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Alejandro Obregón
(Barcelona 1920, Cartagena 1992)
Foto a los 35 años, tomada por Hernán Díaz
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Tener
la razón es
aburridísimo
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El
artista visto por Gabriel García Márquez |
Siempre
descalzo, con una camiseta de algodón que en otro tiempo
debió servirle para limpiar pinceles y unos pantalones
recortados por él mismo con un cuchillo de carnicero,
y con un rigor de albañil que ya hubiera querido Dios
para sus curas.
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Hace
muchos años, un amigo le pidió a Alejandro Obregón
que lo ayudara a buscar el cuerpo del patrón de su bote
que se había ahogado al atardecer mientras pescaban sábalos
de veinte libras en la |
Ciénaga Grande. Ambos recorrieron
durante toda la noche aquel inmenso paraíso de aguas
marchitas, explorando sus recodos menos pensados con luces
de cazadores, siguiendo la deriva de los objetos flotantes
que suelen conducir a los pozos donde se quedan a dormir los
ahogados. De pronto, Obregón lo vio: estaba sumergido
hasta la coronilla, casi sentado dentro del agua, y lo único
que flotaba en la superficie eran las hebras errantes de la
cabellera. "Parecía una medusa", me dijo
Obregón. Agarró el mazo del pelo con las dos
manos, y con su fuerza descomunal de pintor de toros y tempestades
sacó al ahogado entero con los ojos abiertos, enorme,
chorreando lodo de anémonas y mantarrayas, y lo tiró
como un sábalo muerto en el fondo del bote.
Este episodio, que Obregón me vuelve a contar porque
yo se lo pido cada vez que nos emborrachamos a muerte -y que
además me dio la idea para un cuento de ahogados- es
tal vez el instante de su vida que más se parece a
su arte. Así pinta, en efecto, como pescando ahogados
en la oscuridad. Su pintura con horizontes de truenos sale
chorreando minotauros de lidia, cóndores patrióticos,
chivos arrechos, barracudas berracas. En medio de la fauna
tormentosa de su mitología personal anda una mujer
coronada de guirnaldas florentinas, la misma de siempre y
de nunca que merodea por sus cuadros con las claves cambiadas,
pues en realidad es la criatura imposible por la que este
romántico de cemento armado se quisiera morir. Porque
él es como lo somos todos los románticos, y
como hay que serlo: sin ningún pudor.
La primera vez que vi a esa mujer fue el mismo día
en que conocí a Obregón, en su taller de la
calle de San Blas en Barranquilla. Eran dos aposentos grandes
y escuetos por cuyas ventanas despernancadas subía
el fragor babilónico de la ciudad. En un rincón
distinto, entre los últimos bodegones picassianos y
las primeras águilas de su corazón, estaba ella
con sus lotos colgados, verde y triste, sosteniéndose
el alma con la mano. Obregón, que acababa de regresar
de París y andaba como atragantado por el olor de la
guayaba, era ya idéntico a este autorretrato suyo que
mira desde el muro mientras escribo, y que él trató
de matar una noche de locos con cinco tiros de grueso calibre.
Sin embargo lo que más me impresionó cuandolo
conocí no fueron esos ojos diáfanos de corsario
que hacían suspirar a los maricas del mercado, sino
sus manos grandes y bastas con las cuales lo vimos tumbar
media docena de marineros suecos en una pelea de burdel. Son
manos de castellano viejo, tierno y bárbaro a la vez,
como don Rodrigo Díaz de Vivar que cebaba sus halcones
de presa con las palomas de la mujer amada. Esas manos son
el instrumento perfecto de una vocación desaforada
que no le ha dado un instante de paz. Obregón pinta
desde antes de tener uso de razón, a toda hora, sea
donde sea, con lo que tenga a mano. Una noche, por los tiempos
del ahogado, habíamos ido a beber gordolobo en una
cantina de vaporinos todavía a medio hacer. Las mesas
estaban amontonadas en los rincones, entre sacos de cemento
y bultos de cal, y los mesones de carpintería para
hacer las puertas. Obregón estuvo un largo rato como
en el aire, trastornado por el tufo de la trementina, hasta
que se trepó en una mesa con un tarro de pintura, y
de un solo trazo maestro pintó a brocha gorda en la
pared limpia un unicornio verde. No fue fácil convencer
al propietario de que aquel brochazo único costaba
mucho más que la misma casa. Pero lo conseguimos. La
cantina sin nombre siguió llamándose El Unicornio
desde aquella noche, y fue atracción de turistas gringos
y cachacos pendejos hasta que se la llevaron al carajo los
vientos inexorables que se llevan el tiempo.
