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Cuando
era pecado"
leer
El Espectador y otras historias
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Si mal no recuerdo...
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Don
Luis Cano (1885-1950) calificado por muchos como el mejor
director que ha tenido periódico El Espectador, recordaba
los comienzos de la publicación que en 1887 fundara
su padre, Don Fidel Cano. Eran cuatro páginas de un
cuarto de pliego, que se hacían en una destartalada
casa de la Calle El Codo de Medellín, adquirida a cuotas
y con la ayuda de amigos, muy de acuerdo con la "permanente
y franciscana pobreza del periódico", según
contaba Don Gabriel, otro de los reconocidos periodistas de
la familia Cano.
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Por Luis Cano
Quiero ahora -¿quién no lo ha intentado alguna
vez?- evocar el más lejano recuerdo de mi vida, buscar
en el último repliegue de la memoria la primera impresión
todavía no olvidada... y veo en una callejuela contrahecha
de Medellín un patio mohoso, cubierto de llantén
y malva. En el enclaustrado diez o más cachivaches
viejos. Una prensa de cadena. Un muchacho embadurnado de
tinta hasta los ojos. Obreros y emboladores. En un cuarto
atestado de libros y papeles, mi padre, inclinado sobre
una mesa muy grande, corrige y escribe.
Eso era el Espectador en los primeros años, tal vez
en los primeros meses de su fundación, cuando apenas
abría yo los ojos a la vida. Tengo el vago recuerdo
de que una noche se desplomó el techo de la casa
que ocupábamos, contigua a la imprenta, y por ese
motivo la familia buscó asilo allí donde lo
han tenido siempre las ideas liberales y el ideal cristiano.
Meses o años después el ilustrísimo
señor Herrera Restrepo, entonces obispo de Medellín,
declaró pecado mortal la lectura de El Espectador.
Lo recuerdo porque lo oí a mi madre entre lágrimas.
Hay una laguna en mi memoria. Vagamente sé que dejamos
a Medellín para recluirnos en una pobre casa de campo,
porque el gobierno había prohibido la publicación
del periódico y clausurado la imprenta. Mis únicas
informaciones acerca de la política de entonces consistían
en estos cantos, de tonada doliente, con que las leñateras
entretenían sus fatigas al descender de un áspero
monte vecino:
"Murió Colombia,
Murió Colombia,
Murió Colombia la radical.
Pero ella vuelve,
Pero ella vuelve,
Pero ella vuelve a resucitar.
Y en tanto !viva Colombia,
Viva Colombia la radical!"
Desde entonces imaginaba yo una tenue relación entre
la letra y sobre todo entre la música de esos versos
bárbaros y nuestra obligada reclusión en el
campo, pero sólo mucho más tarde pude saber
con exactitud que nuestros interminables y frecuentes veraneos
eran ordenados por decretos ejecutivos desde Bogotá.
El General Uribe Uribe,
editor
Ya en el año de 1891 conocía yo los nombres
de los amigos y compañeros de mi padre, y tal vez
recuerdo haber oído declamar a alguno de ellos el
discurso del Indio Uribe, que le costó a éste
el destierro por haberlo dicho y a mi padre 18 meses de
cárcel y de confinamiento por haberlo publicado.
Un día de ese año el general Uribe Uribe le
anunció a mi madre la prisión y la causa de
ella, y como para consolarla le pidió permiso para
editar en la imprenta un nuevo periódico que desde
ese instante se llamó: "La disciplina",
y que tenía por objeto conquistar su celda en la
cárcel al lado de sus amigos. La imprenta ocupaba
la parte interior de la casa en que vivíamos, y desde
los corredores altos mirábamos todo el día
al general, que con unos pocos obreros y en mangas de camisa,
adelantaba la edición del nuevo periódico.
En las primeras horas de la tarde lo gritaban estrepitosamente
una docena de emboladores en las calles de la ciudad, y
minutos después la soldadesca invadió la casa
para recoger hasta el último número, haciendo
jurar ceremoniosamente a los obreros que no quedaba uno
solo en su poder. El General Uribe, como él lo esperaba,
fue reducido a prisión y ocupó la misma cárcel
en que estaba mi padre. Al Indio lo encerraron en el cuartel
del Batallón "La Popa, y de allí salió
para el destierro, de donde no volvió nunca.
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"Sus enemigos han probado en años
de persecución implacable pero inocua, que si
les sobran deseos, les faltan alientos para rendirnos.
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La cárcel
cultivada de flores
El alcaide de la cárcel un viejecito de apellido Suárez,
a quien algunos de los amigos de mi padre llamaba "Fidel
sin Marco", nos permitía a los hijos del General
Uribe y a nosotros pasar los domingos en ella, haciendo compañía
a los primeros. En uno de esos días llegó el
barbero, y mi padre, que nada esperaba de la clemencia de
sus enemigos, le propuso al general que se hicieran rapar
la cabeza, ya que aquello llevaba trazas de ser muy largo.
Asintió el general y en poco rato les dejó el
peluquero la cabeza limpia de pelo, como de barba la cara.
En la tarde de ese mismo día llegó la orden
de ponerlos en libertad provisional, tan inoportunamente como
si hubiera sabido el doctor Ospina Camacho la ocurrencia de
la mañana. Días después el General Uribe
fue confinado a Cartagena y mi padre a Envigado, donde completó
los 18 meses de castigo, cultivando una pequeña huerta
de legumbres y de flores.
