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La época de la aventura

Autor
Por: Damián Rua Valencia
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Como en otras épocas la virtud, el honor y la hospitalidad, en la nuestra la aventura es un valor supremo que aún no ha sido desmantelado como los otros y que sigue conduciendo inmune nuestras vidas, soterradamente y, a veces, hasta con consecuencias poco gratas.

Eso lo han entendido muy bien los publicistas que, en vez de vendernos zapatos, carros, ropa o comida, nos proponen experiencias extraordinarias y emociones nuevas cuyo acceso está al alcance de todos. Basta con motivarse un poquito, levantarse del sofá y lanzarse. Salir de su zona de confort, como decimos ahora. Y, más importante aún, preparar su billetera. Pero qué le hace si el riesgo vale la pena.

Es difícil encontrar a alguien que renuncie voluntariamente a vivir aventuras porque son precisamente ellas las que, en buena medida, nos brindan consuelo en nuestra realidad cotidiana. ¿Cuántos de nosotros no nos consolamos del trabajo rutinario y mal pagado con la esperanza remota de un viaje a un país lejano donde habremos de dejar en una semana el sueldo de varios años? Yo, por ejemplo, anoto en mi agenda los días de vacaciones, con las posibles actividades, para levantarme la moral durante las noches de invierno. Algún cubano que había logrado escaparse de su encierro insular me decía incluso que, aunque no tuviera un peso para pagarse un viaje en su nuevo país libertario, la sola posibilidad de hacerlo algún día lo mantenía en vida durante las largas y extenuantes jornadas de inmigrante.

Además, es difícil no caer en sus garras porque las ansias de aventura son tan grandes y sus formas tan diversas que uno no sabe ni cómo definirla. María Moliner, por ejemplo, propone tres maneras: para ella, se trata de un “suceso extraordinario que le ocurre a alguien”, de una “empresa de resultado incierto” o de una “relación amorosa ocasional”. En esas tres definiciones están presentes los adjetivos que mejor la ciernen: extra-ordinaria, incierta, ocasional.

En los tres casos, se trata de un momento en el que se percibe la densidad de la vida, como diría Kundera, una situación en que la existencia parece más llena que de costumbre. Es por ello por lo que una aventura amorosa no puede prolongarse más a allá de unos cuantos encuentros, a riesgo de caer en el entramado y las complicaciones cotidianas de una relación. Es por eso, igualmente, que un viaje que se alarga por varios años no hace sino trasladar la rutina a otro lugar y nos hace añorar la tranquilidad de la casa.

El sociólogo francés David Le Breton, que dedicó un libro al tema, ve en la aventura “el encuentro del hombre y lo imprevisto, es el arrancamiento a la quietud que confronta a dimensiones inesperadas de sí mismo y del mundo”. Es decir que es una circunstancia que rompe la rutina en un punto y que tiene como finalidad el cambio. Después de ella, ni la persona ni el mundo son los mismos. El asombro se vuelve la primera cualidad en nuestra relación con el entorno.

Hay algunos en quienes el deseo es innato y pasan de aventura en aventura, como los niños cuando cambian de juego. En otros, en cambio, se manifiesta al cabo de los años, cuando el telón que cubre la realidad se desagarra y deja ver el engranaje repetitivo de la vida. En ese momento, como recuerda Rolland Barthes en su último curso en el Colegio de Francia, se abren dos posibilidades delante de uno: abrazar la aventura o hundirse en una especie de depresión, que Evagrio Póntico llamaba acedía en su primera lista de pecados capitales, y que por una extraña razón se tradujo, en español, con la inocente palabra de “pereza”.

Por otro lado, la etimología es sencilla y reveladora. Aventura viene del latín ad ventura que significa simple y llanamente lo que ha de suceder, que puede ser tanto bueno como malo. Por eso las personas de la Edad Media y la gente supersticiosa como yo le tenemos tanto miedo. Cuando las cosas van bien, uno puede preguntarse incesantemente qué va a salir mal. Y cuando todo va mal, la rueda de la fortuna no solo puede traernos el bien, como uno espera, sino también arrojarnos en una situación peor.

Los viajes, por ejemplo, tenían más bien mala fama en ese Medio Evo prudente y temeroso. El mundo desconocido estaba poblado por seres monstruosos y peligros no siempre imaginarios.

En 1295, cuando los habitantes de la republica de Venecia vieron entrar a dos viejitos acompañados de un cuarentón barbado no pudieron retener una sonrisa burlona. Ya todos los daban por muertos desde hacía tiempo y hasta su familia se había repartido la herencia. A diferencia del juicio póstumo de la Historia, nadie entendía qué diablos se habían ido a buscar tan lejos Nicolo, Maffeo y Marco Polo; qué podía valer la pena como para abandonar todo durante tanto tiempo para volver pobre, viejo y enfermo.

Quizá nuestro gusto por los periplos de largo alcance nos venga mas bien del Renacimiento. Es la época de los grandes viajes, como todos sabemos, de las conquistas y las colonias disfrazadas de descubrimientos y, sobre todo, de los relatos de viajes. Cristóbal Colón, Bernal Diaz del Castillo, Cabeza de Vaca y Jean de Léry por no nombrar sino algunos de los más conocidos, influyeron duraderamente en el imaginario europeo y ensancharon los límites del mundo conocido.

Al hacerlo, paradójicamente, redujeron sensiblemente las posibilidades de la aventura. Don Quijote es quizá la primera y más clara muestra de ello. El desilusionado Alonso Quijano, cansado de su vida banal, decide salir en busca de aventuras. Sin embargo, el mundo ha cambiado de aspecto. Ya no es una tierra indómita, en la que pulula lo desconocido, sino una sabana trivial, de lavanderas, pastores y molinos.

El siglo XX fue mas lejos. En las obras de Kafka, la única aventura posible es administrativa. Tanto Joseph K. en El proceso, como K. en el Castillo se pasan la vida en el entramado burocrático tratando de resolver sus problemas personales. Los enemigos se vuelven impersonales. Los viajes, imposibles.

En la primera novela del escritor francés Michel Houllebecq, el narrador esboza una teoría que no he podido sacarme de la cabeza desde que la leí hace unos cuantos años. Si en la Edad Media, la iglesia y sus representantes espirituales defendían la templanza, la virtud, la prudencia, es porque la vitalidad de las personas estaba en su punto más alto. Refrenar las pasiones era, según él, un deber casi de salud pública. En cambio, si hoy en día, la publicidad y los nuevos representantes espirituales nos empujan con tanto ahínco a la aventura y a las emociones fuertes, es justamente porque en nuestra época de certitudes científicas, de relativa comodidad cotidiana y de viajes confortables, ella se ha vaciado de su substancia, hasta convertirse en otra mercancía más. Se domado como un bosque que se transforma en jardín.

Con justa razón, creo yo, Le Breton dice que “la aventura es uno de los nombres modernos de la nostalgia”, de esa que trae a la memoria los castillos de arena de pequeño y la mirada ávida e infantil que tiene todo un mundo por descubrir.



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