MEDELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 3    NO 36    SEPTIEMBRE DEL AÑO 2001    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co






 

 

Alejandro Obregón:

Alejandro Obregón
(Barcelona 1920, Cartagena 1992)
Foto a los 35 años, tomada por Hernán Díaz

“Tener la razón es aburridísimo”

El artista visto por Gabriel García Márquez

Siempre descalzo, con una camiseta de algodón que en otro tiempo debió servirle para limpiar pinceles y unos pantalones recortados por él mismo con un cuchillo de carnicero, y con un rigor de albañil que ya hubiera querido Dios para sus curas.

Hace muchos años, un amigo le pidió a Alejandro Obregón que lo ayudara a buscar el cuerpo del patrón de su bote que se había ahogado al atardecer mientras pescaban sábalos de veinte libras en la
Ciénaga Grande. Ambos recorrieron durante toda la noche aquel inmenso paraíso de aguas marchitas, explorando sus recodos menos pensados con luces de cazadores, siguiendo la deriva de los objetos flotantes que suelen conducir a los pozos donde se quedan a dormir los ahogados. De pronto, Obregón lo vio: estaba sumergido hasta la coronilla, casi sentado dentro del agua, y lo único que flotaba en la superficie eran las hebras errantes de la cabellera. "Parecía una medusa", me dijo Obregón. Agarró el mazo del pelo con las dos manos, y con su fuerza descomunal de pintor de toros y tempestades sacó al ahogado entero con los ojos abiertos, enorme, chorreando lodo de anémonas y mantarrayas, y lo tiró como un sábalo muerto en el fondo del bote.
Este episodio, que Obregón me vuelve a contar porque yo se lo pido cada vez que nos emborrachamos a muerte -y que además me dio la idea para un cuento de ahogados- es tal vez el instante de su vida que más se parece a su arte. Así pinta, en efecto, como pescando ahogados en la oscuridad. Su pintura con horizontes de truenos sale chorreando minotauros de lidia, cóndores patrióticos, chivos arrechos, barracudas berracas. En medio de la fauna tormentosa de su mitología personal anda una mujer coronada de guirnaldas florentinas, la misma de siempre y de nunca que merodea por sus cuadros con las claves cambiadas, pues en realidad es la criatura imposible por la que este romántico de cemento armado se quisiera morir. Porque él es como lo somos todos los románticos, y como hay que serlo: sin ningún pudor.
La primera vez que vi a esa mujer fue el mismo día en que conocí a Obregón, en su taller de la calle de San Blas en Barranquilla. Eran dos aposentos grandes y escuetos por cuyas ventanas despernancadas subía el fragor babilónico de la ciudad. En un rincón distinto, entre los últimos bodegones picassianos y las primeras águilas de su corazón, estaba ella con sus lotos colgados, verde y triste, sosteniéndose el alma con la mano. Obregón, que acababa de regresar de París y andaba como atragantado por el olor de la guayaba, era ya idéntico a este autorretrato suyo que mira desde el muro mientras escribo, y que él trató de matar una noche de locos con cinco tiros de grueso calibre. Sin embargo lo que más me impresionó cuandolo conocí no fueron esos ojos diáfanos de corsario que hacían suspirar a los maricas del mercado, sino sus manos grandes y bastas con las cuales lo vimos tumbar media docena de marineros suecos en una pelea de burdel. Son manos de castellano viejo, tierno y bárbaro a la vez, como don Rodrigo Díaz de Vivar que cebaba sus halcones de presa con las palomas de la mujer amada. Esas manos son el instrumento perfecto de una vocación desaforada que no le ha dado un instante de paz. Obregón pinta desde antes de tener uso de razón, a toda hora, sea donde sea, con lo que tenga a mano. Una noche, por los tiempos del ahogado, habíamos ido a beber gordolobo en una cantina de vaporinos todavía a medio hacer. Las mesas estaban amontonadas en los rincones, entre sacos de cemento y bultos de cal, y los mesones de carpintería para hacer las puertas. Obregón estuvo un largo rato como en el aire, trastornado por el tufo de la trementina, hasta que se trepó en una mesa con un tarro de pintura, y de un solo trazo maestro pintó a brocha gorda en la pared limpia un unicornio verde. No fue fácil convencer al propietario de que aquel brochazo único costaba mucho más que la misma casa. Pero lo conseguimos. La cantina sin nombre siguió llamándose El Unicornio desde aquella noche, y fue atracción de turistas gringos y cachacos pendejos hasta que se la llevaron al carajo los vientos inexorables que se llevan el tiempo.
A veces, cuando hay amigos en casa, Obregón se mete en la cocina. Es un gusto verlo ordenando en el mesón las mojarras azules, los plátanos verdes de Arjona... luego, a medida que hierve, va probando el caldo con un cucharón de palo y va vaciándole dentro botellas de ron.

