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¿Ha
funcionado
el enfoque de mercado? |
Ramón Abel Castaño,
MD. MS. Coordinador Área de Gestión y Política
en Salud Universidad de los Andes |
Martin McKee y Judith Healy, del Observatorio Europeo de
la Salud, dicen en un escrito reciente que: El cambio
es con frecuencia liderado más por ideología
que por evidencia sobre la efectividad, y refiriéndose
a las reformas del sector hospitalario en Europa del Este
comentan que Muchas de las reformas (
) no se basaron
en buena evidencia sobre lo que funciona sino más bien
en un rechazo del pasado. Infortunadamente, pocas veces
la tarea de formular políticas está basada en
evidencia sólida y concluyente sobre qué es
lo que se debe hacer y cómo hacerlo, entre otras cosas
porque es imposible hacer un experimento randomizado doble-ciego
controlado para probar científicamente qué funciona
y qué no funciona. En consecuencia, podría decirse
sin mucho riesgo de ser excesivamente negativo, que la formulación
de políticas se parece más a un proceso de ensayo-error
que a un proceso científicamente controlado, y que
la investigación a duras penas trata de entender a-posteriori
cual fue el impacto del cambio adoptado.
La política sectorial en salud, por supuesto, no es
la excepción a esta constante. Nuestra reforma del
93, más que una receta para países pobres impuesta
por el FMI y el Banco Mundial, era el último envión
de una ola de reformas que ya había tenido su cuarto
de hora en países desarrollados, y que hacía
parte de un paquete de reformas del Estado conocidos como
la Nueva Gestión Pública. Esta tendencia
consistía, entre otros aspectos, en reducir el tamaño
del Estado y concentrar su función en la rectoría,
a la vez que se separaban las funciones de financiación
y prestación de servicios. La importación de
estas fórmulas al resto de países fue críticamente
propiciada por el hoy desprestigiado Consenso de Washington,
pero era evidente que ya para entonces los países desarrollados
habían avanzado en este camino.
Y aunque en países desarrollados había funcionado
razonablemente bien, en países en desarrollo las cosas
no irían tan bien; sin embargo, el optimismo inicial
de una reforma por ensayo-error no permitía ver con
claridad los limitantes que años más tarde aflorarían.
En este breve comentario me centraré en algunas de
estos limitantes, pues otros comentaristas seguramente resaltarán
los aspectos positivos de la reforma, y otros resaltarán
los negativos con su habitual pesimismo.
Uno de los principales errores de sobre-estimación
fue el de confiar excesivamente en el mercado como fuerza
generadora de mayor eficiencia y mejor calidad. Aunque todos
sabíamos que los mercados en salud son sumamente imperfectos,
pues la asimetría de información conlleva a
fallas de mercado tanto en el aseguramiento como en la prestación
de servicios, esta confianza excesiva nos hizo creer que bastaba
la libertad de elección de asegurador y prestador para
hacer que nuestros mercados funcionaran tan bien como el mercado
de empanadas o el de chicles.
Esta diferencia en la eficacia de los mercados resultó
ser crítica en los resultados de los primeros ocho
años de operaciones de los Administradores de Planes
de Beneficios (APB). Dado que el usuario promedio no está
en capacidad de evaluar la calidad técnica de los servicios
de salud, es más fácil para el APB competir
frente a éste con aspectos que percibe y evalúa,
tales como la oportunidad en las citas, la apariencia física
de las instituciones de salud, o el buen trato por parte del
personal de salud y de la APB. Aunque estos aspectos son importantes,
no son la esencia que permite que obtengamos dos de los fines
últimos de la reforma: más salud por la misma
o menos plata (léase: calidad y eficiencia).
La prueba de ello es clara para los prestadores, pero no para
los usuarios. La permanente queja de aquéllos sobre
el excesivo énfasis de los APB en los precios de las
actividades, intervenciones y procedimientos, sin importar
si la calidad técnica es buena o mala, es un asunto
que debe preocuparnos sobremanera y que nos hace pensar que
la libertad de elección del usuario, por sí
sola, no es suficiente. La lección por ahora aprendida
es que libertad de elección con asimetría de
información, puede terminar yéndose en contra
del usuario, porque la competencia se concentra en aspectos
que no son relevantes para el objetivo social de eficiencia
y calidad, pero que sí son relevantes para el usuario.
