MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 269 FEBRERO DEL AÑO 2021 ISNN 0124-4388 elpulso@sanvicentefundacion.com icono facebook icono twitter

Contra viento y marea

Por: Damián Rúa Valencia. Magister en Literatura Francesa comparada Universidad de Estrasburgo – Francia

El nefasto 2020 que casi nos precipita en una guerra sin retorno, que volvió a los ricos más ricos, a los pobres, más pobres, nos desbarató las ilusiones a más de uno, y nos tiene en vilo esperando a que pase el temblor para recoger los escombros, ese mismo año nos dejó sin embargo una pequeña alegría, que para mí, y creo no ser el único en pensarlo, es una muy grande: la celebración del natalicio de Ludwig van Beethoven.

Parece mentira que, a 250 años de su nacimiento en Bonn, su música y presencia nos sigan conmoviendo tanto. Recuerdo una tarde de invierno en el cementerio de Viena: un cortejo discreto de personas de todos los colores se acercaba a la tumba del Maestro, bajo un cielo de ceniza, para hacerle una última reverencia, como si acabara de fallecer. Todos estábamos ahí con la esperanza de acercarnos un poco más a él. Una asiática que llevaba un violín terciado en la espalda lloraba incluso con un llanto tranquilo mientras acomodaba unas flores coloradas frente a la tumba.

Sin embargo, Beethoven dejó este mundo el 26 de marzo de 1827 durante un aguacero torrencial que amenazaba con desbaratar media Viena. Y lo hizo, según cuenta la leyenda, con el puño en alto, después de una larga convalecencia durante la cual no dejó de componer.

Así fue siempre. Toda su vida fue una lucha constante contra las adversidades. Había nacido en el seno de una familia modesta, hijo de un cantante de la corte que planeaba hacer fortuna con el talento del pequeño, como había hecho Leopoldo con Mozart, y de una madre paciente y amorosa, aunque con tendencias depresivas. Beethoven dejó rápidamente la escuela para consagrarse de lleno a la música y, a diferencia de los otros niños, se pasaba las tardes encerrado repitiendo los ejercicios de piano que le imponía su padre.

Su destino de niño madurado a la brava no le dejaría más que penas. Una sola gira de conciertos en la que fue acogido con frialdad por el público, un padre violento cuyo alcoholismo terminó por incapacitarlo para mantener a la familia y, peor aún, la muerte de su madre, cuando él tenía 17 años.

En uno de sus diarios de la época escribió: “Era para mí una madre tan buena y amable, era mi mejor amiga. ¡Quién pudiera decirse más dichoso que yo si tan sólo pudiera pronunciar el tierno nombre de madre y que ella pudiera escucharlo! ¿A quién pudiera decirlo ahora? ¿A sus imágenes que se le asemejan y que me sugiere mi imaginación?”

Quienes lo conocieron cuentan que Beethoven recordaba esos primeros años con el cariño de la nostalgia. Hablaba con ternura de su madre y evitaba mencionar a su padre, al mismo tiempo que desmentía los rumores de que hubiera sido maltratado de pequeño.

Durante esa misma época, sin embargo, Beethoven tuvo la fortuna de estar rodeado de personas que lo querían y lo apoyaban, en especial la familia von Breuning. Fueron ellos los que se encargaron de la educación, no solo musical, del joven Ludwig. Le conseguían mecenas y maestros, al mismo tiempo que lo acercaban a las ideas de la revolución. Desde ese entonces tuvo la convicción irremediable de que para alcanzar la libertad había que derrocar a los tiranos. Por ello, toda su música estuvo siempre marcada por una dimensión extra musical, por algo más visceral originado en la propia experiencia y las fantasías de Beethoven.

Joseph Haydn, su primer maestro en Viena, vio claramente el prodigio que tenía delante y le dijo de manera profética: “Tiene usted una fuente inagotable de inspiración, usted tendrá ideas que nadie ha tenido antes, no sacrificará nunca un pensamiento a una regla tiránica, pero sacrificará las reglas a su fantasía; pues usted me parece un hombre con varias cabezas, varios corazones, varias almas”.

En realidad, Beethoven unía el arte al honor y al ideal. Quería convertirse en un “gran hombre”, expresión que hoy puede parecernos un poco añeja. Exigía del artista la nobleza de corazón y la sinceridad de sentimientos. Es decir, una cierta libertad de creación en relación con las modas y con la aristocracia. Aunque parezca contradictorio, su música se valía de elementos externos a ella para afirmar con más ímpeto su independencia.

