DELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 11    No. 138 MARZO DEL AÑO 2010    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co






 

 


“Tus sueños son tu verdad”:
Tomás Eloy Martínez
Hernando Guzmán Paniagua - Periodista - elpulso@elhospital.org.co
Al niño Tomás Eloy Martínez sus padres lo encerraron y le prohibieron leer, como castigo por ir al circo sin permiso. Allí nació su primer cuento: un chico que se mete en una estampilla para poder viajar a todas partes, origen de una literatura donde el sueño es más real que el mundo visible. Siempre creyó que “los narradores escribimos sobre lo que sabemos para aprender aquello que no sabemos”.
Al tucumano (1934 - enero 31/10) lo mató un tumor cerebral, pero empezó a morir al fallecer su esposa Susana. Sobrevivió porque creía que “escribir es la única razón para seguir vivo”, y como buen agnóstico no cedió al chantaje del cielo ni del infierno, al decir de Borges. Ido el maestro, quedó Argentina como “un país huérfano, que él habitó como si fuera su propia piel”, expresó la periodista mejicana Alma Guillermoprieto.
La novela de Perón (1985) con el general y su mayordomo José López Rega, padre de la fatídica “Alianza Anticomunista Argentina”, como actores, conforma con Santa Evita (1995) una obra en dos actos, con seres de ficción más ciertos que los de verdad. Integran el mismo caleidoscopio de Las vidas del general (2004), Memorias del exilio, La pasión según Trelew (1974), quemada por la dictadura militar; El sueño argentino (1999), Réquiem por un país perdido (2003), El cantor de tango (2004), Ficciones verdaderas (2000), El vuelo de la reina (Premio Alfaguara - España); Purgatorio, sobre el amor de dos cartógrafos en la dictadura, y El Olimpo, novela inconclusa sobre el campo de concentración de Vélez Sarsfield.
La historia de Santa Evita, su obra cumbre, traducida a 36 idiomas, empezó como todas las vidas de los seres míticos: con su muerte, o poco antes: “Nadie se daba cuenta de que la enfermedad la adelgazaba pero también la encogía. Como le permitieron vestirse hasta el final con los piyamas del marido, Evita flotaba cada vez más suelta en la inmensidad de aquellas telas. '¿No me encuentran hecha un jíbaro, un pigmeo?', le decía a los ministros que rodeaban su cama. Ellos le contestaban con alabanzas: 'No diga eso, señora. Si es un pigmeo usted, ¿nosotros que seremos: piojos, microbios?”. Y luego: “La engañaban como a una criatura, y la ira que le ardía por dentro, sin salida, era lo que más la ahogaba: más que la enfermedad, que el decaimiento, que el terror insensato a despertarse muerta y no saber qué hacer”. La vida prosigue como eternidad del mito: el proceloso peregrinaje del cadáver, militares que enloquecen y asesinan para mantener el cuerpo como botín, flores y velas anónimas en cada estación del viacrucis… “Aquí está, por fin, la novela que yo quería leer”, dijo Gabriel García Márquez.
Por su narrativa y por su
periodismo, desfila la realidad en todas
sus aristas, incluso la mítica.
Argentina, pasión y compromiso de Tomás Eloy, vuelve a fulgurar en “El cantor de tango”, donde un estudiante gringo llega a Buenos Aires tras la huella de una voz “incluso mejor que la de Gardel”: Julio Martel, descrito como el cantor que devolvió al tango su pureza original, su salvaje energía. Travesía alucinante por los vericuetos de la gran ciudad: el tango, el amor, el crimen, la vida. Por “la casa situada en la calle Maipú 994, donde Borges había vivido más de cuarenta años”, talvez vista en otra parte, o “una escenografía condenada a desaparecer apenas me diera vuelta”. Martel -dice- era “bajo, de cuello corto, con un pelo negro y denso, endurecido por lacas y fijadores. Se movía a saltos, como una langosta: tal vez se apoyaba en un bastón (…). Tuve la sensación de que en el Buenos Aires de aquellos meses los hilos de la realidad se movían a destiempo de las personas y tejían un laberinto en el que nadie encontraba nada, ni a nadie”.
Contrapunto del remolino vital, es la visita al cementerio de La Chacarita, a las ausencias siempre presentes: “Al entrar en una de las avenidas, me salió al paso una estatua de Aníbal Troilo tocando el bandoneón con ademán pensativo”. Y… “un mar de granito en que se adentraba la poetisa Alfonsina Storni, mientras a su lado se estrellaban los automóviles funerarios de los hermanos Gálvez”. Y… “el monumento a Agustín Magaldi, que había sido novio de Evita Perón y seguía tañendo la guitarra de su eternidad”, y los “lamentos desgarradores”, de tres mujeres que “lloraban al pie de la estatua de Carlos Gardel, al que le habían encendido un cigarrillo entre los labios verdosos…”.
Cantor de mitos
Por su narrativa y por su periodismo, desfila la realidad en todas sus aristas, incluso la mítica. Lo que no necesariamente fue pero pudo haber sido, ilustró su credo de que sólo en la ficción los hechos del pasado recobran su elocuencia, dijo Santiago Kavadloff. Estudioso del boom, amigo de Fuentes, García Márquez y otros profetas mayores, devoto de Cortázar, guionista de cine, las tenía todas consigo para una ficción refinada. A Heriberto Fiorillo, confesó en Cartagena: “En el caso de Santa Evita, si bien yo tuve una inmensa masa informativa, la dejé de lado y me preocupé más por construir el mito, las inscripciones, los tatuajes que había venido dejando la memoria y la historia de Eva Perón sobre la imaginación de los lectores”. Si el General con sus memorias, “construyó una historia con la cual trataba de tejer su propia inmortalidad, yo deconstruí esa historia y mostré el revés del tejido”. En artículo del New York Times en 1997, sobre la recuperación del Canal de Panamá, contó que el guía mulato de un barco en que viajaba, resultó ser hijo del alcalde de Colón, anfitrión de Perón allí. “Quién sabe si era verdad”, dice Martínez. También refirió que en el fuerte Clayton, Perón “cayó prendado de una mujer de Chicago, alta, de buena presencia. Si ella le hubiera correspondido, otra sería la historia”.
“Nadie sabe el momento preciso en que nacen los mitos, porque todo mito tarda décadas o siglos en encender los sueños de los hombres. El del Che Guevara, sin embargo, brotó ese mismo 9 de octubre de una manera clara y fue -como el de Cristo- una creación de sus enemigos”, escribió en Cambio 16. Y agregó: “Si en 1996 la presencia de Eva de Perón parecía abrumadora, en 1997 la del Che amenaza con ser infinita”. En entrevista al ex presidente venezolano Carlos Andrés Pérez, en su casa-cárcel (1996), concluyó: “Mientras habla, el retrato del Libertador que luchaba por la unidad política del continente se yergue a sus espaldas como una luz. Sin embargo ese Bolívar alzado sobre un trono de nubes parece inalcanzable para él o para cualquiera. Desde el principio de los tiempos, los mitos siempre han derrotado a los hombres”.
Para Tomás Eloy Martínez la ficción es su novia y la realidad su reina. La ética del periodismo tiene en él a un denodado defensor. “Yo soy una sola persona y no me divido cuando escribo para la novela o para el periodismo”, afirmó el condenado a muerte por el gorilato argentino. En agosto de 2002, pocos días antes de la posesión del Presidente colombiano, bajo el título de “¿Quién le teme a Álvaro Uribe?”, dijo en la revista Diners: “Como en Sicilia, las guerras colombianas empiezan siempre con una muerte en la familia” y aludió a los asesinatos de los padres de Uribe, de Manuel Marulanda y de los hermanos Castaño, y recordó que en Estados Unidos, Uribe prometió que en 2006 el narcotráfico ya no sería un problema. Martínez añadió que Uribe “parece tener la decisión de cambiar la historia de su país. Pero esa historia es de una beligerancia tan tenaz que quizás acabe cambiándolo a él”. Su hijo y albacea literario, Ezequiel, expresó: ”Con el tiempo descubrí por qué para él, periodismo y literatura han sido siempre los afluentes de un mismo río”, y aludió a las “verdades que sólo pueden enderezarse con la voz de la imaginación”. Tomás Eloy Martínez no fue un iluso, sino un soñador honesto que trabajó por una América tan grande como nuestros sueños. Por eso decía: “Tus sueños son tu verdad”.
 