Otro aspecto en el que hay que reconocer un error de sobre-estimación,
es el de la cobertura universal. Lejos de seguir señalando
el fracaso de la reforma por no haber llegado a la cobertura
universal en el 2001, es preferible tratar de entender qué
impidió lograr ese objetivo. La explicación
hoy es más clara que hace diez años: en una
economía de creciente informalidad es poco probable
que se llegue a la cobertura universal con un esquema basado
primordialmente sobre el empleo formal. De hecho, el costo
creciente de la formalidad, por los impuestos a la nómina
para financiar seguridad social, hace que se incremente aún
más la informalidad vía outsourcing, figuras
laborales nuevas (ej: cooperativas de trabajo asociado) y
formas explícitas de subempleo. Resulta paradójico
entonces que un sistema que buscaba la cobertura universal
apoyándose fuertemente en el empleo formal, termina
reduciendo éste y aumentando la brecha de los no asegurados.
Una posibilidad de lograr la cobertura universal sería
aceptar que como país pobre, con gasto en salud per
cápita cercano a los 160 dólares al año,
no podemos darnos el lujo de tener un Plan de Beneficios comprehensivo,
sino uno con más restricciones pero que sea una realidad
para toda la población. Lo que hoy vemos es una parte
de la población en el régimen contributivo,
con una cobertura comprehensiva, mientras la población
del régimen subsidiado tiene a duras penas un Plan
con lo básico y el alto costo; y por fuera de todo
esto la población vinculada, que crece más rápido
que la afiliación de estos dos regímenes y que
año tras año amplía la brecha de cobertura.
El racionamiento se vuelve entonces un tema prioritario, pues
de no hacerlo de manera explícita seguirá habiendo
una diferencia de acceso a favor de los más afortunados
y poderosos. El mínimo decente que como Estado Social
de derecho debemos garantizar a todas las personas, está
seriamente amenazado por los desequilibrios mencionados. Este
desequilibrio está aún más acentuado
por el efecto creciente de la Acción de Tutela, hoy
más evidente que hace unos años, lo que nos
obliga a revisar con imparcialidad y sin apasionamientos,
el equilibrio entre los derechos individuales y el bienestar
general, ambos elementos clave de nuestra Constitución.
Por último, la limitada capacidad rectora del Estado
ha significado un retroceso en la corrección de las
fallas de mercado mencionadas arriba. Mientras se suponía
que quitarle al Estado la función de prestación
directa de servicios requería fortalecer su capacidad
rectora para controlar el accionar de los actores y corregir
vía regulación las fallas de mercado, en nuestro
caso ha pasó lo contrario. Y es claro que los organismos
rectores están hoy más debilitados que nunca,
en parte quizá porque ya no manejan recursos directamente,
o en parte porque su tamaño y competencias han sido
recortados hasta un nivel preocupante. Pero esto no es un
problema solo de Colombia: en una reciente ponencia en Bogotá,
la Profesora Anne Mills mostró cómo en los países
en desarrollo hubo un avance importante de la agenda de la
Nueva Gestión Pública, pero la capacidad reguladora
del Estado se debilitó de manera preocupante, lo cual
incidió negativamente sobre los resultados esperados
de dicha agenda.
Lastimosamente, la investigación sobre los efectos
de las reformas tipo "Nueva Gestión Pública"
no se puede llevar a cabo antes de adoptarla, sino a duras
penas, después de que nuestro optimismo haya sido duramente
castigado por la realidad que acuciosamente tendremos que
documentar para las generaciones venideras. En el sentido
de los optimistas, y para tormento de los pesimistas, pienso
que en un proceso de ensayo-error no es prudente retroceder
hacia aquellas estructuras contra las que reaccionó
la reforma, máxime cuando apenas empiezan a aparecer
algunos de los beneficios de las nuevas instituciones y actores
que creó la reforma del 93.
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Bioética
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La esencia de la vocación del médico está
contenida en afortunada expresión del profesor Ramón
Córdoba Palacio: Pero hay otra condición
del quehacer médico que se extiende, o debe extenderse,
a todo el que participe en cualquier forma de la misión
de aquél, de su privilegio de ayudar
a una persona: la resolución consciente y voluntaria
hacia la ayuda en la tensión que suscita la presencia
del dolor y la enfermedad. Esta tendencia hacia la ayuda,
que es el meollo de la vocación del médico,
debe hacer parte esencial de la acción de todo el que
en una u otra forma ofrece su colaboración a quien
la haya menester en el área de la salud.