Aunque tuvo protectores a lo largo de toda su vida, como Razumovsky o el príncipe Lichnovsky, era celoso de su independencia artística. Justamente con este último protagonizó un episodio famoso que el tiempo ha terminado por asociar irremediablemente a la intransigencia de Beethoven: durante una visita a un castillo, por entonces en manos de las fuerzas francesas, el príncipe le pidió que tocara algo en el piano para divertir a las tropas. Ofendido en lo más profundo, salió de la habitación e hizo tronar tan fuerte la puerta que el ruido del acto de valentía sacudió toda la ciudad.

Días después le escribió: “Príncipe: usted es lo que es por el azar del nacimiento. Yo soy lo que soy por mí mismo. Príncipes hay y habrá mil más. Pero no hay sino un Beethoven”.

Un gesto heroico que lo podía poner en apuros financieros en una época en que ya estaba sordo y no podía ganarse la vida como intérprete.

Pero peores cosas había padecido. Tres años antes, con sus esperanzas rotas y al borde del suicidio, había redactado lo que hoy se conoce como el testamento de Heiligenstadt. “¡Oh, hombres que me juzgan hostil, testarudo o misántropo! ¡Cuán equivocados están!”, escribía y explicaba el sufrimiento de su vida aislada, al abrigo de las indiscreciones: “cuán duramente fui forzado a reconocer la entonces doblemente realidad de mi sordera, y aun entonces, era imposible para mí, decirles a los hombres: ¡hablen más fuerte! ¡griten!, porque estoy sordo”.

Para fortuna suya (y nuestra), poco tiempo después se hallaba con energías renovadas y con la férrea voluntad de “desafiar el destino”. A partir de ese momento, su vida dio un giro quizá desesperado, pero que lo hizo ir a lo esencial: la experiencia humana, que él sabía contradictoria y sufrida.

La alternancia de movimientos lentos y dolorosos (como la Cavatina, que Beethoven compuso entre lágrimas) y músicas alegres y juguetonas dan buena cuenta de esa naturaleza doble que subyace a la vida y que nadie podría reducir a una sola.

Ya de “viejo” escribió a Maria von Erdödy, amiga y confidente que algunos ven como la misteriosa “Amada inmortal”:

“Nosotros, seres limitados con espíritu infinito, nacimos sólo para la dicha y para el sufrimiento. Y se podría decir que los más eminentes logran hacerse con la dicha a través del sufrimiento”.

Son esas ansias de vivir y de luchar las que aparecen en la mayor parte de sus obras y que nos tocan en lo más profundo como agujas delicadas. Tanto la Quinta como la famosa Novena sinfonía son una batalla encarnizada contra el destino que surge como una célula rítmica, quizá en relación con los golpes que retumbaban en su oído, y que se va deshaciendo hasta dar paso a la alegría. En el concierto para piano N. 5, conocido como “El emperador”, la esperanza se tiñe de ensoñación, tanto que la música parece flotar un momento lejos de la tristeza, antes de volver a caer en la euforia.

Es justamente ese conocimiento del alma humana, esa armonía que une los extremos, lo que hace que su música llegue hasta las fibras más sensibles y se quede engarzada en el corazón.

Con ocasión de los 250 años, el pianista Daniel Baremboim dijo que Beethoven no era “un ser humano, sino un universo humano”, cuyas obras desmenuzaban todos nuestros anhelos, nuestras tristezas y nuestras dichas. Sin él, la música no sería la misma hoy en día. Era un alma grande que había pasado, como un ciclón, por el arte.

Yo recuerdo que, de pequeño, mi madre me ponía las sonatas para piano y los cuartetos para cuerda, sin darme mayores explicaciones, con la esperanza de que fermentaran en mí la sensibilidad y el gusto por la bella música. Lo que no sospechaba era que, al hacerlo, iba a crearme una adicción que, como cualquier otra, se ha vuelto un refugio en los momentos difíciles.

Por eso no dejo pasar ninguna ocasión, como ese día frente a su tumba, o ahora escribiendo estas líneas, para agradecerle por darnos tanta alegría. Esa alegría que a él le fue tan esquiva.

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