En otra ocasión, Obregón se fracturó las dos piernas en un accidente de tránsito, y durante las dos semanas de hospital esculpió sus animales totémicos en el yeso de la entablilladura con un bisturí que le prestó la enfermera. Pero la obra maestra no fue la suya sino la que tuvo que hacer el cirujano para quitarle el yeso de las dos piernas esculpidas, que ahora están en una colección particular en Nueva York. Un periodista que lo visitó en su casa le preguntó con fastidio qué le pasaba a su perrita de aguas que no tenía un instante de sosiego, y Obregón le contestó: "Es que está nerviosa porque ya sabe que la voy a pintar". La pintó, por supuesto, como pinta todo lo que encuentra a su paso, porque piensa que todo lo que existe en el mundo se hizo para ser pintado. En su casa de virrey de Cartagena de Indias, donde todo el mar Caribe se mete por una sola ventana, uno se encuentra su vida cotidiana y además otra vida pintada por todas partes: en las lámparas, en la tapa de inodoro, en la luna de los espejos, en la caja de cartón de la nevera. Muchas cosas que en otros artistas son defectos son en él virtudes legítimas, como el sentimentalismo, como los símbolos, como los arrebatos líricos, como el fervor patriótico. Hasta algunos de sus fracasos quedan vivos, como esa cabeza de mujer que se quemó en el horno de fundición, pero que Obregón conserva todavía en el mejor sitio de su casa, con medio lado carcomido y una diadema de reina en la frente. No es posible pensar que aquel fracaso no fue querido y calculado cuando uno descubre en ese rostro sin ojos la tristeza inconsolable de la mujer que nunca llegó.
A veces, cuando hay amigos en casa, Obregón se mete en la cocina. Es un gusto verlo ordenando en el mesón las mojarras azules, la trompa de cerdo con un clavel en la nariz, el costillar de ternera todavía con la huella del corazón, los plátanos verdes de Arjona, la yuca de San Jacinto, el ñame de Turbaco. Es un gusto ver cómo prepara todo, cómo lo corta y lo distribuye según formas y colores, y cómo lo pone a hervir a grandes aguas con el mismo ángel con que pinta. "Es como echar todo el paisaje dentro de la olla", dice. Luego, a medida que hierve, va probando el caldo con un cucharón de palo y va vaciándole dentro botellas y botellas y botellas de ron tres esquinas, de modo que éste termina pos sustituir en la olla el agua que se evapora. Al final, uno comprende por qué ha habido que esperar tanto con semejante ceremonial de Sumo Pontífice, y es que aquel sancocho de la edad de piedra que Obregón sirve en hojas de bijao no es asunto de cocina sino pintura para comer.
Todo lo hace así, como pinta, porque no sabe hacer nada de otro modo. No es sólo que viva para pintar. No: es que sólo vive cuando pinta. Siempre descalzo, con una camiseta de algodón que en otro tiempo debió servirle para limpiar pinceles y unos pantalones recortados por él mismo con un cuchillo de carnicero, y con un rigor de albañil que ya hubiera querido Dios para sus curas.
Máscaras, 1952
La dura ternura de Obregón
Juan Gustavo Cobo Poeta y ensayista