Ahora resulta que a las situaciones que desfavorecen el quehacer
del médico, se suma la inicua circunstancia de un ejercicio
clínico sometido a las voluntades y a los intereses
comerciales de quien ejerce un implacable poder: el intermediario
financiero. En no pocas ocasiones, de modo directo o indirecto,
es éste el empleador del médico. Este poder
se torna material por medio de figuran tan contradictorias
como la del auditor, investido a la vez de la fuerza jurídica
y de la condición de empleado de la compañía
cuyos intereses monetarios defiende. Se conocen ampliamente
las oscilaciones de políticas de costos, y ejecuciones
de presupuestos, las contrataciones con diversas entidades
inspiradas por cambiantes y pasajeros funcionarios en los
cuales se concentra momentáneamente la capacidad ejecutiva.
No en vano circulan profundas críticas a la llamada
Medicina Basada en Evidencias -MBE-, con sus procesos
de protocolización de procedimientos diagnósticos
y terapéuticos inspirados en rígidos esquemas
economicistas. Como si a estos esquemas tuviese el paciente
que amoldarse, ignorando que los hechos reales tienen preeminencia
respecto de los abstractos modelos de los teorizantes. La
MBE se convirtió en una medicina basada
en costos y controlada por funcionarios anónimos. Ellos
ejercen un poder de veto desde escritorios ajenos a las circunstancias
personales del enfermo y de su médico tratante; controlan
los hilos financieros y los resquicios jurídicos. Por
sus manos pasa la aprobación del examen o del tratamiento
propuesto; éstos tendrán lugar sólo con
el apoyo de su nihil obstat, de su magnánimo
fiat, o se estrellarán y detendrán
ante su definitivo e implacable archívese.
Una importante publicación local (Medicina y Laboratorio,
Vol. 10 No. 7-8 p. 322) especifica este valeroso señalamiento,
refiriéndose a la MBE: Bajo su nombre
se darían manipulaciones económicas por los
intermediarios en salud...
Añade mayor complejidad a la labor del médico
una circunstancia vivida por muchos miembros del personal
sanitario, aquí y ahora, como en otros países
y épocas: la condición del ejercicio profesional
en zonas de conflicto bélico. Es menester recordar
que la Ley 23 de 1981, hoy vigente y aplicable en lo que atañe
a la ética médica, señala en su artículo
2º, (del juramento): Ejercer mi profesión
dignamente y a conciencia; velar solícitamente y ante
todo, por la salud de mi paciente. Hacer caso
omiso de las diferencias de credos políticos y religiosos,
de nacionalidad, razas, rangos sociales, evitando que estos
se interpongan entre mis servicios profesionales y mi paciente.
Más adelante, el mismo código establece: El
médico dispensará los beneficios de la medicina
a toda persona que los necesite, sin más limitaciones
que las expresamente señaladas por esta ley....
Realmente, en no pocas ocasiones, la tarea del profesional
de la medicina, y de sus colaboradores y subalternos también
incluye desplazamientos y ejecución de misiones de
gran riesgo ordenadas por superiores, en condición
de funcionarios que obedecen órdenes y hacen parte
operativas de políticas, ante las cuales naturalmente,
está la compartida responsabilidad de aquellos. Es
pertinente mencionarlo, en ocasiones ésos superiores
no están cobijados por la Ley 23 de ética médica,
pues muchos no son médicos. Sólo son administradores
de empresas o sus equivalentes. Pero no dejan de ser ciudadanos
colombianos, cuyas decisiones, acciones y omisiones, también
están sujetas a códigos jurídicos ante
los cuales deben responder. A mayor rango de poder de decisión,
naturalmente, debería ser mayor la responsabilidad
que se asume efectivamente. Igual sucede con niveles directivos
y empresariales privados, de cuyas decisiones (a veces apoyadas
en la complejísima y voluminosa reglamentación
de las leyes vigentes) vienen retrasos o negativas a medidas
diagnósticas o terapéuticas de las que derivan
consecuencias adversas para los pacientes: puede que estos
retrasos y negativas sean jurídicamente válidos:
son, y en medida grave, humanamente injustos. Calderón
de la Barca lo sintetizó hace siglos en inmortal sentencia:
En lo que no es justa ley, no ha de obedecer al rey....
Nota: Esta sección es un aporte
del Centro Colombiano de Bioética -Cecolbe-
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