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Baudelaire en sus últimos días fotografiado por Carjat (1865)

El hombre que detestaba a todo el mundo

Por: Damián Rúa Valencia. Magister en Literatura Francesa comparada Universidad de Estrasburgo – Francia

Hace poco, recordando con unos amigos los excesos de las estrellas de rock de los últimos tiempos, nos pusimos a comparar con cierta envidia las excentricidades de los artistas. Salieron a cuento todo tipo de proezas sexuales y, como era de esperarse, los abusos del alcohol, las drogas y las consabidas sobredosis. Yo me atreví a decir que ninguno llegaba a los desafueros de Charles Baudelaire, el reconocido poeta francés. Pero todos lo tomaron como un alarde de cultura, porque al parecer sólo tenían de él un recuerdo sacado de los manuales escolares.

Y es que, desde hace poco menos de un siglo, Las flores del mal pasó a ser un libro clásico de la literatura y, por consiguiente, a ser diseccionado en clase por estudiantes apáticos. Pero antes del amansamiento, la cosa era diferente. Antoine Compagnon, el crítico literario, cuenta que los alumnos recitaban en secreto los versos de “Una carroña”: “Recuerda el objeto que vimos, mi alma”, susurraban, “Aquella hermosa mañana de estío tan apacible” y remataban saltándose alguno que otro verso: “(…) una carroña infame/Sobre un lecho sembrado de guijarros/Las piernas al aire, como una hembra lúbrica”.

Los dos siglos que nos separan de su natalicio nos hacen olvidar que tenía más de adolescente rebelde que de momia literaria oculta bajo el apelativo desgastado de “poeta maldito”. Quizá “maldito poeta” suene más frontal, como un grito en la calle, más adecuado para un hombre que tenía como eslogan ir “directo a lo peor”.

En algún lugar escribió: “Con mi talento desagradable, quisiera poner en mi contra a toda la humanidad”.

Era un dandi extravagante, casi una estrella de rock antes de tiempo.

En el libro Crénom Baudelaire, publicado el otoño pasado, el novelista Jean Teulé cuenta que al poeta le gustaba pasearse con el pelo teñido de verde y una boa de plumas de avestruz fucsia enrollada en el cuello, en compañía de una oveja con la lana tinturada de rosado para no desentonar. En las noches, llegaba hasta los edificios que iban ser demolidos, y que por lo tanto estaban llenos de pólvora de cañón, y prendía un cigarro. Se paseaba largo rato por las construcciones, esperando a ver si algo pasaba, antes de desaparecer por las calles desiertas.

La gente decía en la época que, al llegar a la casa, Baudelaire tenía que acostarse bajo la cama para poder asombrarse a sí mismo. Cuando su editor Poulet-Malassis le preguntó cómo serían Las flores del mal, Baudelaire respondió: “Será como una explosión de gas en una vidriera”. Resultado: el autor fue llevado ante el tribunal, como lo había sido meses antes Flaubert por Madame Bovary, condenado a pagar una multa por “ofensa a la moral pública y a las buenas costumbres” y a retirar seis de los poemas.

Tiempo después, quiso empastar Las flores del mal en piel humana y su editor le respondió: “Querido Charles, algunas veces dudo de su salud mental; otras, que son las más, ya no tengo ninguna duda”.

Nada qué hacer. Así había sido siempre pese a haber nacido en el seno de una familia acomodada, hijo de un cura retirado y sesentón, y de Caroline Dufaÿs, 34 años menor que su esposo. Su relación con el mundo no hizo sino empeorar luego de la muerte de su padre, cuando tenía apenas cinco años, no tanto por la pérdida, sino porque su madre volvió a casarse al poco tiempo, esta vez con un militar de nombre Aupick. Como signo de protesta, Charles subió a la cámara nupcial donde estaban los recién casados, echó el cerrojo y tiró la llave en el pozo de la casa.

La pasión por su madre era tanta que cuando ella salía, él iba hasta donde estaba la ropa sucia para inhalar sus olores todavía tibios. Ahí reside su herida fundamental. Decía: “Desde que la primera me traicionó, en mi infancia, tengo estereotipos odiosos acerca de las mujeres. En amor, ya no les tengo ninguna confianza”.

