MEDELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 5    NO 62   NOVIEMBRE DEL AÑO 2003    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co
¿Ha funcionado
el enfoque de mercado?
Ramón Abel Castaño, MD. MS. Coordinador Área de Gestión y Política en Salud Universidad de los Andes

Martin McKee y Judith Healy, del Observatorio Europeo de la Salud, dicen en un escrito reciente que: “El cambio es con frecuencia liderado más por ideología que por evidencia sobre la efectividad”, y refiriéndose a las reformas del sector hospitalario en Europa del Este comentan que “Muchas de las reformas (…) no se basaron en buena evidencia sobre lo que funciona sino más bien en un rechazo del pasado”. Infortunadamente, pocas veces la tarea de formular políticas está basada en evidencia sólida y concluyente sobre qué es lo que se debe hacer y cómo hacerlo, entre otras cosas porque es imposible hacer un experimento randomizado doble-ciego controlado para probar científicamente qué funciona y qué no funciona. En consecuencia, podría decirse sin mucho riesgo de ser excesivamente negativo, que la formulación de políticas se parece más a un proceso de ensayo-error que a un proceso científicamente controlado, y que la investigación a duras penas trata de entender a-posteriori cual fue el impacto del cambio adoptado.
La política sectorial en salud, por supuesto, no es la excepción a esta constante. Nuestra reforma del 93, más que una receta para países pobres impuesta por el FMI y el Banco Mundial, era el último envión de una ola de reformas que ya había tenido su cuarto de hora en países desarrollados, y que hacía parte de un paquete de reformas del Estado conocidos como la “Nueva Gestión Pública.” Esta tendencia consistía, entre otros aspectos, en reducir el tamaño del Estado y concentrar su función en la rectoría, a la vez que se separaban las funciones de financiación y prestación de servicios. La importación de estas fórmulas al resto de países fue críticamente propiciada por el hoy desprestigiado “Consenso de Washington,” pero era evidente que ya para entonces los países desarrollados habían avanzado en este camino.
Y aunque en países desarrollados había funcionado razonablemente bien, en países en desarrollo las cosas no irían tan bien; sin embargo, el optimismo inicial de una reforma por ensayo-error no permitía ver con claridad los limitantes que años más tarde aflorarían. En este breve comentario me centraré en algunas de estos limitantes, pues otros comentaristas seguramente resaltarán los aspectos positivos de la reforma, y otros resaltarán los negativos con su habitual pesimismo.
Uno de los principales errores de sobre-estimación fue el de confiar excesivamente en el mercado como fuerza generadora de mayor eficiencia y mejor calidad. Aunque todos sabíamos que los mercados en salud son sumamente imperfectos, pues la asimetría de información conlleva a fallas de mercado tanto en el aseguramiento como en la prestación de servicios, esta confianza excesiva nos hizo creer que bastaba la libertad de elección de asegurador y prestador para hacer que nuestros mercados funcionaran tan bien como el mercado de empanadas o el de chicles.
Esta diferencia en la eficacia de los mercados resultó ser crítica en los resultados de los primeros ocho años de operaciones de los Administradores de Planes de Beneficios (APB). Dado que el usuario promedio no está en capacidad de evaluar la calidad técnica de los servicios de salud, es más fácil para el APB competir frente a éste con aspectos que percibe y evalúa, tales como la oportunidad en las citas, la apariencia física de las instituciones de salud, o el buen trato por parte del personal de salud y de la APB. Aunque estos aspectos son importantes, no son la esencia que permite que obtengamos dos de los fines últimos de la reforma: más salud por la misma o menos plata (léase: calidad y eficiencia).
La prueba de ello es clara para los prestadores, pero no para los usuarios. La permanente queja de aquéllos sobre el excesivo énfasis de los APB en los precios de las actividades, intervenciones y procedimientos, sin importar si la calidad técnica es buena o mala, es un asunto que debe preocuparnos sobremanera y que nos hace pensar que la libertad de elección del usuario, por sí sola, no es suficiente. La lección por ahora aprendida es que libertad de elección con asimetría de información, puede terminar yéndose en contra del usuario, porque la competencia se concentra en aspectos que no son relevantes para el objetivo social de eficiencia y calidad, pero que sí son relevantes para el usuario.
