Los grandes e inestimables hechos del doctor Rabelais
Damian Rua Valencia, Magister en Literatura Francesa, Estrasburgo - Francia - elpulso@sanvicentefundacion.com
Una calurosa tarde de junio de 1537, pese a la amenaza inminente de un aguacero bíblico, una turba de médicos, estudiantes, profesores, y hasta simples curiosos se abalanzó sobre las gradas del teatro anatómico de Lyon, o de Montpellier, nunca se ha sabido el lugar exacto, para observar el prodigio de un hombre que, pese a su juventud, desentrañaba uno a uno, a golpes de escalpelo, los secretos mejor guardados del cuerpo todavía tibio de un condenado, cuyo rictus plácido traducía el placer de ser expuesto por tan ilustre personaje.
Esta escena improbable ha llegado hasta nosotros por unos versos latinos del humanista francés Étienne Dolet que se complace en poner a hablar al hombre disecado en la plaza pública, por una persona cuya sola mención despertaba las opiniones más violentas y contradictorias: Rabelais. Una escena que parece sacada de uno de los libros de este último a quien los años han cubierto con el castigo y la bendición del olvido. O, más bien, del olvido parcial porque su nombre sigue pasando de boca en boca en los discursos políticos, en las presentaciones oficiales, en los debates sobre el idioma y la cultura, en los círculos eruditos y en las aulas universitarias de una Francia que lo mira cada vez con más desdén, como un pasado remoto y algo incómodo.
¿Pero quién era este personaje y qué hacía destajando un cadáver a la vista de todo el mundo? François Rabelais es reconocido en diccionarios y manuales como un humanista francés, monje, escritor de éxito y médico del siglo XVI, al que además se le atribuyen aptitudes en derecho, astronomía, arquitectura y música, y el manejo de las lenguas latina, griega, hebrea, y española. Para hacernos una idea de su valor en el plano literario, podemos decir que Rabelais es al francés un poco lo que Cervantes al español: un fundador, un clásico al que muchos citan, pero que pocos leen, y más pocos aún los que lo leen con gusto.
Ahora bien, si su importancia en la literatura es reconocida, sus aportes como médico suscitan más problemas por el hecho de no haber escrito ningún tratado de medicina donde exponga sus métodos y sus tesis. Las referencias médicas están diseminadas a veces de manera seria, otras jocosa, a lo largo de los cinco libros que relatan las aventuras de Gargantúa y Pantagruel, dos gigantes sabios y bonachones, amantes del vino, la buena mesa y el conocimiento.
Carrera de Rabelais como médico
¿Qué llevó a este Rabelais, que antes de ser hombre de ciencia había sido monje, a emprender una carrera médica? ¡Vaya uno a saber! Rabelais es el quebradero de coco de los biógrafos, por no hablar de los académicos que año tras año aventuran las tesis más contradictorias sobre su obra y que últimamente se contentan con averiguar si era o no ateo. En ese paisaje complicado, alguna certeza se tiene, sin embargo.
Se sabe, gracias a los archivos de las universidades y de los hospitales que, después de abandonar el convento y vestirse de monje secular, Rabelais se inscribió en la universidad de Montpellier el 17 de septiembre de 1530 y que obtuvo el título de bachiller poco después, gracias a sus conocimientos librescos y, quizás, a una formación anterior. Este título, que era el primero de la carrera, le permitía tener una pequeña clientela y ejercer la medicina.
En esa misma universidad, que era la capital francesa de los estudios médicos de la época, Rabelais dará varios cursos sobre Hipócrates y Galeno, como era costumbre y requisito de los recién graduados. La diferencia estaba en que Rabelais, para sorpresa de todos, podía leer y comentar los textos en los originales griegos. Otro personaje, más famoso que el autor de Gargantúa aunque por razones diferentes, se inscribirá por esa misma época a la universidad de Montpellier: Michel de Nostredame, mejor conocido como Nostradamus. Destino muy diferente fue el de Rabelais que, siguiendo las tendencias intelectuales de los humanistas, abominaba y se burlaba de las supersticiones y las creencias populares.
