MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 254 NOVIEMBRE DEL AÑO 2019 ISNN 0124-4388 elpulso@sanvicentefundacion.com icono facebook icono twitter

Ese extraño objeto III

Por: Damian Rúa Valencia. Magister en Literatura Francesa comparada Universidad de Estrasburgo – Francia
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Cuenta una leyenda china que hacia el siglo primero de nuestra era, un eunuco llamado Cai Lun presentó al emperador He de Han un invento que lo dejaría maravillado. Se trataba de un nuevo método para procesar fibras vegetales y tejidos con el fin de obtener una materia maleable y poco onerosa para inscribir caracteres. Este nuevo soporte era el papel, con el que el emperador quedó tan satisfecho que le proporcionó títulos y riquezas a su inventor.

Su uso se extendió por toda la China, Japón y Corea, pero el secreto de su fabricación solo llegó a Occidente a mediados del siglo VIII, después de la batalla del Talas. Los árabes, victoriosos, se dieron cuenta rápidamente de la importancia de este nuevo soporte y de sus ventajas en la difusión de la religión y la ciencia. Por eso, lo aprendieron de los rehenes chinos capturados durante la batalla.

Así como la difusión del códex (libro dividido en páginas) está ligada a la propagación del cristianismo, la del papel lo está a la expansión del islam. Casi se podría decir que los libros, tal como los conocemos hoy, tienen un origen divino. De la mano del imperio musulmán, la utilización del papel se expandirá hacia Occidente: Samarcanda, primer gran centro de producción, luego Bagdad, después el Cairo hacia el año 900, hasta llegar a Al-Ándalus (España) en 1.056, de donde se propagará por toda Europa. A Francia llega hacia el siglo XIII, específicamente a Troyes, donde un siglo más tarde se establecerá una gran empresa para responder a la creciente demanda interna de papel.

El oro del Rin

En Estrasburgo, ciudad fronteriza entre Francia y Alemania, separada de esta última por el río Rin, hay una plaza dedicada a Johannes Gutenberg, en medio de la cual aparece el inventor de la imprenta con una hoja de su famosa Biblia en la que se puede leer, en caracteres góticos, un versículo del génesis: “Y se hizo la luz”.

Una plaza, con su respectiva estatua, se encuentra también en el centro de Maguncia, en Alemania. Porque el padre de la imprenta era oriundo de esa ciudad, aunque vivió más de diez años en el barrio Saint-Arbogast, al suroeste de Estrasburgo. Los estrasburgueses fantasean con la posibilidad de que la genial idea se le haya ocurrido en sus tierras, pese a que la desarrollara al otro lado del Rin.

Y es que la historia de la imprenta y su creador es mucho más compleja de lo que recordamos. No sólo la biografía de Gutenberg está colmada de vacíos (por lo que algunos lo pintan como un humanista y otros como un simple empresario), sino que atribuirle todo el crédito parece exagerado. Asociados a su nombre aparecen Peter Schoeffer y Johann Fust, quien financió el proyecto. Los caracteres móviles, que constituyen la gran revolución, son a su vez una mejora de la técnica de xilografía, importada, como el papel, de la antigua China.

Por otro lado, la Biblia de 42 líneas no es el primer texto impreso. En el taller de Maguncia del que saldrá la Biblia, se imprimían antes diversos textos de menor importancia, como manuales y cartas de indulgencia. Según los documentos, el primer libro completo en ser impreso es la gramática latina de Donatus. El mismo Gutenberg, que era orfebre y tenía buena fibra comercial, había trabajado en pequeños proyectos que probablemente le ayudaron a perfeccionar la técnica. Moldeaba espejos a la manera de relicarios en los que introducía estampas de santos con textos cortos y que luego vendía a los peregrinos de la época que, como los adeptos al New Age de hoy en día, buscaban un acercamiento más personal de la espiritualidad.

Sea como fuere, entre 1.455 y 1.456 aparece la Biblia de 42 líneas (llamada así por el número de renglones en que se divide el texto) en una tirada de 180 ejemplares vendidos incluso antes de que terminaran de imprimirla. El libro, pese a ser impreso, se asemejaba más a un manuscrito a que un ejemplar de una Biblia actual y costaba, ¡aunque vaya uno a saber si los cálculos son justos!, el equivalente a un año de salario de un monje. Es decir, aunque menos cara, seguía siendo un objeto de lujo, reservado al clero y a una clase privilegiada.

Aires nuevos

Si bien los que tenían acceso a la cultura pertenecían todavía a una élite, su acercamiento a los libros y a la lectura cambió decisivamente. Ya no se trataba solo de la recitación en voz alta en consejo de sabios, como en la Antigüedad, sino de una lectura individual, interiorizada y en silencio, y, sobre todo, ociosa.

Es este cambio el que permitió la aparición de un personaje como Don Quijote, que lee aislado en su cuarto para escapar de la vida diaria o, mejor aún, contra la vida diaria. No se encierra en la oración, como los monjes, ni pasa sus días en lecturas piadosas, como recomendaban a la gente de bien. Solo lee y sueña. Tanto que, según el autor, se le secó el cerebro. En la famosa escena de la quema de la biblioteca por parte del cura y el barbero, estos últimos se muestran igual de ociosos y conocedores de la materia que el protagonista. Muestran que, al igual que él, leen para pasar el tiempo. Recordemos que el libro está precisamente destinado a este tipo de lector. En el prólogo de la primera parte, Cervantes se dirige a nosotros calificándonos de “desocupado lector”.