Otro aspecto en el que hay que reconocer un error de sobre-estimación, es el de la cobertura universal. Lejos de seguir señalando el fracaso de la reforma por no haber llegado a la cobertura universal en el 2001, es preferible tratar de entender qué impidió lograr ese objetivo. La explicación hoy es más clara que hace diez años: en una economía de creciente informalidad es poco probable que se llegue a la cobertura universal con un esquema basado primordialmente sobre el empleo formal. De hecho, el costo creciente de la formalidad, por los impuestos a la nómina para financiar seguridad social, hace que se incremente aún más la informalidad vía outsourcing, figuras laborales nuevas (ej: cooperativas de trabajo asociado) y formas explícitas de subempleo. Resulta paradójico entonces que un sistema que buscaba la cobertura universal apoyándose fuertemente en el empleo formal, termina reduciendo éste y aumentando la brecha de los no asegurados.
Una posibilidad de lograr la cobertura universal sería aceptar que como país pobre, con gasto en salud per cápita cercano a los 160 dólares al año, no podemos darnos el lujo de tener un Plan de Beneficios comprehensivo, sino uno con más restricciones pero que sea una realidad para toda la población. Lo que hoy vemos es una parte de la población en el régimen contributivo, con una cobertura comprehensiva, mientras la población del régimen subsidiado tiene a duras penas un Plan con lo básico y el alto costo; y por fuera de todo esto la población vinculada, que crece más rápido que la afiliación de estos dos regímenes y que año tras año amplía la brecha de cobertura.
El racionamiento se vuelve entonces un tema prioritario, pues de no hacerlo de manera explícita seguirá habiendo una diferencia de acceso a favor de los más afortunados y poderosos. El mínimo decente que como Estado Social de derecho debemos garantizar a todas las personas, está seriamente amenazado por los desequilibrios mencionados. Este desequilibrio está aún más acentuado por el efecto creciente de la Acción de Tutela, hoy más evidente que hace unos años, lo que nos obliga a revisar con imparcialidad y sin apasionamientos, el equilibrio entre los derechos individuales y el bienestar general, ambos elementos clave de nuestra Constitución.
Por último, la limitada capacidad rectora del Estado ha significado un retroceso en la corrección de las fallas de mercado mencionadas arriba. Mientras se suponía que quitarle al Estado la función de prestación directa de servicios requería fortalecer su capacidad rectora para controlar el accionar de los actores y corregir vía regulación las fallas de mercado, en nuestro caso ha pasó lo contrario. Y es claro que los organismos rectores están hoy más debilitados que nunca, en parte quizá porque ya no manejan recursos directamente, o en parte porque su tamaño y competencias han sido recortados hasta un nivel preocupante. Pero esto no es un problema solo de Colombia: en una reciente ponencia en Bogotá, la Profesora Anne Mills mostró cómo en los países en desarrollo hubo un avance importante de la agenda de la Nueva Gestión Pública, pero la capacidad reguladora del Estado se debilitó de manera preocupante, lo cual incidió negativamente sobre los resultados esperados de dicha agenda.
Lastimosamente, la investigación sobre los efectos de las reformas tipo "Nueva Gestión Pública" no se puede llevar a cabo antes de adoptarla, sino a duras penas, después de que nuestro optimismo haya sido duramente castigado por la realidad que acuciosamente tendremos que documentar para las generaciones venideras. En el sentido de los optimistas, y para tormento de los pesimistas, pienso que en un proceso de ensayo-error no es prudente retroceder hacia aquellas estructuras contra las que reaccionó la reforma, máxime cuando apenas empiezan a aparecer algunos de los beneficios de las nuevas instituciones y actores que creó la reforma del 93.

