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Al igual que los nomos, los duendes, los unicornios y las sirenas, los dragones son criaturas que acompañan nuestro imaginario, por más racionales que seamos. Tanto que, cada cierto tiempo, se descubren esqueletos falsos de estos reptiles de ensueño, con la esperanza quizá de ponerle un poco de fantasía a nuestra realidad.
El éxito de series como Games of thrones o de películas como Cómo entrenar a tu dragón muestran no sólo la popularidad de estas criaturas en la cultura pop, sino también su extraña naturaleza. Porque, a decir verdad, ¿qué es un dragón? Todos lo sabemos, o creemos saberlo al imaginarlos como enormes creaturas reptilianas, capaces de elevarse por los cielos gracias a unas alas de murciélago, de devorarse un caballo en dos mordiscos y de escupir un fuego terrible.
Sin embargo, la sola mención de esas dos obras populares muestra que su naturaleza es más bien ambigua. En la serie, los dragones, aunque aliados, son peligrosos e indomables, símbolo de un pasado sangriento y cuya aparición abre un espacio de fantasía en la vida (no tan normal) de los personajes. En la película, en cambio, son criaturas tiernas, amigas de los niños y de rasgos pacíficos.
Según la medievalista Corinne Pierreville, esa dualidad es la herencia y, en cierto modo también, el empobrecimiento, de una representación más compleja que tiene origen en la Antigüedad y que se desarrolla con una fuerza particular en la Edad media.
La palabra que utilizamos hoy en día viene del griego drakon (δράκων) derivada del verbo derkomai (δέρκομαι), que significa “ver”, “mirar”. Una referencia directa a los ojos de la criatura, a la que, originalmente, se le asociaba la facultad de hipnotizar a sus adversarios.
Sin embargo, los griegos llamaban dragón a realidades dispares y mucho más concretas. Así, la palabra drakon podía ser sinónimo de ophis, es decir serpiente. Son dragones, o serpientes, la criatura llamada Pitón y vencida por Apolo en Delfos, la Hidra de Lerna, el monstruo marino que debe derrotar Perseo para salvar a Andrómaca, la bestia que cuida la fuente al pie de la futura ciudad de Tebas y la que combate Jasón para recuperar el vellocino de oro.
En la Biblia hebrea, que está llena criaturas fantásticas, también aparece un monstruo que los traductores griegos de la Septuaginta asimilaron al dragón: el tannin, que podía ser diferentes fieras, una serpiente y hasta un chacal.
Durante la Edad media, las cosas se complican aún más. Aunque el término dragón es mas bien escaso, las mismas características de éste se asocian indiferentemente a la palabra serpiente y a otras variantes de la criatura como lo son la Tarasca o el guivre, que es nada más y nada menos que un dragón hembra, una dragona.
Pero si su nombre no es claro, sus características lo son aún menos. Una de las primeras personas en mencionar al dragón es Plinio el viejo en su Historia natural, en la que aparece como una bestia capaz de asfixiar a un elefante. Aunque no aparece descrito en detalle, se sobreentiende que se trata de una criatura de fuerza descomunal y de buen tamaño. Una descripción parecida se encuentra en las Etimologías de Isidoro de Sevilla. Nada más alejado de nuestra representación actual. Sin embargo, agrega un detalle: los dragones viven en un espacio geográfico alejado, en los confines del mundo medieval, en Etiopia y la India, sinónimos de calor. Según esa tradición, los dragones están ya emparentados a la tierra, porque viven en las cavernas, al aire, dada su capacidad de elevarse por los cielos, y al calor, pues viven en regiones cálidas.
En la Biblia, aparecen también bajo el nombre de serpientes, dragones feroces, con varias cabezas. No hay sino que pensar en la bestia del Apocalipsis que posee “siete cabezas como siete montañas” que representan a siete reyes y “diez cuernos” que son los reyes “que aún no han reinado”.
Ya en el siglo XII, los dragones pasan de ser simples serpientes para volverse animales abigarrados, híbridos de varias especies existentes. Según las representaciones, pueden tener cola de reptil o de pez, estar recubiertos de escamas o, por el contrario, de pelos o de plumas.
El dragón es, en suma, el monstruo por excelencia. Es decir, una aberración de la naturaleza, mezcla de varios animales y, a veces hasta con características humanas. Por ello, además, encarnan los miedos del hombre.
En la Biblia, el dragón aparece particularmente representado en las visiones proféticas, como la de Isaías, los Salmos, y, sobre todo, en el Apocalipsis en el cual se le asocia directamente con satanás. Así, en el famoso pasaje del capítulo XII, dice Juan:
“Miguel y sus ángeles combatieron al Dragón. Y el Dragón respondió, apoyado por sus ángeles, pero fueron derrotados y expulsados del cielo. Al enorme Dragon, la serpiente antigua o satanás, como quiera llamársele, el seductor del mundo, lo lanzaron a la tierra junto con sus ángeles.”