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Existencia inverosímil
Tras este largo silencio reapareció El Espectador y,
entre amenazas, decretos oficiales, censuras religiosas y
otros contratiempos llegó el año de 1895. De
orden superior fue nuevamente llevado el director a la cárcel,
y fuera al fin de ella entró el periódico en
la quinta etapa de su existencia inverosímil, hasta
la revolución de 1899. El último número
pedía aún la paz con acento que no escucharon
los amigos y olvidaron muy pronto los adversarios.
En la tarde de ese mismo día empezó la persecución,
y en las primeras horas de la noche, acompañado de
dos de sus hijos, cabalgaba mi padre una mula enjalmada, en
traje de arriero, camino de la montaña hospitalaria
que tantas veces le ha servido de asilo generoso contra la
hostilidad de los enemigos de su política. En esos
mismos montes aromados dormía intranquilo sueño
alguna noche del año de 1896, cuando lo despertó
una carga de fusilería ordenada por nuestro actual
ministro en Washington, señor Betancourt, quien, habiendo
desesperado de arrancar a su elocuente pobreza una contribución
militar excesiva, se conformó con la inicua esperanza
de cobrar en sangre inocente lo que no alcanzara a recibir
en oro.
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DON LUIS
CANO: En su traje campestre, durante una de sus excursiones
a caballo por los montes se su hacienda Acandaima,
en las Mesitas del Colegio. (fotografía de DANIEL RODRIGUEZ,
para el DOMINICAL). |
Guerra y pobreza
El triunfo de "Las Lajas" decidió a los liberales
de Antioquia a tomar parte en la guerra, y mi padre que opinó
siempre en contra de esa aventura, se lanzó en ella
sin embargo, con diez centenares de soldados inermes, que
en breve y desgraciada campaña fueron aniquilados por
un enemigo tres veces superior en número. Su oposición
franca y constante ala guerra no moderó la implacable
persecución de que era objeto, y en realidad cuando
se puso a la cabeza de la revolución en el occidente
antioqueño no hizo sino un esfuerzo inútil pero
necesario para mejorar la precaria condición de perseguido.
Largas noches de azar y de vigilia en la montaña, abrigado
a medias por un rancho de juncos silvestres, era todo lo que
se le ofrecía en recompensa de su propaganda pacifista,
mientras los seres más caros a su alma sufrían
ya las asechanzas de la escasez, vecina de la miseria, y eran
sorprendidos casi cotidianamente en altas horas de la noche
por la soldadesca conservadora que husmeaba intranquila el
lugar de su retiro.
En la madrugada del 23 de diciembre de 1900, cuando soñaba
acaso con al noche de Navidad, la más amada entre las
de su vida, partió a galope con muy pocos de sus amigos,
burlando la severa vigilancia d ellas autoridades, y en la
ciudad de Antioquia organizó el gobierno provisional
del Estado, que se llamó después Quirimará,
y que fue una nota lírica en el estruendo de la guerra.
No la ambición, ni siquiera la esperanza de un triunfo
que parecía imposible inspiraron aquella ingenua organización
del movimiento revolucionario. Para su temperamento rígidamente
legalista, habría sido excesivo acaudillar una montonera
rebelde, y por esto aceptó con sencillez de apóstol
la designación de presidente provisorio de un Estado,
cuyos límites no iban más allá del reducido
cerco que alcanzaran a formar las escasísimas escopetas
de sus tropas. Después de un combate formal fueron
hechos prisioneros casi todos los jefes de la revolución
y conducidos a Medellín, atadas las manos a la espalda
en un largo trecho del camino.
Editar almanaques y novenas
Mientras tanto, y hasta la terminación del período
revolucionario, la imprenta de El Espectador nos servía
a mis hermanos y a mi para editar almanaques y novenas, que
vendíamos a precios irrisorios, al industrioso sacristán
de una parroquia vecina, hombre bueno y pío, que no
reparó jamás el origen sospechoso de los devocionarios
con que él ganaba indulgencias y dinero, y nosotros
dinero únicamente.
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"La imprenta de El Espectador nos
servía a mis hermanos y a mi para editar almanaques
y novenas, que vendíamos a precios irrisorios
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Una nueva época, si no exenta e contrariedades,
mucho menos precaria por lo menos, fue para el Espectador la
que medió entre los primeros días de la paz y
la iniciación del gobierno del General Reyes. Decidió
entonces mi padre ahorrar a la naciente dictadura el insignificante
contratiempo que hubiera podido causarle la suspensión
de un periódico que por muchas razones tenía que
parecerle ingrato y peligroso, y por primera vez en su vida
pudo El Espectador darse el lujo modesto de cerrar con sus propias
manos las puertas de su casa.
Mesa revuelta
Quisimos entonces nosotros aprovechar la obligada ociocidad
de la imprenta en una labor menos edificante que la de editar
devocionarios, y ensayamos la publicación de un periódico
que se llamó "Mesa revuelta" y que desde sus
primeros números fue penado con una multa superior a
las entradas mensuales. Antes de llegar a la centena fue suspendido
por orden de la gobernación, a causa de la publicación
de un suelto mucho más que inocente sobre algún
viaje de estilo que proyectaba entonces hacer a Medellín
el presidente dictador...
En 1911, cuando parecía asegurada, acaso para siempre,
la libertad de prensa, reanudó sus labores El Espectador,
con nuevos elementos materiales, con el mismo programa y con
mejores bríos. En 1915 fundó su edición
en Bogotá, y ya nada teme del porvenir porque, en realidad,
sus enemigos han probado en años de persecución
implacable pero inocua, que si les sobran deseos, les faltan
alientos para rendirnos.
Fuente: (Texto publicado en EL ESPECTADOR, en julio 30 de 1950,
con ocasión de la muerte de su autor. Apartes) |
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