Fragmentos de “Santa Evita”
“Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. Se le habían disipado ya las atroces punzadas en el vientre y el cuerpo estaba de nuevo limpio, a solas consigo mismo, en una beatitud sin tiempo y sin lugar. Sólo la idea de la muerte no le dejaba de doler. Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope”. (…) “No parecía la misma persona que había llegado a Buenos Aires en 1935 con una mano atrás y otra adelante, y que actuaba en teatros desahuciados por una paga de café con leche. Era entonces nada menos que nada: un gorrión de lavadero, un caramelo mordido, tan delgadita que daba lástima. Se fue volviendo hermosa con la pasión, con la memoria y con la muerte. Se tejió a sí misma una crisálida de belleza, fue empollándose reina…” (…) “Podría grabarles un mensaje por radio y decirles adiós a su manera, encomendándoles al marido como siempre hacía, pero aún le quedaba la mañana entera para enderezar la voz, ordenar que instalaran los micrófonos y tener un pañuelo a mano por si los sentimientos se le desbocaban como la última vez. La mañana entera, pero también la tarde, y el día siguiente, y el horizonte de todos los días que le faltaban para morir. Otra ráfaga de debilidad la devolvió a la cama, el cuerpo apagó la luz y la felicidad de su ligereza la llenó de sueño, pasó de un sueño a otro y a otro más, durmió como si nunca hubiera dormido”.
 
