MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 276 SEPTIEMBRE DEL AÑO 2021 ISNN 0124-4388 elpulso@sanvicentefundacion.com icono facebook icono twitter

El loco, el genio y el santo

Por: Damián Rúa Valencia. Magister en Literatura Francesa comparada Universidad de Estrasburgo – Francia
elpulso@sanvicentefundacion.com

Un viejito harapiento llegó, una tardía noche de verano, al servicio de urgencias del Hospital de la Santa Creu. Iba inconsciente, arrastrado por dos hombres maduros y un guardia civil, las únicas personas que se habían dignado a socorrerlo después de que un tranvía le destrozara las costillas al cruzar la Gran Via de les Corts Catalanes en la intersección entre las calles Bailén y Girona, en Barcelona.

Como no llevaba identificación alguna, las buenas gentes se habían contentado con verlo desangrarse en la calle y los taxistas se habían negado a llevarlo por ese sentimiento tan arraigado en nuestra alma de preferir los bienes materiales a la vida humana.

En sus bolsillos sólo llevaba el libro de los Evangelios, un rosario, un pañuelo, una llavecita y un misterioso dibujo con unos garabatos como torres.

Al día siguiente el capellán Gil Parés confirmó, sin embargo, lo único que él había logrado articular en un momento de lucidez y que nadie había querido creer hasta entonces: que se llamaba Antoni Gaudí.

Él, que había trabajado con los hombres más ricos de la ciudad y había construido lujosas mansiones, murió dos días después con aires de santo, aclamado como un genio y confundido con un loco, como Jesucristo.

El loco

Había nacido setentaitrés años antes, en 1852, en un pueblito de la provincia de Tarragona, donde pasó su infancia enfermiza extraviado entre la irregularidad del paisaje y la luz desgastada del mediterráneo.

Ya desde ese entonces, y debido a un reumatismo precoz, se pasaba sus días observando la forma de las plantas, las rocas, los animales, mientras sus compañeros se divertían jugando en la playa.

Como todo niño de férrea vocación artística, desdeñaba un poco el ámbito escolar. Así, aunque se mudó desde joven a Barcelona, para cursar primero la enseñanza media y luego la escuela de arquitectura, sus conocimientos estaban más arraigados en la experiencia directa. Hijo de un industrial calderero, alguna vez afirmó que su sentido del espacio le venía del taller de su padre. Del hierro derretido. Allí había visto cómo un metal se curva a fuerza de golpes hasta volverse cóncavo. Cómo un objeto sólido y fuerte se vuelve maleable.

De la cabeza de ese joven tímido salieron los proyectos más alocados, planos inverosímiles que desafiaban a tal punto las convenciones que el director de la escuela politécnica de arquitectura comentó al darle el diploma: “Hemos dado el título a un loco o a un genio, el tiempo lo dirá”

Por aquella época además tenía cierta inclinación por el socialismo utópico, antes de que la doctrina quedara enterrada en el sótano del marxismo. Vestía trajes caros, concebía ideas alocadas, y con su apariencia de dandi nórdico – ojos azules y pelo rubio – causaba buena impresión en sociedad.

El genio

El evento decisivo se produjo en París, durante la Exposición universal de 1878, en la que Gaudí expuso una vitrina de concepción modernista que llamó la atención de Eusebi Güell, un rico empresario catalán, cuyo apellido ha terminado casi por diluirse para formar parte de la fantasía de Gaudí en el imaginario colectivo.

Su apellido está asociado a la mayoría de las obras maestras del arquitecto: el Park Güell, el Palau Güell, la cripta de la Colonia Güell, los pabellones de la finca Güell.

Algunas de ellas parecen salidas de un cuento de hadas, no sólo en su realización sino también en su concepción misma. El parque Güell, por ejemplo, era en principio un ambicioso proyecto de urbanización destinada a las familias ricas de la ciudad. Hacía parte de la remodelación de Barcelona, que se había convertido en una metrópolis industrial y cosmopolita. Gaudí supo interpretar esa energía, esas vibraciones del aire y darles una forma concreta y a la vez dinámica.