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A
veces, cuando hay amigos en casa, Obregón se mete en
la cocina. Es un gusto verlo ordenando en el mesón
las mojarras azules, los plátanos verdes de Arjona...
luego, a medida que hierve, va probando el caldo con un cucharón
de palo y va vaciándole dentro botellas de ron.
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En otra ocasión, Obregón se fracturó
las dos piernas en un accidente de tránsito, y durante
las dos semanas de hospital esculpió sus animales totémicos
en el yeso de la entablilladura con un bisturí que
le prestó la enfermera. Pero la obra maestra no fue
la suya sino la que tuvo que hacer el cirujano para quitarle
el yeso de las dos piernas esculpidas, que ahora están
en una colección particular en Nueva York. Un periodista
que lo visitó en su casa le preguntó con fastidio
qué le pasaba a su perrita de aguas que no tenía
un instante de sosiego, y Obregón le contestó:
"Es que está nerviosa porque ya sabe que la voy
a pintar". La pintó, por supuesto, como pinta
todo lo que encuentra a su paso, porque piensa que todo lo
que existe en el mundo se hizo para ser pintado. En su casa
de virrey de Cartagena de Indias, donde todo el mar Caribe
se mete por una sola ventana, uno se encuentra su vida cotidiana
y además otra vida pintada por todas partes: en las
lámparas, en la tapa de inodoro, en la luna de los
espejos, en la caja de cartón de la nevera. Muchas
cosas que en otros artistas son defectos son en él
virtudes legítimas, como el sentimentalismo, como los
símbolos, como los arrebatos líricos, como el
fervor patriótico. Hasta algunos de sus fracasos quedan
vivos, como esa cabeza de mujer que se quemó en el
horno de fundición, pero que Obregón conserva
todavía en el mejor sitio de su casa, con medio lado
carcomido y una diadema de reina en la frente. No es posible
pensar que aquel fracaso no fue querido y calculado cuando
uno descubre en ese rostro sin ojos la tristeza inconsolable
de la mujer que nunca llegó.
A veces, cuando hay amigos en casa, Obregón se mete
en la cocina. Es un gusto verlo ordenando en el mesón
las mojarras azules, la trompa de cerdo con un clavel en la
nariz, el costillar de ternera todavía con la huella
del corazón, los plátanos verdes de Arjona,
la yuca de San Jacinto, el ñame de Turbaco. Es un gusto
ver cómo prepara todo, cómo lo corta y lo distribuye
según formas y colores, y cómo lo pone a hervir
a grandes aguas con el mismo ángel con que pinta. "Es
como echar todo el paisaje dentro de la olla", dice.
Luego, a medida que hierve, va probando el caldo con un cucharón
de palo y va vaciándole dentro botellas y botellas
y botellas de ron tres esquinas, de modo que éste termina
pos sustituir en la olla el agua que se evapora. Al final,
uno comprende por qué ha habido que esperar tanto con
semejante ceremonial de Sumo Pontífice, y es que aquel
sancocho de la edad de piedra que Obregón sirve en
hojas de bijao no es asunto de cocina sino pintura para comer.
Todo lo hace así, como pinta, porque no sabe hacer
nada de otro modo. No es sólo que viva para pintar.
No: es que sólo vive cuando pinta. Siempre descalzo,
con una camiseta de algodón que en otro tiempo debió
servirle para limpiar pinceles y unos pantalones recortados
por él mismo con un cuchillo de carnicero, y con un
rigor de albañil que ya hubiera querido Dios para sus
curas.
