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El prisionero de la escritura

Por: Damián Rua Valencia
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Hace poco estuve en uno de esos lugares de París que pocas veces atraen a los turistas extranjeros. No solo porque no aparece en la lista habitual de cosas para hacer en la capital, sino sobre todo porque, en realidad, no queda en París, sino en las afueras.

Se trata del castillo de Montecristo, una mansión encaramada en una de las colinas de Port-Marly, cerca de la comuna de Saint-Germain-en-Laye, construida en 1847 por el arquitecto Hyppolyte Durand siguiendo los deseos de Alejandro Dumas, que quería alejarse del bullicio de la vida parisina.

El castillo está pensado como un refugio, “un paraíso terrenal” de nueve hectáreas desde cuyas riberas se podían ver, en el siglo XIX, los viñedos y los campos verdes atravesados por el Sena, pero que hoy en día parece más un oasis estancando en el tiempo, una isla huérfana naufragada en medio de las autopistas de alta velocidad, salvada de milagro e in extremis de la demolición por alguna fuerza benefactora.

Todo en él es sorprendente: el gran portón en hierro forjado, los campos sembrados de plantas domesticadas al estilo inglés que le dan la vuelta a la propiedad, el bosque de pinos, robles, tilos y abedules, las grutas de piedras amontonadas, el lago y su isla artificial suspendida en el medio contra toda lógica, y, sobre todo, la exuberancia y la desmesura que dan buena cuenta del estilo de vida del genial escritor.

Al cruzar el jardín paradisiaco, uno se encuentra con una mansión de tres plantas, de estilo renacentista, en cuya fachada se entrelazan los motivos florales con animales fantásticos, armas y angelitos risueños. No hay que ser muy observador para ver grabados los nombres de Dante, Goethe, Virgilio, Homero, Shakespeare y Lamartine, coronados, en el medio, por la efigie de él mismo y de sus iniciales con el eslogan J’aime qui m’aime (Quiero a quien me quiere).

“Un ego de tres metros”, se dirá el lector, como dije yo, al entrar ahí, porque olvidaba que esa propiedad fue más una excentricidad de niño pobre, arrancada con los dientes a la precariedad pasada, que un alarde de riqueza y pedantería.

Para quienes no lo tienen fresco en la memoria, hay que recordar que Alejandro Dumas no solo es el autor alucinado de los Tres mosqueteros (1844) y del Conde de Montecristo (1844 – 1846), que de por sí son empresas casi demenciales, sino la excepción al determinismo social y quizá también la prueba irrefutable de la pluralidad del yo.

Al leer su biografía, uno tiene la impresión de que vivió varias vidas, en varios siglos diferentes. Además de autor de novelas de éxito publicadas en los semanarios, Dumas fue también un dramaturgo prolífico, periodista avezado, poeta en sus ratos muertos, ayudante de notario y escritor a sueldo de cuanto se puede concebir (relatos de viaje, cuentos y hasta recetas de cocina). La lista de sus obras es tan larga que ocuparía por lo menos la mitad de esta columna y pondría celoso al mismo Balzac, que trabajaba catorce horas diarias, encadenado a la silla como un galeote, despierto a punta de café.

En frente de la lujosa mansión, sobre una colina, se halla el chateau d’if, un castillo de menor talla y de estilo gótico, llamado así en recuerdo de la prisión marsellesa en la que estuvo encerrado el Conde de Montecristo, y que era el lugar en que el escritor se encerraba a escribir como un verdadero esclavo de la literatura. Al lado de la entrada, la escultura de un perro y la inscripción latina cave canem, cuidan el acceso y en la fachada aparecen los nombres, esta vez no de escritores célebres, sino de una miríada de personajes de sus novelas.

Pero su fecundidad no solo se debe a su gran talento, sino también a su capacidad de trabajo y al hecho de tener más de dos brazos. Una de sus triquiñuelas más ingeniosas para satisfacer todos los contratos con las editoriales y los periódicos fue la de emplear ayudantes literarios, es decir, otros escritores de menos renombre y recursos que renunciaban a sus derechos de paternidad y le traían tramas frescas que él corregía y completaba. El más famoso fue Auguste Maquet, que lo visitaba asiduamente en su casa y que, luego, intentó en vano llevarlo a juicio para recuperar parte de los derechos, que debían de valer millones y que el propio Dumas se la pasaba embargando para sobrellevar sus múltiples deudas y sus despilfarros monumentales.

Sin embargo, no siempre fue rico. Había nacido en el seno de una familia modesta, de la unión de un general sin dinero que había participado en la Revolución francesa y de la hija de un posadero. Era además descendiente de Marie-Cessette Dumas, una esclava haitiana liberada, por lo que el novelista era más bien bronceado, y medio caribe, en un París más bien racista, que no se terminaba de digerir su presencia en las altas esferas de la sociedad.

Yo, que creo no haber visto nunca un retrato suyo hasta ese día en el castillo, recordé que alguna vez un escritor de las Antillas me dijo con un orgullo chispeante: “Los franceses no se han dado cuenta de que el mayor escritor de la historia de este país es negro, negro como nosotros”.

Hay quienes interpretan la vida de Alejandro Dumas, e incluso toda la trama del Conde de Montecristo, bajo el prisma de esa revancha suya contra el destino, en un esfuerzo de recuperar la gloria de su difunto padre.

Yo no podría asegurarlo, porque no soy tan viejo como para haberlo conocido, pero sí puedo dar fe de que, en el interior de la mansión, hay varios retratos suyos y un complicado árbol genealógico que muestra su fulgurante ascensión social, que va desde sus orígenes esclavos hasta sus números descendientes, algunos nunca reconocidos, otros en la cima de la sociedad, casados con miembros de la nobleza, otros más de renombre literario, como Alejandro Dumas hijo, autor de la Dama de las camelias (1848) y de Henri Bauër.

La historia cuenta que el día de la inauguración, Dumas y los criados de la casa esperaban unas cuarenta a cincuenta personas, que era el número de invitaciones enviadas, pero tuvieron que improvisar un banquete monumental para alrededor de seiscientas personas. Toda la crema y la nata de la vida artística de París estaba allí, los innumerables amigos del escritor, los enemigos, un montón de conocidos y otros muchos colados que, al parecer, se fueron amañando y que Dumas, en su infinita generosidad, mantenía entretenidos con banquetes y fiestas durante semanas, meses.

Tanto así que, en 1848, es decir, apenas un año después de la inauguración, la Revolución de febrero y los gastos desmedidos obligaron a Dumas a vender todo el mobiliario y a rematar la mansión antes de exiliarse en Bélgica para escapar de sus acreedores.

El castillo, que luego de eso pasó de mano en mano y que estuvo a punto de ser demolido hace poco por una empresa constructora, para implantar ahí un conjunto de cuatrocientos apartamentos, es la viva prueba, creo yo, no solo de los desafueros del escritor, como lo anuncia el museo en la entrada, sino sobre todo de ese París extravagante del XIX, ese que uno se encuentra acorralado, entre dos autopistas.


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