MEDELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 8    NO 99  DICIEMBRE DEL AÑO 2006    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co






 

 

Siempre bello: “David”, de Miguel Ángel.
Una mirada indiscreta tras las sombras
ocultas entre afeites, baños, cirugías y cosméticos
El miedo tras el bello espejo
Omaira Arbeláez Echeverri,
Periodista - elpulso@elhospital.org.co
Cómo se sentiría Natalia París si un amanecer cualquiera se viera sumida en la tragedia de Gregorio Samsa, un insecto entre las sábanas. Sin embargo, hoy, muchos seres humanos sanos, aunque todavía no ven el insecto, lo sospechan en las sombras y se adelantan a la metamorfosis.
Acto I
La luz en el espejo
¡Despertad! La búsqueda de la belleza humana es una lucha contra la vejez. No es, ni siquiera, la forma perfecta, porque varía con los tiempos y la cultura. Es la lucha cruel y perdida contra el implacable tiempo que se lo devora todo. Calendarios que corroen el alma y se arrastran la piel, volviendo el tapete persa sucios lazos de tejidos infames, muchas veces pisoteado por las horas perdidas. Estamos vivos, pero ¿en qué momento nos pensamos bellos? Casi nunca. Sin embargo, es indudable que el instante en qué más deseamos serlo es cuando estamos enamorados y algo hacemos en pos de conseguirlo. Como decía el escritor irlandés Oscar Wilde: “Cuando se está enamorado, comienza uno por engañarse a sí mismo y acaba por engañar a los demás”. En especial, si intuimos o realmente sentimos que somos correspondidos.
Irremediablemente, al estar enamorado, una belleza única se aparece esplendorosa en las pupilas, en el marco de un brillo que devora el más bello cielo nocturno, envolviendo con su velo de luces la mirada, acompasada en su devenir con espontáneas y singulares sonrisas que engalanan todo el rostro -la única belleza, según Tolstoi-, y es entonces cuando hasta los labios más mustios se tornan húmedos pétalos deseables, misteriosos y excitantes. Pasión que alerta la piel y exalta los sentidos susceptibles al más leve roce, incluso, al más simple y lejano tono de voz, que erecta cada vellito traslucido en la curva más recóndita de la oreja o en el desliz más escondido de cabello sobre el declive del cuello desnudo que hace temblar la espalda.
Un joven siempre es bello, aunque esté obeso o delgaducho como una cola de cometa. Un niño siempre infunde ternura y sentido de protección aunque esté mueco, arrugado y libere sus órganos de gases, líquidos y materia indeseable sin recato ni decoro ante ningún presente, sea éste vagabundo o presidente. Un viejo, todo lo que haga, es despreciable. Si es gordo, apesta. Si es flaco, inquieta: ¿un esqueleto viviente, un cáncer deambulante? Si no tiene dientes, es un asco. Si está enfermo, un estorbo. Si no escucha es un tonto; si habla mucho, insoportable, y si tropieza, es un torpe. Para completar, si es pobre, se degrada a miserable y si es rico, sólo llega a codiciable. Si es sabio, lamentable, y si es necio, innecesario. Y aunque todo lo que haga y diga sería celebrado si tuviera la piel, la edad y el cuerpo suave de un niño, en su vieja y corrugada figura, todo y a casi todos, les resulta repudiable. La vejez es fea y nadie la soporta, aunque algunos pocos la toleren si es su santa madre, su padre el bueno, su abuelo el cómplice, su querido maestro de la vida o el achacoso tío rico u pariente lejano… y jamás, jamás, si corresponde a su propia imagen en el espejo.
Le ponen nombres: la tercera edad, el adulto mayor, la edad dorada, una hipocresía infame de palabrillas sin sentido para intentar maquillar lo irreparable: el tallado del tiempo en la piel, en los órganos, en el cerebro, en el paso, en la palabra y en las manos temblorosas de miedo a la impotencia, a la dependencia, al desprecio, a la pobreza y a la muerte en soledad. No buscamos sólo la belleza: le corremos a la vejez. A la muerte. Al desamor. A la soledad. Aunque siempre e indefectiblemente nos acompañen.