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Máscaras, 1952
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La
dura ternura de Obregón |
Juan Gustavo
Cobo Poeta y ensayista
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La historia comienza
el 4 de junio de 1920, cuando Alejandro Obregón rosés,
pintor, muralista, escultor y grabador, nació en Barcelona,
España. Su padre, Don Pedro Obregón, caballero
de los que ya no se usan, fue de los que trajo la luz eléctrica
a Barranquilla y construyó, además, el Hotel
del Prado. El mismo hotel donde Obregón pintó,
allá por los años 40, uno de sus primeros murales,
que pagaba una crecida deuda a los maestros mexicanos de entonces
-Orozco, Rivera, Siqueiros- con campesinos hieráticos
y símbolos de redención socialista. El avance
de la técnica -fue necesario instalar un equipo estadounidense
de aire acondicionado- obligó a bajar el techo, y este
primer manifiesto -plástico- comprometido desapareció,
piadosamente.
Obregón no parece afectado
por esta pérdida, pero lo que sí recuerda es
cómo su padre -el mismo que quería que estudiara
cosas serias y administrara la fábrica de textiles
que su familia poseía en Barranquilla; fábrica
que también producía carpas para circo- es ahora
admirador irrestrictos de su pintura. Hace poco, cuando una
nueva ala del hotel del Prado se derrumbó, con el estruendo
consiguiente, don Pedro, que vivía allí, abandonó
su cuarto, pensando en quién sabe qué terremoto,
con un cuadro del hijo bajo el brazo".
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Teniendo delante
al padre, viejo hidalgo español que toma su café
con coñac a pesar de estar próximo a cumplir
el siglo, uno comprende de dónde viene el señorío
a Obregón, y los buenos modales.. También advierte
cómo esa capacidad de reírse de si mismo, que
lo distingue-"Hay que estar convencido pero no creérselo
mucho"- se origina en esa mezcla de cortesía,
buen humor y galantería a la vieja usanza con que don
Pedro vuelve liviana cualquier charla. Son, ambos, personas
bien educadas.
"Qué difícil es amar, pero qué grato
es ser cortés", como había dicho Obregón,
un día antes, es ese estilo telegramático -él
prefiere llamarlo sucinto- que ha ido adquiriendo para comunicarse
con el mundo. Dicho estilo le permite no dilapidar energía
sino concentrar su fuerza en los gestos, incluso en los más
elementales.
Algunos, por comodidad, bien pueden llamarse "obras de
arte", pero la trascendencia que les da a éstos
es la misma que le otorga a pescar un sábalo de dos
metros y ciento setenta kilos, en bocas de ceniza, sacándolo
con músculo rápido, "porque si no, el tiburón,
con el alboroto", se lo come íntegro, y no deja
sino la cabeza. Su mujer, con razón, lo llama monstruo.
Carmen Barvo, a su vez, anota: "Debe ser como vivir con
el Vesubio".
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Es
monosilábico, claro, pero eso no impide que suelte,
de pronto, larguísimos discursos de un minuto.
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Es, en realidad, la dura ternura que se
encuentra debajo de cualquier acto suyo la que garantiza la
calidad de su pintura la que garantiza la calidad de su pintura.
Lo importante, como ya lo sugirió Feliza Bursztyn,
no es que pinte, sino que exista. Aunque sin sus cuadros el
arte moderno, en Colombia, no existiría, y nuestro
horizonte sería aún más macilento y claustrofóbico.
El siempre ha pintado emociones y una de ellas, la más
vívida y compacta, la que se respira a todo lo largo
de su trayectoria, con tenacidad inquebrantable, es la de
la libertad. Libertad de crear, libertad de combinar, libertad
de errar.
"Tener razón, Juan, es aburridísimo: paraliza.
Por eso es mejor equivocarse: por allí no era, por
allá quizás".
Dura ternura que lo lleva a colocar una pequeña araña
camuflada entre los bambúes azules y los pájaros
verdes de su mural en el Cartagena Hilton y que lo impulsa,
en toda ocasión, a ser una sabia mezcla de pudor y
desenfreno, de mudez y vehemencia. Es monosilábico,
claro, pero eso no impide que suelte, de pronto, larguísimos
discursos de un minuto.
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Fuente:
I- Adaptación del texto La vocación desaforada,
Revista El Paseante, Madrid 1990
II- Adaptación del texto, "La dura ternura de
Alejandro Obregón", perteneciente al libro "Obregón",
Editorial La Rosa
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