MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 254 NOVIEMBRE DEL AÑO 2019 ISNN 0124-4388 elpulso@sanvicentefundacion.com icono facebook icono twitter

Semiología de la angustia

Por: Julián H. Ramírez Urrea, MD, MSc; Médico internista, Hospital San Vicente Fundación. Jefe del Departamento de Medicina Interna, Universidad de Antioquia.
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Se escriben largos textos y abundan las exposiciones magistrales de los grandes maestros describiendo las características clínicas de los pacientes y sus órganos perturbados. Hemos sido entrenados para detectar desde el principio hasta el fin del acto médico, las poses y distintas expresiones de las enfermedades con su propio carácter, como si cada una de ellas tuviera un papel y unos libretos específicos a los cuales ceñirse.

Fuimos adquiriendo la destreza de preguntar y documentar sistemáticamente inicio, evolución y asociación de síntomas del enfermo con diversas condiciones y circunstancias. Supimos las distintas maniobras de exploración física para detectar de forma perfectible qué órganos están alterados en las tímidas cavidades del cuerpo humano; inferimos y explicamos las posibles perturbaciones que dan cuenta de esas dolencias al escuchar atentamente el corazón y los pulmones con un fonendoscopio - dispositivo centenario y que algunos expertos aseguran que está próximo a extinguirse a manos de la tecnología... no oiremos más a aquella sutil locomotora palpitante ni el paso del aire por el follaje interno del tórax que es la respiración, sino que veremos las turbulencias de la sangre y el aire en unas pequeñas pantallas portátiles - ¿para qué servirá entonces el oído en medicina?

Sí. ¡Qué tanto sabemos de la semiología física pero qué poco sabemos identificar a una persona con angustia! Somos tan ignorantes del sufrimiento humano que incluso confundimos esta condición con el ramillete variopinto de sentimientos como la agresividad y la apatía. Rotulamos a tales pacientes y familias como demandantes y hasta algunos con naturalidad los clasifican bajo el rótulo de “clientes con comportamiento difícil”.

Observe el rostro. Mire las líneas de tensión surgidas en la frente, los ojos muy abiertos como si quisieran atrapar la luz para entender más allá de la nebulosa mental en las antípodas de la sensatez. La piel podría cambiar de color: a veces azulada por la falta de aire, o intensamente roja por la congestión sanguínea que sigue al tumulto de pensamientos, o blanca como quien recibe una mala noticia. Las cejas se arquearán hacia arriba o se fruncirán bajo el cobijo de una percepción en la que todo es amenazante. El brillo de los ojos suele intensificarse en busca de la esperanza que ni el mismo individuo tiene. La boca se seca por la distancia recorrida por el tiempo de dolor sin sosiego. Las palabras pueden afluir a borbones, de forma explosiva, cual si de una hemorragia se tratara. Las manos pueden moverse a mayor velocidad y las muñecas se sacuden en una danza arrítmica y frenética, ritual de búsqueda de paz.

Cuando ella entró a mi consultorio exhibió muchos de los signos anteriores y además mencionó cómo había ido donde varios colegas que afirmaban que no encontraban ningún problema de salud. Insistía en su malestar y aseguraba tener algo que no entendía. Decía que estabámos errados, pues no veíamos la raíz del mal. De su posición quejumbrosa pasó a una franca postura ofensiva exigiendo que resolviera su problema de forma inmediata.

Ya he pasado por esto. Incluso he cruzado la línea de fuego refugiándome en la inocente seguridad física que me brinda mi escritorio, la límpida imagen de mi bata blanca y larga que me cubre como un pretencioso y distinguido gabán de detective secreto y las necias y mesiánicas pretensiones de resolverlo todo con mi cada vez más pequeño conocimiento de las personas y de las cosas. Pero en esta ocasión y desde la última época, renunciando a la ilusiones de la escenografía, el vestuario y el libreto del teatro que a veces es la medicina, lancé la pregunta no aprendida pero razonada tomando como referencia la semiología de su rostro: - ¿está usted angustiada?

Rompió en llanto. Y a partir de ese momento su tensión se aflojó e inició el camino hacia la conciencia de su verdadero problema: su sufrimiento no identificado y no asumido; el dolor en ocasiones invisible a los ojos y mutado en amplia gama de expresiones que no se parecen en nada a lo aprendido en la escuela de medicina.


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