Los jóvenes con o sin siliconas buscan como todo adolescente ser aceptado por el grupo y si alcanzarlo hoy implica cirugías y anestesias lo harán a toda costa. Como en otros tiempos algunas se pusieron corsé, pantalones, fumaron, bebieron, redujeron los senos, los crecieron, practicaron el amor libre, consumieron marihuana, pastillas, se tatuaron, se perforaron con piercings; llevaron ropa negra, de marca o con remaches, y viajaron a pie, en “auto stop” o en motocicleta. Ser aceptados, miembros vitales de la nueva generación, está detrás de la consigna. Y parece que ahora ésta requiere de bisturí, centros de estética, diseño de sonrisa, dietas ultra rápidas y mucho reagguetón.
Los adultos del siglo XXI, hombres y mujeres, ocultan su documento con tal que el cuerpo y el cabello digan que tienen menos años, que las curvas de espaldas creen falsas edades y las pieles de frente se estiren para disimular el tiempo o, en su defecto, sacar sigilosos una billetera que alcance a tapar con invitaciones, viajes y regalos lo que el cuerpo no logra equilibrar ante el espejo, ni en las altas plenitudes de la desnudez de la vieja ilusión de un fugaz amor adolescente que se descuelga junto con la piel y las arrugas. No en vano sufría el famoso compositor Gustav von Aschenbach antes de su “Muerte en Venecia”, descrita en la magistral pluma del escritor alemán Thomas Mann; agobiado entre la peste, los malos olores, sus fracasos y las pasiones atrapadas en piel, sucumbe ante la juvenil belleza, perfecta y sublime, que se pasea ante sus ojos y el mar, y que nunca logra alcanzar, ni siquiera rozar, y termina afrontándose solo con su vejez. Claro que el viejo Aschenbach aceptó y se sintió por un instante rejuvenecido al ver los grandes cambios que pequeños artes de tintes y cosméticos sutiles producían en su rostro y en su espíritu. Sin embargo, tiene la certeza interior de su vejez maquillada y la confirmación de que en el chico reposa la otra belleza, fresca, juvenil, perfecta, la deseada, la idealizada, la platónica, a la cual sólo tiene acceso por el deleite de la contemplación. Sin embargo, el peluquero lo despidió con una frase que le clavó la espina de la esperanza: «¿Ve usted qué fácil ha resultado? dijo dando los últimos toques al tocado de Aschenbach. Ahora puede el señor enamorarse sin reparo».
Todos queremos ser bellos, con frecuencia para nosotros mismos y siempre para los otros. Algunos se conforman con lo que ven en el espejo y casi no se observan; otros lo transforman cuanto pueden para mantenerlo joven; algunos se obsesionan, ven visiones y se enferman; otros aceptan la realidad cambiante del paso del tiempo y la dejan en libertad. Sin embargo, en todas las culturas ancestrales se buscaron los secretos de la belleza o “la eterna juventud” y encontraron sus aliados en la buena alimentación, el ejercicio, la cosmética y el sabio consejo médico del curandero, sabio o chamán, cuando algo la perturbaba. Así, él primero escuchaba los tormentos del corazón en las palabras del paciente y luego de liberarlo de sus angustias y fantasmas mentales con un ritual especial, recomendaba los cuidados del cuerpo: medicinas, baños, masajes, dieta, higiene, reposo u ejercicio, aire fresco y mar. A veces, buscaban colaboración de los astros o las artes del sexo como en China, India, Escandinavia y la América Precolombina, otras con la ayuda de los dioses y el conocimiento de la naturaleza como en Egipto, Grecia, Babilonia, Roma y los pueblos de África.
Sombras en el cristal
¿Quién observa la belleza de un corazón funcionando, de un cerebro creando, de unas manos realizando sueños musicales? Sólo un Da Vinci, un artista, un científico o un Ser enamorado puede ver tal belleza, cuando otros sólo observan un viejo escuálido o una matrona gorda, apostada en el balcón, molestando con los ecos de un viejo chelo que otrora acariciara con maestría en la Sinfónica y ahora, hasta para levantarse, hay que darles la mano y casi arrancarlos como de una planta carnívora a una amplia silla mullida.
