en sentido contrario una semana después.

A los que nos quedamos aquí, por deseo o por falta de plata, nos toca adaptarnos a las tradiciones locales, o, en su defecto, llevar a cabo en proporciones de bonsái, la rumba, las novenas y la prendida de velitas.

Son los problemas de vivir “lejos”, como se dice corrientemente. O, en mi caso, una de las bendiciones de vivir lejos. Se está lejos de la familia, es cierto, de los paisajes habituales y de todo lo que uno conoce, y hasta de su lengua materna, pero se está lejos también del bullicio y del desmadre que se arma por estas fechas. Con una ventaja adicional: el descubrimiento de otras maneras de festejar.

En Francia, la navidad es más calmada (o más apagada, si se quiere) y, como todo en el país de la burocracia, está adscrita a ciertos días específicos y no a todo el mes. Es quizá por esa razón por la que a muchos de los colombianos con que me he topado aquí les parecen frías y aburridas las celebraciones francesas. Sobre todo, porque los franceses cometen el crimen imperdonable de pasarse toda una velada sin sentir la necesidad de levantarse a bailar, sin ni siquiera ocurrírsele subir el volumen a la música para aturdir a los vecinos.

El mes de diciembre comienza aquí de otra forma. El día anterior, a manera de recuerdo religioso en un país laico, los padres obsequian a sus hijos un calendario del advenimiento, que es una especie de caja con veinticuatro compartimientos correspondientes a los días que hay entre el inicio del mes y el nacimiento del vástago de Dios. Inicialmente, los compartimientos contenían imágenes sacras, que los niños iban descubriendo a medida que se iba acercando la navidad. Pero como verles la cara a las almas piadosas no es el mejor aliciente, hoy en día se venden calendarios que contienen otras recompensas, no tan espirituales, pero sí más tentadoras: chocolates, la mayoría de las veces, pero también cervezas, perfumes, productos de belleza y hasta diferentes tipos de salchichón, por no mencionar los calendarios para adultos.

En Alsacia y Lorena, por su cercanía con Alemania, se agregan otras celebraciones típicas del mundo germánico. Una semana antes de comenzar el mes de diciembre, se abren los mercados de navidad. Era ahí donde, tradicionalmente, se iba para comprar las decoraciones, las bolas rojas de los árboles, los muñequitos del pesebre, las guirnaldas. Y, para sobrevivir al frío, se vendía vino caliente con especias. Hoy en día, los mercados son un punto turístico por excelencia en los que se vende un poco de todo a precios de rey árabe, y a los que viene, a juzgar por el gentío que paraliza las calles, la mitad de la población del planeta. Entre los más famosos en Francia están el mercado de navidad de Estrasburgo, el de Colmar, el de Kaysersberg y, más recientemente y por imitación, el de París.

La celebración, en Alsacia, que fue tierra de duros enfrentamientos entre católicos y protestantes, tiene tintes más religiosos que en el resto del país. El advenimiento se marca en la iglesia con una corona de cuatro cirios que se encienden cada domingo antes de la navidad, momento en el que se lleva a cabo, como en cualquier otro lugar católico, la misa de gallo.

El 6 de diciembre, y no el 25, como lo pretenden los gringos, se celebra el día de San Nicolás, en el que no se hace rumba ni asados en la calle, sino que se toma chocolate caliente y se comen los tradicionales mannele, que quiere decir “hombrecito” en alsaciano y que son pancitos antropomorfos.

La noche del veinticuatro, la familia se reúne para compartir la cena navideña que puede durar más de tres horas, durante las cuales desfilan el fois gras, el pavo en salsa de castañas, el salmón, las ostras, los caracoles en mantequilla y, de postre, la ya citada bûche de noël, que es una especie de rollo de torta y chocolate. A eso se suman las galletitas típicas de la región, los braedele, que las personas pacientes y con talento confeccionan durante todo el mes y las más perezosas, como yo, compran en la tienda de la esquina a último minuto. Los regalos se abren esa misma noche, pero no como en Colombia, sacándolos de debajo de la almohada, luego de haber encontrado al niño Jesús, sino al pie del más bien pagano árbol navidad, como hacen en las películas gringas. La comida es tan abundante que generalmente al día siguiente se come la misma cosa, en el mismo orden y durante otras tantas horas.


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