Del logos de los filósofos al fuego de la palabra
Abraham Chams Anturi, Director Unidad Funcional Materno Infantil de San Vicente Fundación. - elpulso@sanvicentefundacion.com
Para el mundo antiguo el Logos significaba: la palabra meditada, reflexionada o razonada, es decir: “razonamiento”, “argumentación”, “habla” o “discurso”. También puede ser entendido como: “inteligencia”, “pensamiento” o “sentido”.
Heráclito de Éfeso utiliza esta palabra en su teoría del ser, diciendo: “No a mí, sino habiendo escuchado al Logos, es sabio decir junto a él que todo es uno”. Tomando al logos como la gran unidad de la realidad, lo real. Heráclito pide que lo escuchemos, es decir, que esperemos que se manifieste en lugar de presionarlo. “El Ser” de Heráclito, entendido como logos, es la inteligencia que dirige, ordena y da armonía al devenir de los cambios que se producen durante la existencia misma. Se trata de una inteligencia sustancial, presente en todas las cosas. Cuando un ente pierde el sentido de su existencia se aparta del logos.
De este enfoque se puede entender también al logos como el discurso y el tratado sobre una determinada área del conocimiento, por ejemplo: antropología, geología, cirugía, entre otros, de esta forma el conocimiento filosófico se separa en física y metafísica, entrando en la división de la teoría del conocimiento, separando la esencia de la existencia, el ser del tener.
Posteriormente el cristianismo, influenciado por el judaísmo y las vertientes de los diferentes pensamientos griegos, le da un nuevo significado al logos; entre ellos Filón de Alejandría, del siglo I AC, quien lo define como “La Sabiduría” y, especialmente, “La razón inherente a Dios”. De aquí surgen dos grandes corrientes: El primero de ellos conocido como gnosticismo, en donde se privilegia todo lo concerniente al espíritu (Neuma) y se desprecia el cuerpo (Sarx). La segunda de estas corrientes es la de los cristianos apologistas del siglo II, quienes veían en el logos al Hijo de Dios encarnado en un niño recién nacido y pobre. Tertuliano, diferenciaba entre el Logos como atributo interno de Dios, y otro el logos que engendró Dios, que se tornaría en una persona. Posteriormente otros teólogos lo entenderían ontológicamente como “La razón de Dios” e inseparable de él. “Diferente de Dios pero uno con Él”.
El postmodernismo concibe al hombre como un accidente biológico, como un primate desarrollado, olvidado en un pequeño punto azul de una galaxia periférica, lo percibe como una cascada metabólica, en una evolución ciega sin sentido y sin proyecto. Nos entendemos a nosotros mismos como en medio de la noche, en medio de la nada. Una tragicomedia de un ser consciente de su finitud, encerrado en el tiempo y el espacio, sabiendo que se convertirá en “no ser“ al morir y que todo su poder, tener y conocer se introducirá en el abismo de la no existencia.
De la misma forma en que el fuego guió a los hombres, permitiendo transformar la materia, iluminar y dar calor, el logos ilumina la razón y hace arder el corazón, lleva al ser humano a la dimensión de la ética y de la estética, su dignidad reposa en su ser y no en su tener ni conocer, lo hace salir de si, lo hace construir su sentido y su destino, su proyecto, lo levanta cada mañana para trasformar su mundo y aún más allá, su más allá.
En este orden de ideas cada “Niño” y cada “Ser Humano” han sido pensados, sentidos, meditados, razonados, reflexionados y argumentados. La dignidad de cada hombre no está en el tener ni en su conocer, la dignidad de cada hombre está en que hace parte de un proyecto y de un deseo. Cada uno de ellos es un logos, inmanente y trascendente, de aquí deriva lo invaluable de “La Vida”, entendiendo la vida plena como la construcción de un proyecto de vida desde el conocimiento y la libertad, y asumida responsablemente. Esto solo se alcanza con una salud integral, en todas las esferas del “Niño” y del “Ser Humano”: Cuerpo, mente, alma, espíritu, familia y sociedad.
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