MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 321 JUNIO DEL AÑO 2025 ISNN 0124-4388

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El puente

Autor
Por: Juan José Yath
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Estaba sentada en el bus mirando por la ventana; aún faltaban varias cuadras para llegar a mi casa. Venía de dejarle unas peras a mi mamá, que era lo único que me pedía cuando iba a la plaza. Yo normalmente regresaba caminando, pero ella casi me suplicó que cogiera el bus.

―No quiero que algo le pase, mija ―es lo que recuerdo que me dijo. Ella nunca fue muy dada a expresar esas preocupaciones cuando salía a coger el bus. Además, siempre la noté distante: me hablaba solo cuando era necesario, como a la hora de la comida o si tocaba ayudarla con el aseo de la casa.

De nuevo en el bus, justo a mi lado había un hombre con una mochila colgando que balanceaba con su brazo. Noté las fibras de hilo que la formaban, como las del saco que llevaba mi mamá. Era una chaqueta tejida a mano de color amarillo, que parecía calentarla de verdad, no como lo que se ponía últimamente, que, aunque le cubría casi hasta los dedos, notaba que sus pelos se le ponían de punta.

Al conductor lo pilló una fila de carros al pasar por una curva y tuvo que frenar de repente. Yo casi me salgo de mi asiento por el movimiento. Miré hacia la ventana: estábamos a una cuadra de uno de los puentes por los que pasaba el río. Se había formado un pequeño trancón. Pensé que, si iba a estar un buen rato ahí, podía visitar el puente. Salí del bus y me alejé sin que algún vehículo avanzara en el proceso.

El puente no era tan largo, pero por debajo pasaba el principal río del pueblo. Tenía el recuerdo de niña de caminar sobre él con mi padre, asomándome al agua para ver si había peces. Él y yo hacíamos caminatas desde que era pequeña; de hecho, siempre me sentí cómoda de ir agarrados de la mano hasta que fui adolescente. Mi papá me llevaba a pasear tantas veces que pensaba que compensaba lo que no salía con mi mamá.

Un muchacho se acercó al puente; era el que tenía la mochila que me recordaba al saco de mi mamá. Caminó hasta mí, se apoyó en las barandas y observó el cauce del río.

―Hola, usted es la primera que veo en un buen rato que se asoma por el puente ―me habló el muchacho. Lo miré a los ojos.

―Debe ser por el señor que falleció hace tres meses ―le contesté.

―¿Lo conocía? ―me preguntó.

―Sí, era mi papá.

El muchacho tuvo un leve temblor y bajó la cabeza. A mi papá lo atropelló un carro a toda velocidad mientras cruzaba la calle. El responsable siguió su camino y unas personas del barrio llamaron a una ambulancia y lo llevaron al hospital. Allá estuvo dos días, hasta que los dolores del incidente fueron demasiado, junto a los que acumuló en décadas de trabajo en el campo.

―¿Vio la placa que le hicieron? ―volvió a hablar el muchacho.

Asentí. Hablaba de una pequeña figura con forma de cruz que pusieron por la orilla del río. Se la dedicó un señor del barrio, amigo suyo. Yo a veces venía a limpiarla.

―¿Ustedes eran muy cercanos? ―me preguntó. Volví a recordar las caminatas con él.

―Sí, por eso dejé que le hicieran la placa. Le gustaba este lugar, íbamos seguido.

―¿Y su mamá?

―En casa, siempre por su lado. No tengo muchos recuerdos de salir con ella, ni siquiera para coger el bus ―le confesé; no tenía por el momento a alguien más para contarle eso.

―Bueno, yo siempre he vivido en este barrio, y a veces venía su papá a entregarle frutas que traía del campo a mi familia. Él siempre fue amigo de mi papá. Yo casi nunca le hablé, pero igual mandé a que le hicieran la placa.

Me acordé de que llevaba más de dos semanas sin revisarla. De pronto salió mucha grama a los lados.

―Me alegra mucho el gesto. Justo ahora voy a bajar para limpiarla ―le mencioné.

―No hace falta, alguien vino estos días para quitarle la maleza ―aclaró―. ¿Sabe? Él siempre iba acompañado de una mujer. Era de poco hablar, pero a veces se sentaba a enseñarme a mí y a mis hermanos a pelar las frutas. Era bastante seria y se le notaba el agobio si lo hacíamos mal, pero cuando aprendimos, sacó por primera vez una leve sonrisa.

Esa mujer es la misma que limpió la placa.

―Creo que conozco a esa mujer ―sí, estaba segura―, pero nunca me dijo que venía por acá. Supongo que eso también le faltó decirme. Tampoco era muy de hablar, ni siquiera con mi papá.

―Tal vez se está tratando de compensar algo.

Pensé en el accidente. Cuando estaba en el hospital, mi papá nos pedía peras; decía que le ayudaban con el dolor. Yo no podía irme del hospital. Mi mamá tardó una hora en revisar mis mensajes para que comprara las frutas; a ella nunca le gustaron las peras. Cuando llegó, un poco por obligación, mi papá ya había fallecido.

Otro bus pasó cerca de nosotros; supongo que no sabía que el puente estaba de luto. No estaba muy lejos de mi casa, pero igual me subí en él. Me despedí del muchacho dándole una pera que me quedaba. Ya dentro, le escribí a mi mamá. De nuevo se tardó en responder, aunque ya no tanto. Me preguntó si había llegado a la casa. Cuando le aclaré cuánto faltaba, solo dijo “va, avísame cuando llegues”. Solté una pequeña risa.

Me recosté en el asiento y pensé en las horas de antes. Cuando me monté al bus al dejar la casa de mamá, ella trató de sostener mi bolso para que pasara más fácil por la entrada estrecha del vehículo. Al arrancar, se me dio por voltear a verla. Se sentó en el paradero y puso su mirada en mí. El bus bajó una loma y no pude divisar el paradero, pero por primera vez en mucho tiempo me sentí segura de que ella seguiría viéndome hasta que sus ojos no pudieran más.



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