Qué hubiese pasado si la diva del Amor en los tiempos del cólera se hubiese convertido en una gorda matrona y la pluma garciamarquiana no la hubiese liberado de los crueles avatares del tiempo, conservándola como gacela altiva aún mucho después del campanazo inevitable de la vejez. Aunque ella, implacable, detestaba todo lo que implicaba estar al lado de un viejo, así fuera su marido, el prestigioso médico, y se “sintió libre” cuándo éste falleció y obtuvo por fin su título de viuda.
Quien nos hace ver bellos, fundamentalmente es el Otro. Ni siquiera nosotros mismos somos capaces de ver todos nuestros encantos, porque cuando lo hacemos nos pasa lo que al bello Narciso, nos ahogamos. Mientras, si es el Otro, volamos al infinito, volamos con alas ajenas y con frecuencia sucede lo que a Icaro, cuando el Otro no está o ya no ve lo que antes quería ver, se nos queman las alas con el Sol eterno de la Soledad. Por eso el Nóbel Gabriel García Márquez afirmaba que “el secreto de una buena vejez, no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”.
Acto II
La metamorfosis
¡No hay remedio! Soportar la pérdida de la belleza, es decir, de la juventud, es abominable. No hay que ser Dorian Gray, para sentirlo, si al mirarte al espejo observas que mientras ella se escapa, quien te abraza sutil y diariamente es la vejez y con ella… la promesa inevitable de la muerte. Sería un tema insulso, si no fuera porque en pleno siglo XXI, aunque las normas internacionales estandaricen que se es viejo a partir de los 60 años, la realidad es que se empieza a serlo entre los 30 y 35 años, cuando para los niños sos un viejo, para los adolescentes un atrasado y para tus pares un desempleado. Y acaso asalte por algún rincón la sonrisita murmurante de Goethe: “¿Quieres ser invisible para los hombres? Sé pobre. ¿Quieres ser invisible para las mujeres? Sé viejo”.
En medio de este barullo saltan al ruedo los medios y los comerciantes, reforzando el mito del éxito con una fórmula magistral: juventud+belleza+dinero=felicidad y entonces la ofrecen con el maquillaje serio de los informativos y el “glamour” propio de sus “notas de entretenimiento” y los presentadores vislumbrados como ejemplos “vivos” de la fórmula mágica, olvidando por un desliz poner en el fondo el logo informativo de “espacio publicitario”, aunque comerciantes rasos o profesionales salud o de PhD. salgan a hacer su agosto disfrazando de noticia el producto en venta: la belleza, “la eterna juventud”, la felicidad.
Claro que también existen los programas serios o los que aparentan “ciencia discoveriana”, con variedad de historias sobre vidas de famosos cirujanos plásticos casi hollywoodienses, multimillonarios, algunos de un género indescifrable, viviendo en mansiones, transitando en yates lujosos, en carros último modelo, mostrando su vida íntima, solteros, homosexuales o en crisis matrimonial, como parte del espectáculo y garantía de su éxitos, rodeados por las angustias propias de quien tiene que cambiar el carro, pelear por el éxito del colega, salir a un desfile de modas con la novia, estar rodeados de modelos dispuestas y pacientes angustiados que gastan miles y miles de dólares para que les arreglen con bisturí la puesta del vestido de baño, la soledad, los traumas de la niñez, la vida de pareja, el matrimonio gay, la vida en pasarela, lo que dañaron con la boca y la quietud y quieren arreglar ahora con dólares en las manos y dietas ultra rápidas. Pieles colgantes que el personaje de verde cirugía demarca ante la cámara, recorta en la película de acción, compara en la pausa del antes y el ahora, y cierra con un ¡click! en la máquina registradora.
No se tiene que ser feo, lo que se necesita es plata. Los elementos éticos, la importancia de la salud y de la higiene, del ejercicio al aire libre y de la dieta cotidiana saludable como hábitos regulares y la preocupación seria por la estabilidad psico-emocional del paciente, son elementos que pasan de largo por estas historias o son tan sutiles que se pierden en los capítulos. Parece que esos principios de todas las culturas en Oriente y Occidente, que predicaron tanto la medicina de Grecia, la egipcia, la sumeria, los hindúes, los chinos y los árabes, pasaron de largo entre quienes hicieron el juramento hipocrático y entre aquellos que en los medios tienen la función de educar e informar.