Dos años después, en 1532, maître François (como lo llamaban) se hallaba en el Hôtel-Dieu de Lyon, donde entró a trabajar como médico, al mismo tiempo que colaboraba con el impresor Sébastien Gryphe en ediciones científicas. Fruto de esta colaboración fueron las reediciones de los aforismos de Galeno y las Cartas médicas de Manardi, para las que él mismo escribió un prólogo en latín. Ese año permanece en la memoria por ser el de la primera edición de Pantagruel, inicio de su saga novelesca y de los dolores de cabeza del autor que se pasará la vida tratando de no terminar en la hoguera.
A partir de ese momento la vida del médico-literato se vuelve más difusa, alternando episodios como médico personal del cardenal Du Bellay, como padre de la parroquia de Meudon e, incluso, como espía real a las órdenes de Francisco I de Francia.
Las luchas médicas de Rabelais
La medicina durante el Renacimiento era muy diferente de la que conocemos hoy en día y la posición social de los médicos, menos prestigiosa de la que gozan hoy los galenos. Aprisionada aún por las trabas religiosas del Medio Evo, la farmacopea de la época se hallaba a medio camino entre los buenos remedios de abuelita y las investigaciones de los alquimistas. La práctica sobre cadáveres era, aunque no completamente prohibida, sí muy mal vista por el gremio. Según los datos, en 1531, sólo se registran tres disecciones legales y cinco, en 1532. A esas cifras se agrega, sin embargo, la práctica peligrosa y común de las disecciones clandestinas. En cuanto a su estatus social, pese a los largos estudios y a las dificultades del oficio, los médicos tenían más bien una posición precaria y eran a menudo ridiculizados, aunque su estado era un poco más elevado que el de los cirujanos y que el de los barberos-cirujanos. Estos dos últimos oficios, de naturaleza enteramente empírica, eran ejercidos a veces por personas casi iletradas y como tal, considerados por los médicos como una vertiente degenerada que nada tenía que ver con la ciencia.
Es en este contexto provocador que hay que situar la disección del doctor Rabelais quien buscaba así conciliar teoría y práctica. No sólo desafiando a los poderes eclesiásticos, sino también al de un sector medical al que él critica por aferrarse a ideas tenebrosas de los pasados siglos bárbaros. No hay que olvidar que también por esa misma época, el anatomista belga André Vésale, en su famoso tratado De humani corporis fabrica, se alzaba contra el divorcio entre medicina y cirugía, que había conducido a que esta última cayera en manos de barberos y charlatanes que utilizaban la misma cuchilla para rasurar y para abrir, digamos, un absceso.
El Renacimiento fue una época de transición y, como tal, llena de amargas contradicciones de las que los humanistas se dieron cuenta quizá demasiado tarde. Los avances científicos y el interés renovado por la naturaleza se vieron acompañados por las guerras religiosas y políticas de Francia, España e Inglaterra. El siglo vio surgir igualmente los avances quirúrgicos de Ambroise Paré y sus métodos de curación de heridas con armas de fuego, así como los remedios más estrafalarios para contrarrestar males cotidianos: la infusión de hormigas voladoras para curar la frigidez de las mujeres, la sal de lagartija contra la impotencia masculina. Contra la sífilis, masajes con azogue y grasa de puerco y sahumerios de cinabrio.
Rabelais, que debía darse cuenta de la rudeza y de la insuficiencia de estos métodos, dedica sus primeros libros al consuelo de los Verolez tresprecieux (personas con sífilis) para quienes la lectura de las historias descabelladas de los gigantes resulta ser el único descanso. La medicina aparece, como en este caso, un poco ridiculizada en su obra, pero también exaltada y celebrada en las descripciones muy precisas de la anatomía humana, en la representación de las funciones naturales y, de manera más general, en su visión totalizadora del hombre y el universo que pretendía establecer relaciones entre el cuerpo humano y el entorno, la ciudad, el país, y el mundo. Una idea que ahora, en tiempos fragmentarios de técnica especializada, nos puede parecer tan insólita como sus libros de bromas pantagruélicas.
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