Otro ejemplo aparece en el Pantagruel de Rabelais, que presenta su libro como un remedio para los afligidos, un consuelo para los enfermos y un pasatiempo para los aburridos. No sé si sea una exageración más del autor, pero cabe mencionar que en el prólogo Rabelais asegura que en dos meses se vendieron más copias de Las crónicas gargantuinas que la Biblia en nueve años. ¡Qué blasfemia! ¡Sobrepasar al bestseller por excelencia! ¡A la palabra divina! Quizás se deba a las nuevas expectativas y a los nuevos hábitos de los lectores. No es exagerado recordar que los libros del autor se imprimían por miles, los vendían en las plazas a grito herido los vendedores ambulantes y, cuando las cosas se pusieron difíciles, se comerciaban incluso en el mercado negro. Y no era exclusivamente su crítica corrosiva de las instituciones lo que atraía a tantos lectores, como podríamos pensarlo ahora con la distancia del tiempo. La mayoría de sus contemporáneos veía en él un autor solamente cómico. Inclusive Montaigne lo incluyó en una lista de buenos autores para para reír y pasar el rato, pero sin ningún trasfondo.

Los nuevos usos de la lectura unidos a la invención de la imprenta impulsaron el desarrollo de los formatos más variados: Biblias monumentales utilizadas durante los oficios, Biblias de bolsillo, libros de horas, textos jurídicos, tratados de medicina, compendios de poesía, novelas de caballería, libros libertinos, panfletos subversivos… Y todo ello con un público creciente, ávido de lecturas.

Ahora bien, con la generalización del uso de la imprenta, el libro entró en una era de industrialización y de producción en masa. Este detalle tiene una importancia capital porque dejó de ser un objeto único, fruto del arduo trabajo irrepetible de un artesano, como un cuadro o una escultura, para convertirse en algo que se puede reproducir, es decir en algo trivial. Se convirtió en mercancía. Al carácter solemne y sagrado de una Biblia transcrita a mano durante la inspiración divina se contrapone un objeto que se vende en las vitrinas, perfectamente intercambiable por otro. Como un dios empacado, con precio y desechable. Por eso, y aunque se queje Enrique Santos Discépolo en su canción “Cambalache”, es perfectamente normal encontrar un ejemplar del libro sagrado al lado de artículos para el hogar y otras baratijas.

La democratización y la comercialización implican no solo la desacralización de la Biblia sino, sobre todo, la profanación de la lectura, en el sentido etimológico del término. Es decir, en el de sacar del templo, pro – fanum, en el de ponerla delante de él, para que sea utilizada por todo el mundo y de todas las maneras posibles.

Lecturas periódicas

Pero al salir del espacio sagrado, los libros y la lectura pudieron alcanzar un público más amplio y, de paso, influir en la vida política. La reforma protestante quizá no hubiera sido posible sin la existencia de la imprenta y hubiera sido acribillada ab ovo, como tantas otras. La politización de la lectura, es decir su utilización con fines políticos, no es más que la otra cara de su banalización.

En el siglo XIX tiene lugar otra gran innovación. Durante la revolución industrial se construyeron prensas y molinos que funcionaban con vapor y que permitían disminuir los costos y alcanzar tiradas más numerosas.

Pensada para informar a las gentes sobre asuntos de interés general, la prensa tuvo una honda huella en los libros y en la manera de hacer literatura. Debido a que se dirige a un público menos culto que los libros, debía desarrollarse una manera más simple de leer. Para ello se crearon nuevos caracteres, nuevas letras que se despojaron de adornos, de serifas y remates que, aunque se ven muy bonitos, dificultan la lectura.

Por otro lado, la novela decimonónica sería difícilmente concebible sin la influencia de los métodos de investigación del periodismo. La mayoría de los grandes escritores de la época participaron activamente en la prensa, como Emile Zola, en la que veían un medio para defender ideas. Algunos otros, no menos importantes, con vistas a alcanzar un público más numeroso y a aumentar sus ingresos, publicaron sus novelas divididas en episodios, de manera periódica, como las series y las telenovelas actuales. Es el caso de Balzac, de Dumas, de Conan Doyle, de Dickens, de Melville, por no nombrar sino a los más conocidos. La serialización de la literatura se utiliza aún en el siglo XX. Relato de un náufrago de García Márquez que se publicó en forma de libro en los años setenta era, en principio, una crónica serializada que apareció durante catorce días consecutivos en El Espectador quince años antes.

Epílogo

A partir de los noventa, se produce sin embargo un paso quizás igual de importante al dado por Gutenberg en el siglo XVI. Los desarrolladores informáticos aplican a la edición los métodos de codificación digital basados en secuencias numéricas. Como resultado de ello, los libros pueden ahora ser desmaterializados, copiados en cuestión de segundos de un ordenador a otro, pirateados, adulterados con facilidad, pero también almacenados en proporciones inimaginables y llevados a lugares y a personas que antes no tenían ninguna posibilidad de acceder a ellos. ¿Supondrá esto la muerte del libro? No tengo idea. Querría pensar que no. O, por lo menos no, mientras haya gente desocupada en este mundo.


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