Ahora no hay que ir al circo para ver al ser más feo del mundo, prenda la televisión, ahí están, ¡a diario! arreglándose, reparándose. Eso sí, con plata hasta el más feo tiene remedio. Es decir, el pobre seguirá siendo feo. A no ser que se gane un concurso para una cirugía, para un par de siliconas o pase el colador de las filas para un espectáculo de sus desgracias estéticas en vivo y en la televisión, con un final feliz de cambio total y baje de peso o uno terrible “¡estás despedido!” confirmado por el público. No estamos hablando de la cirugía reconstructiva ni de una cirugía plástica que en términos estéticos del Renacimiento busque a lo Leonardo Da Vinci recuperar la armonía, la simetría, el equilibrio en las proporciones y mejorar la perspectiva de un sujeto que padece una evidente malformación, una enfermedad, una secuela de cáncer o un defecto físico que lo hace sumamente infeliz.
Un mundo de feos
El mensaje ha dejado de ser particular y se ha hecho general: “todos somos feos”, hasta que el cirujano no repare el “daño de fábrica”. Así hubo una época en que todas las narices operadas se parecían, todas las caras estiradas eran igual de escalofriantes pegadas a sus cuellos arrugados, los senos grandes fueron “out” y las operaciones para reducirlos a “pettit” se hicieron populares, luego llegaron los grandes y aunque puedan flotar con ellos, las adolescentes están locas por conseguirlos. Los jóvenes y algunos adultos se aplican láser porque la barba y los vellos en piernas, pecho, espalda y genitales no están de moda y son indeseables y si no -a lo dama antes criticada-, afeitada o depilación con cera. En Estados Unidos los negros se operan para blanquearse, los orientales para semejarse a los latinos y los latinos para asimilarse a los gringos, tras el argumento de evitar la discriminación o tener más opciones de empleo.
Aquí, ¡qué nadie se sienta seguro! Porque nadie es bello y hasta los bellos viven traumatizados porque siempre tienen algo por pulir y perder; y los cirujanos, esteticistas y mercaderes algo por mejorar y ganar, y los medios algo por mostrar y vender. La inseguridad invadió no sólo todo lo que el público ve -porque hasta rostros se pueden trasplantar-, sino lo que en privado se siente o se vive en la intimidad: ahora se ofrecen abioplastias, “rejuvenecer la vagina”, estrecharla o hacerla virgen, y alargar el pene, recortarle la piel colgante del escroto, quitar la grasa circundante del vientre para destacar la presencia del pene y acaso la fantasía de hacerlo más grande sin una prótesis; o si el problema está en la definición de género, no hay problema, se le cambia el sexo y se le ponen senos.
“Pregunte por lo que no vea”, podría ser el lema, sea mueco, viejo, gordo sin gracia, flaco sin curvas, modelo extra plano, indeciso de género, ¡todo!. Todo es solucionable, sólo es cuestión de dinero. La industria cosmética gana millones de dólares ofreciendo productos para gordos, cosméticos para feos “ahí caemos todos”-, belleza para mujeres, “cuidados” para hombres, jabones para pobres, perfumes para pudientes, feromonas para todos, ropa para tallas extremas, aparatos para los deportistas, fajas para los perezosos, dietas milagro para los creyentes, naturismo para cualquier problema, spa para los ricos, liposucción para la clase media, y cirugía para los que ahorran o tienen dinero. ¿Y quien no ha caído siquiera en alguna de ellas? Como decía Oscar Wilde: “Puedo resistirlo todo, excepto la tentación”
Entre dioses y paganos
Si es cierto lo que decía Nietzsche, que "el Hombre, en su orgullo, creó a Dios a su imagen y semejanza", es cierto que le costaría bastante caro al venerable anciano retratado por Miguel Ángel hacerlo parte del actual grupo de los bellos, y si la verdad está, como decía el escritor norteamericano, Mark Twain, en que “el hombre es la criatura que Dios hizo al final de una semana de trabajo, cuando ya estaba cansado", es a los mortales a quienes les toca alcanzar ese ideal de belleza que se refleja y palpa en su David.