 
Bioética
La responsabilidad y la tendencia a la ayuda Carlos A. Gómez Fajardo

La esencia de la vocación del médico está contenida en afortunada expresión del profesor Ramón Córdoba Palacio: “Pero hay otra condición del quehacer médico que se extiende, o debe extenderse, a todo el que participe en cualquier forma de la misión de aquél, de “su privilegio” de “ayudar a una persona”: la resolución consciente y voluntaria hacia la ayuda en la tensión que suscita la presencia del dolor y la enfermedad. Esta tendencia hacia la ayuda, que es el meollo de la “vocación” del médico, debe hacer parte esencial de la acción de todo el que en una u otra forma ofrece su colaboración a quien la haya menester en el área de la salud”.
Ahora resulta que a las situaciones que desfavorecen el quehacer del médico, se suma la inicua circunstancia de un ejercicio clínico sometido a las voluntades y a los intereses comerciales de quien ejerce un implacable poder: el intermediario financiero. En no pocas ocasiones, de modo directo o indirecto, es éste el empleador del médico. Este poder se torna material por medio de figuran tan contradictorias como la del auditor, investido a la vez de la fuerza jurídica y de la condición de empleado de la compañía cuyos intereses monetarios defiende. Se conocen ampliamente las oscilaciones de políticas de costos, y ejecuciones de presupuestos, las contrataciones con diversas entidades inspiradas por cambiantes y pasajeros funcionarios en los cuales se concentra momentáneamente la capacidad ejecutiva. No en vano circulan profundas críticas a la llamada “Medicina Basada en Evidencias -MBE-”, con sus procesos de protocolización de procedimientos diagnósticos y terapéuticos inspirados en rígidos esquemas economicistas. Como si a estos esquemas tuviese el paciente que amoldarse, ignorando que los hechos reales tienen preeminencia respecto de los abstractos modelos de los teorizantes. La “MBE” se convirtió en una medicina basada en costos y controlada por funcionarios anónimos. Ellos ejercen un poder de veto desde escritorios ajenos a las circunstancias personales del enfermo y de su médico tratante; controlan los hilos financieros y los resquicios jurídicos. Por sus manos pasa la aprobación del examen o del tratamiento propuesto; éstos tendrán lugar sólo con el apoyo de su “nihil obstat”, de su magnánimo “fiat”, o se estrellarán y detendrán ante su definitivo e implacable “archívese”. Una importante publicación local (Medicina y Laboratorio, Vol. 10 No. 7-8 p. 322) especifica este valeroso señalamiento, refiriéndose a la “MBE”: “Bajo su nombre se darían manipulaciones económicas por los intermediarios en salud...”
Añade mayor complejidad a la labor del médico una circunstancia vivida por muchos miembros del personal sanitario, aquí y ahora, como en otros países y épocas: la condición del ejercicio profesional en zonas de conflicto bélico. Es menester recordar que la Ley 23 de 1981, hoy vigente y aplicable en lo que atañe a la ética médica, señala en su artículo 2º, (del juramento): “Ejercer mi profesión dignamente y a conciencia; velar solícitamente y ante todo, por la salud de mi paciente.” “Hacer caso omiso de las diferencias de credos políticos y religiosos, de nacionalidad, razas, rangos sociales, evitando que estos se interpongan entre mis servicios profesionales y mi paciente”. Más adelante, el mismo código establece: “El médico dispensará los beneficios de la medicina a toda persona que los necesite, sin más limitaciones que las expresamente señaladas por esta ley...”.
Realmente, en no pocas ocasiones, la tarea del profesional de la medicina, y de sus colaboradores y subalternos también incluye desplazamientos y ejecución de misiones de gran riesgo ordenadas por superiores, en condición de funcionarios que obedecen órdenes y hacen parte operativas de políticas, ante las cuales naturalmente, está la compartida responsabilidad de aquellos. Es pertinente mencionarlo, en ocasiones ésos superiores no están cobijados por la Ley 23 de ética médica, pues muchos no son médicos. Sólo son administradores de empresas o sus equivalentes. Pero no dejan de ser ciudadanos colombianos, cuyas decisiones, acciones y omisiones, también están sujetas a códigos jurídicos ante los cuales deben responder. A mayor rango de poder de decisión, naturalmente, debería ser mayor la responsabilidad que se asume efectivamente. Igual sucede con niveles directivos y empresariales privados, de cuyas decisiones (a veces apoyadas en la complejísima y voluminosa reglamentación de las leyes vigentes) vienen retrasos o negativas a medidas diagnósticas o terapéuticas de las que derivan consecuencias adversas para los pacientes: puede que estos retrasos y negativas sean jurídicamente válidos: son, y en medida grave, humanamente injustos. Calderón de la Barca lo sintetizó hace siglos en inmortal sentencia: “En lo que no es justa ley, no ha de obedecer al rey...”.

Nota: Esta sección es un aporte del Centro Colombiano de Bioética -Cecolbe-

 











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