En el pensamiento religioso cristiano, el dragón representa sobre todo el mal, vencido por las fuerzas divinas del cielo. Por eso, es un motivo recurrente en las hagiografías de la época. La leyenda dorada, verdadero best seller medieval que relata la vida los santos, da el ejemplo de San Michel, de San Jorge (patrón de Inglaterra, Rusia, Portugal, Georgia, etc.), de Santa Marta y de Santa Margarita que, después de haber sido encerrada en una torre y devorada por un dragón, logra liberarse quebrándole la espina desde adentro.
Los dragones tienen además un sentido escatológico que simboliza la victoria del cristianismo contra el paganismo circundante. Es ése el sentido de la leyenda de San Jorge según la cual, luego de vencer al dragón que asolaba la ciudad, el vencedor le pide a la multitud que alabe a dios.
Una simbología se desprende de la anterior, pero se traslada a un plano profano: la de la lucha entre el bien y el mal y la del autoconocimiento. En la novela Yvain, el caballero del león, escrita por Chrétien de Troyes en el siglo XII, el héroe se enfrenta a una serpiente venenosa que escupe fuego y está a punto de devorar a un pobre león. A Yvain sólo lo motiva el deseo de combatir el mal y de recobrar el amor de su esposa. Luego de salvar al León, Iván encontrará el sentido profundo de su errancia y verá en sus actos la única forma de encontrar su identidad.
Si hay algo que comparten las diferentes simbologías asociadas al dragón esto es su relación con la naturaleza. Así, tanto la lucha contra la Hydra, la bestia abatida por San Jorge y la serpiente de Yvain representan las fuerzas destructivas del mundo. La naturaleza salvaje e indómita. La victoria del héroe tiene entonces un sentido civilizador. El combate entre los dos simboliza la lucha contra el caos original, los instintos y la muerte.
Sin embargo, el dragón es también símbolo de poder y fecundidad, como lo muestra la utilización de su imagen en los escudos medievales y en los estandartes utilizados en las cruzadas. Según cuenta el escritor latino Marcelino, Constantino llegó a Roma a la cabeza de sus tropas, llevando los dragones grabados en sus banderas.
Por otro lado, la unión entre las fuerzas de la naturaleza y los instintos aparecen en la leyenda del hada Melusina, que se transforma en serpiente después de que su marido descubre su verdadera naturaleza al verla desnuda en el baño. Dice Jean d’Arras:
“Vio a Melusina en la bañera: hasta el ombligo tenía la apariencia de una mujer que peinara sus cabellos, pero toda la parte inferior de su cuerpo, abajo del ombligo, tenía la forma de una cola de serpiente.”
La idea de la mujer como ser híbrido cuya parte inferior es a la vez repugnante y atrayente no es extraña al pensamiento cristiano. Según Corinne Pierrville, “el dragón está asociado de esta manera a la sexualidad, y constituye un ejemplo emblemático de las angustias del hombre frente a la sexualidad.”
Ello aparece corroborado por otra novela medieval que erotiza aún más la figura de la dragona, cosa que puede parecernos medio extravagante hoy en día. Una escena de El bello desconocido, Renaut de Beaujeu, narra el encuentro entre el héroe, que no recuerda ni su nombre ni su ascendencia, y una criatura mitad mujer, mitad reptil. Esta sale de un armario y despide “una claridad semejante a la de un cirio prendido”. El autor la describe con grandes pechos, ojos brillantes, boca ígnea y de color dorado en la parte inferior. La criatura está entre fascinación y terror. El héroe recordará a partir de ese momento su nombre y su ascendencia y la dragona se transformará luego en una bella mujer. El texto no disimula la ambigüedad que supone para el caballero la figura de la mujer, imagen de su propio deseo sexual.
Ahora bien, a esta riqueza simbólica medieval se opone la doble naturaleza de los dragones evocada al principio (una violenta y otra tierna) que, en nuestro mundo racional e hiper conectado, invita a la aventura, o, en todo caso, a imaginarnos un mundo excitante que ya no existe. Con gran razón, Corinne Pierreville dice, en un interesante estudio sobre los dragones occidentales, que la figura a múltiples caras de esos animales fantásticos se ha empobrecido drásticamente en la cultura pop contemporánea, que sólo guarda de ellos una imagen estereotipada, minimizada y doméstica, más o menos como una gallina recuerda los antiguos e imponente dinosaurios.
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