MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 263 AGOSTO DEL AÑO 2020 ISNN 0124-4388 elpulso@sanvicentefundacion.com icono facebook icono twitter

Después del diluvio

Por: Damián Rúa Valencia. Magister en Literatura Francesa comparada Universidad de Estrasburgo – Francia
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Con la llegada del siglo XX (¡y ni qué decir del XXI!) el gusto de los artistas y el del público tomaron caminos diferentes, la mayoría de las veces irreconciliables. Lejos quedaron esos semidioses de Beethoven, Verdi, Zola, Víctor Hugo ensalzados al unísono por la crítica y por el clamor popular. Esa comunión edénica, que se tambaleaba ya a principios de 1900, se despedazó definitivamente durante las dos guerras. La fe en la razón y el progreso cedió su lugar a la desconfianza y a la relativización de los valores de Occidente.

En el arte, tal desconfianza se tradujo en la multiplicación de lenguajes, en la búsqueda de nuevos modos de expresión que substituyeran las viejas formas que habían favorecido los horrores y el exterminio. De ahí el divagar de los artistas por diferentes estilos que van destruyendo, o complejizando, los modelos del pasado. En música, la erosión de la tonalidad y la creación del serialismo; en literatura, la crítica del narrador omnisciente y del imperativo de verosimilitud; en teatro, la puesta en entredicho de los límites de la escena y de la acción dramática. De ahí también la incomprensión del público ante muchas de las obras.

Yo tengo un amigo (aunque no creo ser el único en tan buena compañía) que me ha explicado por qué los cuadros de Picasso no valen más que los dibujos de un niño de preescolar, a lo que agrega que él, con un lápiz y un pedazo de papel, podría llegar a mejores resultados. Otro amigo me dijo que las obras de Egard Varèse o de Pierre Boulez no son sino puro ruido y que eso podría hacerlo cualquiera con un cucharón y una olla. Es posible. Uno puede estar rodeado de genios sin ni siquiera darse cuenta.

¿A qué viene todo esto? En marzo de este año, durante el confinamiento por el Covid-19 y no por causa de él, murió uno de los grandes representantes de la vanguardia musical del siglo XX: Krzysztof Penderecki.

El músico, que había nacido en 1933 en Dębica (Polonia), gozaba del raro mérito de conquistar tanto al público como a la crítica. Mérito aún más raro, si se piensa que se trata de un compositor complejo, atonal la mayor parte del tiempo, en cuyas obras resuenan las experiencias del serialismo, los experimentos sobre el sonido y el timbre y las búsquedas formales con instrumentos de cuerda. Dicho de manera prosaica, su música podría parecer puro y simple ruido. Sin embargo, logra cautivar incluso a personas ajenas al mundo musical.

El joven Penderecki saltó a la fama en los años sesenta con una obra monumental para 52 instrumentos de cuerda, que llevaba un nombre bastante abstracto, en referencia a John Cage: 8’37. Parece que el carácter esotérico del título, unido a las singularidades de la partitura, que deja por momentos la notación tradicional de la música y recurre a esquemas complejos, llevaron al servicio de inteligencia polonés a buscar en ella un mensaje codificado. Es entonces cuando decidió optar por un título más concreto anclado en un evento doloroso. El Treno a las víctimas de Hiroshima es ya una obra clásica y uno de los ejemplos radicales del uso de clústeres (conjunto de notas ejecutadas al mismo tiempo sin formar necesariamente acordes definidos) que, por su crudeza y expresividad, dudo que puedan dejar a alguien indiferente.

En las obras siguientes (Cuarteto para cuerdas No. 1, Polymorphia, Canon) el autor reafirma su manera particular de tratar las cuerdas, cuyos sonidos, al no moverse por escalas sino por medio de glissandi, terminan por anular las notas y resaltar el timbre.

A partir de ahí, todos los honores: reconocimiento por la Unesco, encargos de la ONU, doctorados honoris causa, fotos con personalidades políticas, como su compatriota Karol Wojtyła, colaboración con grandes intérpretes como Anne-Sophie Mutter, Mstislav Rostropovitch y Jean-Pierre Rampal, y reafirmación como uno de los modelos de la vanguardia. Su música aparece, además, en películas de éxito comercial tan diferentes como El exorcista de William Friedkin, El resplandor de Stanley Kubrick o Shutter Island de Martin Scorsese.

Si durante el período experimental, Penderecki se alineaba aparentemente con los desarrollos contemporáneos de la música, la búsqueda formalista en reacción contra las imposiciones del realismo socialista que conocieron los países bajo la dominación soviética, a partir del Stabat mater (1962) y la Pasión según San Lucas (1965-66), dio un primer vuelco, quizá natural en un autor católico como él, hacia la tradición litúrgica y a la inspiración religiosa. Los efectos de las cuerdas se mantuvieron, así como el recurso de los clústeres, pero sostenidos ahora, por lo menos por momentos, por la tonalidad y por acordes que uno puede reconocer, por ejemplo, al final de varios de los movimientos de la Pasión.

En El laberinto del tiempo, libro que recoge conferencias, entrevistas y textos de sus obras, el autor recuerda que el arte y el espíritu de todo creador están marcados por dos movimientos representados por la Ilíada y la Odisea. El primero de combate juvenil y el segundo de nostalgia y de retorno.

Pero todos sabemos que el retorno de Ulises no es algo sencillo y que, luego de arribar a su isla natal, debe exterminar a los pretendientes de Penélope, lo que desatará una nueva guerra. Una vez emprendido el viaje, no se puede volver atrás ingenuamente. No se puede volver a componer como Chopin, a pintar como Da Vinci o escribir como Cervantes, como pretenden algunos.

Pero tampoco se puede hacer arte, y es lo que parece indicar Penderecki, sin comunicación con el pasado. Aficionado a la botánica, pone como ejemplo el árbol que “debe estar arraigado en la tierra y en el cielo”.

Por lo demás, no se trata de un simple retorno, sino más bien de una errancia, pues a partir de trabajos posteriores como Paradise Lost (1976-78), y su vuelta a la forma sinfónica, su obra parece avanzar, no en línea recta, de manera histórica, sino en círculos, como en los tiempos míticos que niegan cualquier posibilidad de progreso.

Para él, como para Stravinski, el arte no puede ser, por esencia, revolucionario. Su objetivo está en la antípodas del de una revolución, porque no busca el caos, ni siquiera momentáneo, sino el orden. No busca la destrucción sino la construcción.

En el libro antes citado, una idea persigue al compositor, pese a las muchas contradicciones: el fin del siglo, que muchos identifican con el fin de toda posibilidad de hacer arte.

A ello responde con la síntesis. Me explico: después de los múltiples intentos por desarrollar nuevos modos de expresión, y de los a veces tortuosos experimentos del arte en el siglo XX que lo han conducido en buena medida a una aporía, se hace necesario recoger las enseñanzas y construir a partir de las ruinas. El Réquiem polaco (1980-1984), una de sus obras más admiradas, es un intento por reunir varios estilos, varios lenguajes.

De fuerte inspiración mística, es natural que el compositor tendiera a un acercamiento con la naturaleza y tuviera la voluntad de construir un arca con sus obras. De preservar, a la manera de Noé, lo más representativo para edificar después del diluvio.

Sin embargo, su Sinfonía No. 6, que compuso después de la séptima y de la octava, resuena como un llanto, un adiós sosegado.

Una imagen descrita por Kundera a propósito de Stravinski me pasa por la mente cuando la escucho: según una creencia popular, la historia de cada uno desfila ante los ojos en el momento de su muerte. ¿Pasará lo mismo con la música ahora sin Penderecki?


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