El artista ofrece sus modelos y el público escoge. Así que no es de extrañar que otros mundanos vieran negocio en los divinos errores de cálculo y fabricación; entonces por todos estos miserables feos, enfermos, inconformes, viejos, amantes de la moda o carentes de autoestima, se llenan las arcas de la banca, se mueven millones en el comercio, las camas en las clínicas, las sillas de los odontólogos y hasta el turismo en los aviones, porque ¡Oh progreso! La cirugía estética es producto de exportación y hace parte de los ingresos en el “Producto Interno Bruto” (PIB), en muchos países: Estados Unidos, Brasil, España, Venezuela, donde saben muy bien lo rentable del negocio.
En la Unión Europea, Italia y España llevan la delantera en estas cirugías estéticas, poniendo a circular un promedio de $1.000 millones anuales de Euros en cada uno de estos países con costa mediterránea. En España, donde las tarifas oscilan entre los $900 y $6000 euros, se obtuvieron ingresos por $1.100 millones de Euros el año pasado. En Estados Unidos se calcula en US$15.000 millones de dólares en ese mismo período y se realizaron 10.2 millones de procedimientos, y eso que el turismo médico les ha quitado clientes, puesto que ahí se les han marchado US$61 millones, cuyo destino preferido es América Latina, ya que en países como Argentina las mismas intervenciones sólo cuestan una quinta o tercera parte que en EU. En el exportador de reinas, Venezuela, un sólo rubro como los cosméticos hace girar en el mercado más de US$500 millones de dólares anuales, en una ruleta en la cual las mujeres ponen el 20% de sus salarios para obtenerlos y donde las “aspiraciones” de quienes sueñan con ser coronadas se satisfacen con US$60.000 dólares.
En síntesis, un mercado rentable que en torno del dinero en algunos casos parece haber enterrado la orientación al paciente de que éstas cirugías no garantizan la felicidad, no son la panacea de la tranquilidad interior, no resuelven conflictos de pareja o soledad, ni traumas emocionales que psíquicamente no se hayan afrontado. Es más, no es recomendable operarse si está atravesando por una crisis nerviosa o iniciando una etapa de duelo, así sea por ser feo. Incluso, es bueno estar muy alertas, ver la hoja de vida de los profesionales, su título y afiliación a un colegio o asociación profesional, pacientes que ya han pasado esta prueba, comparar opiniones clínicas, conocer otras alternativas menos invasivas, y tener muy claros los pro y los contra de cada procedimiento, inyección o cirugía.
Hay que recordar como a principios de los años 90 se presentó el famoso conflicto por la seguridad física de las prótesis de siliconas, que se rompían y causaban patologías auto-inmunes. Este fenómeno afectó a más de 300.000 mujeres de Canadá y Estados Unidos, quienes se unieron para demandar a los fabricantes, que fueron sentenciados a pagar indemnizaciones por US$2,350 millones debido a los perjuicios causados a la salud de las mujeres. Y eso que a la gente se le olvida que la cirugía estética es de resultados, en el aspecto legal, y estos los debe garantizar por escrito el cirujano a sus pacientes.
Así que esa tragedia del cuento del escritor argentino Mario Benedetti en “La noche de los feos”, de pasar por aquello de no tener a nadie que le tome la mano en la fila para el cine o le robe un beso en las penumbras del teatro o tener que cerrar todo, cubrir hasta la última rendija de luz para encontrar las pasiones del deseo o el sueño del amor, podría tener dos moralejas: O aceptarse tal como se es o asumir el hecho lastimoso de que su único problema es no tener plata.
Lo cierto es que el hombre seguirá creando y buscando arte y apreciándolo en todo su sublime placer estético en cada uno de los objetos físicos que le rodeen, y contemplará la belleza humana con una percepción placentera, con deleite y fascinación, según el modelo que impere en su mente y en la cultura de su época, mientras desde el mundo griego Epicuro de Samos, creyente del sueño de la felicidad, le susurra al oído lo que no debe olvidar "…en la moderación hay un término medio y quien no da con él, es víctima de un error parecido al de quien se excede por desenfreno". Lo único cierto, sin embargo, es que la vejez va llegando de a poquito, como las enfermedades terminales: caminan despacio, pero se saben mortales.
 



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