A ella le dedicó uno de sus poemas más íntimos y también menos conocidos:

“Yo no he olvidado, vecina a la ciudad, /Nuestra blanca morada, pequeña pero calma”.

Aparte de ese desengaño infantil, su relación con las mujeres fue bastante tensa. Visitante asiduo de los prostíbulos, se cuenta que tenía un marcado gusto por las feas que, al final, también rehuían a sus deleites sadomasoquistas. “Idolatro el misterio de la fealdad”, decía. A una de sus primeras amantes la apodaban incluso Lalouche, la bizca.

De esas relaciones, quizá la mas importante sea la que sostuvo con Jeanne Duval, una mujer misteriosa que decía haber perdido su identidad en la ropa sucia de la vida privada. Fue una relación intermitente que se extendió hasta el final de sus días y que estuvo marcada por los arrebatos del amor, la enfermedad y la violencia.

A ella están dedicados los bellos versos de “La serpiente que danza”: “Como un oleaje engrosado por la fusión / De los glaciares rugientes, /Cuando el agua de tu boca sube / Al borde de tus dientes, / Yo creo beber un vino de Bohemia / Amargo y vencedor / ¡Un cielo líquido que esparce / Estrellas en mi corazón!”. Al igual que otros que, hoy en día, le hubieran valido por lo menos el linchamiento mediático: “Yo te golpearé sin cólera / Y sin odio, como un leñador, / ¡Como Moisés la roca! / Y haré de tus párpados, / Para abrevar mi Sahara, / Brotar las aguas del sufrimiento.”

Esa asiduidad en los prostíbulos le valió también una blenorragia y una sífilis cuyos dolores intentaba apaciguar con confiture verte, es decir con hachís, que luego reemplazó con opio y con éter etílico.

Sin embargo, y al contrario de lo que pudiera pensarse, esos “paraísos artificiales” no excitaban su creatividad. Él estaba más bien fascinado con el mal. “La sed de lo desconocido y el gusto de lo horrible me inspiran”, solía decir. Y también: “El deleite está en la certeza de hacer el mal”. Era un ser torturado y de pocos amigos que veía el mundo como un lugar vil y abyecto que había que sublimar. Todo su arte consiste en eso. En cultivar y llevar hasta el extremo esa parte oscura que todos tenemos y que no nos atrevemos a mirar.

Por eso no es de extrañar que su obra sea chocante y escandalosa. Alguien que no la apreciaba mucho dijo alguna vez que, luego de leer varios de sus poemas, no podía evitar sentir una horrible sensación de desnudez. Y es claro que, aparte de escandalizar viejitas de la alta y la baja sociedad, el propósito de Las flores del mal es quitarle la venda al “hipócrita lector” y restregarle la cara contra la fealdad de la realidad. Una fealdad en la que el poeta está inmerso y de la que él mismo hace parte. Baudelaire no sólo detestaba a todos, sino que también se detestaba a sí mismo. Decía: “Descontento de todos, descontento de mí mismo” y en Alquimia del dolor reconoce que es él mismo quien convierte “el oro en hierro, y el paraíso en infierno”.

Pero de la fealdad, el dolor y el horror podía extraer los versos más sublimes, escritos con el rigor de un poeta clásico. En el epílogo de su obra escribe: “Me diste tu barro y yo lo transformé en oro”.

Es una ironía que uno de los poetas más portentosos de la literatura haya terminado su vida sin poder articular palabra. Paralizado de un lado del cuerpo luego de un ataque de apoplejía, como lo había estado también Jeanne Duval, su musa oscura, Baudelaire no habría podido repetir sino una sola palabra: crénom. Inexistente en francés, parece que esta “despedida” es una contracción de una blasfemia contra Dios: ¡sacré nom de Dieu!

A mí me pesa en el alma no haber tenido la fortuna de leerlo durante la adolescencia, que es cuando la poesía cala más hondo en el alma. Mi gusto por su obra y mi asombro por su vida son más bien tardíos. Sin embargo, después de los años, he terminado por pensar que es mejor así. Es tanta la fuerza de su poesía que, de haberlo hecho, me temo que, bajo su influjo maléfico, me habría vuelto más melancólico, inconforme y pervertido. O, peor aún, me habría dado por ponerme a escribir versos.

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