La historia comienza el 4 de junio de 1920, cuando Alejandro Obregón rosés, pintor, muralista, escultor y grabador, nació en Barcelona, España. Su padre, Don Pedro Obregón, caballero de los que ya no se usan, fue de los que trajo la luz eléctrica a Barranquilla y construyó, además, el Hotel del Prado. El mismo hotel donde Obregón pintó, allá por los años 40, uno de sus primeros murales, que pagaba una crecida deuda a los maestros mexicanos de entonces -Orozco, Rivera, Siqueiros- con campesinos hieráticos y símbolos de redención socialista. El avance de la técnica -fue necesario instalar un equipo estadounidense de aire acondicionado- obligó a bajar el techo, y este primer manifiesto -plástico- comprometido desapareció, piadosamente.
Obregón no parece afectado por esta pérdida, pero lo que sí recuerda es cómo su padre -el mismo que quería que estudiara cosas serias y administrara la fábrica de textiles que su familia poseía en Barranquilla; fábrica que también producía carpas para circo- es ahora admirador irrestrictos de su pintura. Hace poco, cuando una nueva ala del hotel del Prado se derrumbó, con el estruendo consiguiente, don Pedro, que vivía allí, abandonó su cuarto, pensando en quién sabe qué terremoto, con un cuadro del hijo bajo el brazo".

Teniendo delante al padre, viejo hidalgo español que toma su café con coñac a pesar de estar próximo a cumplir el siglo, uno comprende de dónde viene el señorío a Obregón, y los buenos modales.. También advierte cómo esa capacidad de reírse de si mismo, que lo distingue-"Hay que estar convencido pero no creérselo mucho"- se origina en esa mezcla de cortesía, buen humor y galantería a la vieja usanza con que don Pedro vuelve liviana cualquier charla. Son, ambos, personas bien educadas.
"Qué difícil es amar, pero qué grato es ser cortés", como había dicho Obregón, un día antes, es ese estilo telegramático -él prefiere llamarlo sucinto- que ha ido adquiriendo para comunicarse con el mundo. Dicho estilo le permite no dilapidar energía sino concentrar su fuerza en los gestos, incluso en los más elementales.
Algunos, por comodidad, bien pueden llamarse "obras de arte", pero la trascendencia que les da a éstos es la misma que le otorga a pescar un sábalo de dos metros y ciento setenta kilos, en bocas de ceniza, sacándolo con músculo rápido, "porque si no, el tiburón, con el alboroto", se lo come íntegro, y no deja sino la cabeza. Su mujer, con razón, lo llama monstruo. Carmen Barvo, a su vez, anota: "Debe ser como vivir con el Vesubio".
Es monosilábico, claro, pero eso no impide que suelte, de pronto, larguísimos discursos de un minuto.
Es, en realidad, la dura ternura que se encuentra debajo de cualquier acto suyo la que garantiza la calidad de su pintura la que garantiza la calidad de su pintura. Lo importante, como ya lo sugirió Feliza Bursztyn, no es que pinte, sino que exista. Aunque sin sus cuadros el arte moderno, en Colombia, no existiría, y nuestro horizonte sería aún más macilento y claustrofóbico.
El siempre ha pintado emociones y una de ellas, la más vívida y compacta, la que se respira a todo lo largo de su trayectoria, con tenacidad inquebrantable, es la de la libertad. Libertad de crear, libertad de combinar, libertad de errar.
"Tener razón, Juan, es aburridísimo: paraliza. Por eso es mejor equivocarse: por allí no era, por allá quizás".
Dura ternura que lo lleva a colocar una pequeña araña camuflada entre los bambúes azules y los pájaros verdes de su mural en el Cartagena Hilton y que lo impulsa, en toda ocasión, a ser una sabia mezcla de pudor y desenfreno, de mudez y vehemencia. Es monosilábico, claro, pero eso no impide que suelte, de pronto, larguísimos discursos de un minuto.

Fuente:
I- Adaptación del texto La vocación desaforada, Revista El Paseante, Madrid 1990
II- Adaptación del texto, "La dura ternura de Alejandro Obregón", perteneciente al libro "Obregón", Editorial La Rosa



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