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Una voz del Caribe

Por: Damián Rua Valencia
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Estaba preparando mi artículo mensual, cuando me sorprendió la noticia de la muerte de Maryse Condé, una de las grandes escritoras de nuestro tiempo y, además, una de las voces más lúcidas de la literatura del Caribe. De ese Caribe que transgrede las fronteras de los países y que, según García Márquez, se extiende desde el Sur profundo de los Estados Unidos hasta las costas de Colombia y Venezuela, pasando por Cuba y las Antillas. Ese Caribe colonizado en que se encuentran todas las culturas del mundo, que conoció la esclavitud y que aún busca su identidad. Que habla inglés, francés, holandés, español, papiamento, y que, aun así, conserva una unidad cultural. Es de ese Caribe complejo de donde viene la escritora.

Aunque un poco confidencial en Colombia, Condé hacía parte de la selecta y despiadada lista de los eternos candidatos al Premio Nobel de Literatura. Tanto así que, en el 2018, mientras la Academia Sueca se desgarraba por dentro debido a los escándalos de acoso sexual, un jurado alternativo, apoyado por los lectores, aprovechó la ocasión para reparar la injusticia y concederle un “Nobel alternativo”.

El premio, que no es sino uno más en la larga lista de galardones que recibió en vida, corona una obra profunda, marcada por los conflictos humanos del siglo veinte y tejida con las fibras de la reflexión sobre la esclavitud, las consecuencias del colonialismo, la búsqueda de la identidad y el estatus de la mujer.

Condé, que alcanzó la fama mundial gracias a su novela en dos tomos Ségou, no dejaba de asombrarse y de sentirse como una escritora marginal. En relación con el premio, dirá: “En Francia, nunca tuve la sensación de que escucharan de verdad lo que tenía que decir. Estoy acostumbrada a ser un poco marginal. Por eso me asombra que sea precisamente un país como Suecia, un país vecino de Francia, que piense que lo que yo digo y lo que yo soy es importante”.

Varias cosas asombran de su vida. En primer lugar, al contrario de la mayoría de los autores, Maryse Condé no era un genio precoz que escribía tragedias en cinco actos a los diez años. Su obra es más bien tardía. Ya estaba en la cuarentena cuando escribió su primera novela, Hérémakhonon (1976), que relata sus experiencias en varios países africanos, sus expectativas, su realidad cotidiana y su desilusión. Antes de escribir, había vivido otras vidas. Se había casado varias veces, había tenido varios hijos, había luchado para poder mantenerlos cuando el padre se había esfumado, había trabajado como periodista para la BBC y enseñado francés en liceos de varios continentes. Además, también de manera tardía, había retomado sus estudios hasta alcanzar un doctorado que le permitió enseñar en prestigiosas universidades de Estados Unidos.

Sin embargo, su gusto por la literatura, y quizá también su vocación, siempre estuvo presente. Condé, que antes de casarse se llamaba Marise Liliane Appoline Boucolon, había nacido en el departamento de ultramar francés de Guadalupe. Su madre fue una de las primeras mujeres negras en convertirse en profesora, es decir, en funcionaria del Estado, y su padre, uno de los miembros fundadores del Banco de las Antillas. Es en ese medio a la vez privilegiado, a la vez marginal puesto periférico y de ascendencia africana en un país que no termina de sacudirse su racismo atávico, en el que creció la escritora. En Le Coeur à rire et à pleurer, 1999 (Corazón de risas y llantos), que es una hermosa autobiografía, Condé cuenta que fue su padre quien, sin pensarlo, le transmitió el gusto por la lectura. Él compraba a menudo libros que no leía, pero que Maryse y su hermano se pasaban de mano en mano y devoraban en poco tiempo. Así leyó a los clásicos de la literatura francesa.

Fue solamente al mudarse a Francia continental para continuar sus estudios de bachillerato que descubrió a los escritores de la “Negritud”. Por consejo de su hermano, leyó La Rue Cases-Nègres de Joseph Zobel, que le permitió tomar consciencia de lo que ella apenas entreveía, pues sus padres nunca le hablaron ni de la historia de las Antillas, ni de su relación problemática con los países europeos. Esa conciencia no hizo sino crecer al hacerse amiga, a través de una compañera de liceo, de Jean Bruhat, un historiador marxista. En una entrevista se refería a esos años de estudiante: “Padre e hija me enseñaron el sentido de la palabra colonialismo, colonización, identidad, origen, desposesión, y, por primera vez, me hablaron de la esclavitud, que mis padres siempre me habían ocultado, y entendí por qué había negros en las Antillas”. Sin embargo, es el Discurso sobre el colonialismo del escritor martiniqués Aimé Césaire el que, según ella, le abrió los ojos a una nueva realidad, a la de descendiente de un país colonizado.

Es esa conciencia la que la llevará no solo a dedicar su tesis de doctorado al Estereotipo del negro en la literatura antillana de Guadalupe y Martinica, sino a participar activamente en las corrientes anticolonialistas, a conocer a los lideres independentistas, a estrechar la mano de Malcolm X y a presidir el Comité para la memoria de la esclavitud, creado en 2004.

Es precisamente esa mujer, quien acaba de dejarnos a principios de este mes, a los noventa años, en una pequeña comuna del sur de Francia, legándonos una obra vasta (novelas, ensayos, obras de teatro, literatura infantil) que no es solamente un divertimento para eruditos, sino, sobre todo, una mano levantada contra todas las formas de discriminación y un prisma más que necesario para leer la complejidad de nuestro mundo.



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