“Soy el mentiroso más
fantástico”: J.D. Salinger
“Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada”. Así empieza “El guardián entre en el centeno” (1951), única novela de Jerome David Salinger, quizás el escritor más marginal y excéntrico que haya dado Estados Unidos. Aún en sus propias palabras, su perfil será ambiguo y misterioso. Por algo dijo: “Soy el mentiroso más fantástico que puedan imaginarse. Es terrible. Si voy camino del quiosco a comprar una revista y alguien me pregunta que adónde voy, soy capaz de decirle que voy a la ópera”.
Salinger nació en 1919 en Nueva York y vivió sus últimos 50 años en un exilio interior, fiel a su vocación de solitario y disidente (murió el pasado 27 de enero). Completan su corta obra “Levantad, carpinteros, la viga del tejado” y “Seymour: una introducción” (1963), “Franny y Zooey” (1961) y “Nueve cuentos” (1953). Tan amado como aborrecido, su silencio auto-impuesto en 1966 lo sacó de circulación. La soledad llega hasta sus libros, sin prólogo ni prefacio. En el cuento “El período azul de Daumier-Smith” dice: “Recé para que la ciudad quedara desprovista de gentes, por el privilegio de estar solo, so-lo, que es la única plegaria neoyorquina que rara vez se pierde o sufre retrasos burocráticos…”.
De espíritu antigregario, hizo de “El guardián” una diatriba contra la sociedad norteamericana de la posguerra, contra su materialismo y sus convenciones vacías, “un raro milagro de la ficción”, dijo Clifton Fadiman; su protagonista Holden Caulfield encarna un nuevo tipo de héroe, víctima de su sociedad. Al menos por su escandalosa obra, lo comparan con Lawrence (El amante de Lady Chatterley), con Dickens, con Tarkington (Seventeen); y por el tratamiento de la crisis de la adolescencia, con Mark Twain (Huckleberry Finn), con Joyce (Retrato del artista adolescente) y con Faulkner (The bear). “Salinger sufría de irrealidad, aunque sus personajes eran visiblemente reales”, dijo el escritor Fernando Denis. Su pluma satiriza a las voces hipócritas de los curas, a “los cretinos que en el cine se ríen como condenados por cosas que no tienen la menor gracia”, a las fiestas, a su hermano que se prostituye en Hollywood… Y en “Seymour”, a “los locos del volante”, a “los vagabundos del dharma”, a los fabricantes de filtros de cigarrillos, a “los creyentes elegidos”, a la vanidad literaria (“Lo que hay que tratar de oír siempre en el que se confiesa en público, es lo que no confiesa”), a los expertos en “lo que deberíamos o no deberíamos hacer con nuestros pobres y pequeños órganos sexuales”…
Siempre cáustico, Harold Bloom dice que “pese a su relación personal con Hemingway, desciende de Scott Fitzgerald”, pero “El guardián entre el centeno” difícilmente alcanza la dignidad estética de “El gran Gatsby”. Le endilga “falta de vigor en la caracterización o de espontaneidad en la invención narrativa”, aunque dice que sus libros “transmiten una curiosa sensación de totalidad”. Al margen de la crítica, su prosa es cautivante y reveladora; la mayoría de sus escritos es autobiográfica, propicia el monólogo interior y la textura sicológica de sus personajes. Recurre al flash-back y a un cuento dentro de otro, como en “El hombre que ríe”, donde un ser monstruoso que asesina, secuestra, roba y esconde valiosos tesoros en el fondo del Mar Negro, quita el protagonismo al narrador.
“Sonny”, como le llamaban, era
una curiosa mezcla de desobediente
civil, buen salvaje, militar retirado
y monje budista.
“Veterano” de la Segunda Guerra Mundial, divorciado de una médica europea, retornó a vivir con sus padres en Greenwich Village (Nueva York) y abrazó el budismo Zen; en el cuento “Para Esmé, con amor y sordidez”, se mezclan incidencias amorosas y su intervención en el Desembarco de Normandía, que decidió la II Guerra Mundial: “… Íbamos a ser destinados a la divisiones de infantería y de paracaidistas organizadas para el día de la invasión”. Anota que su equipaje incluía “una funda para máscara antigás repleta de libros que yo había traído conmigo desde el otro lado del océano”. “Sonny”, como le llamaban, era una curiosa mezcla de desobediente civil, buen salvaje, militar retirado y monje budista. Sólo tuvo una hermana, Doris, y tres gatos: “Minino” 1, 2, y 3; dicen que bebía su propia orina, y que maltrataba a sus mujeres. Para él, la diferencia “entre la felicidad y la alegría es que la felicidad es un sólido y la alegría es un líquido”. Cualquier conclusión es válida, como al final de “Seymour”: “He terminado con esto. O mejor dicho, esto ha terminado conmigo”.
 
Fragmentos de “El guardián entre el centeno”
-“¿Sabes lo que me gustaría ser? ¿Sabes lo que me gustaría ser de verdad si pudiera elegir?
-¿Qué?
-¿Te acuerdas de esa canción que dice: 'Si un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno…'?
(…)
-…Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan en él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer”.
 



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