Al entrar en el parque Güell, uno creería atravesar el espejo de Alicia o ingresar en una película de Tim Burton, aunque repleta de turistas ingleses y rusos. Las construcciones se adaptan y realzan los contornos de las montañas y, según la guía que reparten en la entrada junto al boleto, no sólo los visitantes son extranjeros sino también las plantas, y hasta el nombre (Park) importado de Inglaterra. Las columnas parecen salidas de las entrañas de la montaña y uno hasta tiene la impresión de que los loritos que juguetean entre las palmeras son también invención de Gaudí. No hay que recorrer largo tiempo las arenas volcánicas de sus avenidas para dar con la casa del arquitecto, la única que logró construirse de ese proyecto demencial, desde donde se vislumbra, a lo lejos, la gran mole de la Sagrada familia.

De esa época data, también, la construcción de la casa Batlló, una morada de ensueño en el paseo de Gracia. Tiene unas ventanas como ojos y un techo de escamas como de animal prehistórico. Para todo el que visita Barcelona, esta casa sorprende, no sólo por su forma de dragón cautivo, sino sobre todo por el precio exorbitante que debe pagar para poder visitarla. Si uno quiere adentrarse en ese mundo de maravilla, debe desembolsar 35 euros, es decir más del doble de lo que vale la entrada al museo del Louvre, que es por lo menos diez veces más grande, y en el que los franceses han tenido la decencia de reunir y conservar la historia de más de doscientos años de despojos a otras naciones.

No es de extrañar entonces que los turistas más tacaños (entre los que estoy yo) se conformen con recorrer los alrededores, dar su apoyo a los empleados de la casa Batlló que se quejan de los salarios de miseria a los que los somete la empresa privada que se encarga de administrar el edificio, y dirigir sus pasos a otras obras más asequibles para el gran público.

El santo

La vida del Gaudí maduro es casi una negación de la del Gaudí joven. Los trajes caros, arreglados con esmero dan paso a ropas sencillas, en el límite del descuido. Su carácter se vuelve más bien huraño, aunque sigue siendo cordial. Sus convicciones intelectuales, que antes simpatizaban con el socialismo y las nuevas ideas, se vuelven conservadoras y nacionalistas. Su fe católica se hace más fuerte, lo que dota sus creaciones de un simbolismo muy personal.

En sus últimos años vive casi como un monje, entregado en cuerpo y alma a un solo proyecto: la construcción de un templo expiatorio que habrá de estar dedicado a la Sagrada familia. En algún lugar escribió: “Mis grandes amigos están muertos; no tengo familia, ni clientes, ni fortuna, ni nada. Así puedo entregarme totalmente al Templo.”

Camina a diario alrededor de diez kilómetros desde su casa del Park Güell, situado en lo alto de una colina, hasta el lugar de construcción para supervisar los trabajos. Sabe que no podrá ver su obra terminada, pese haber trabajado en ella por más de treinta años. Parece ser que dejó testimonio de ello en la simbología de la azotea de la casa Milà: una chimenea en forma de corazón apunta hacia Reus, su pueblo natal, mientras que en el lado apuesto un corazón y una lágrima señalan hacia la basílica de La Sagrada familia.

En ella se resume toda la evolución arquitectónica de Gaudí. El neogótico de sus primeros años se mezcla con el modernismo catalán y ese estilo orgánico que reproduce, de manera geométrica, las formas de la naturaleza. Su interior es un espacio enteramente blanco con sinuosidades complejas que se tiñen de verde, de azul, amarillo, rojo cuando la luz solar pasa a través de los vitrales. La libertad creativa y el rigor técnico se unen en esa construcción que, más que estar dedicada A una religiosidad abstracta, parece celebrar la sensualidad de la vida.

Ese día, Gaudí se levanta temprano, como de costumbre. Las dos monjas carmelitas que organizan la casa lo encuentran listo para salir. Ven el piso húmedo, marcado aún por las huellas de sus pies. Antes de irse, les hace un gesto con la cabeza y se persigna ante la estatua de San Antonio de la entrada.

Al salir del lugar de construcción de la Sagrada familia, donde a veces se queda a dormir, se dirige hacia la iglesia de San Felipe Neri, quizá para rezar o para encontrarse con su confesor. Algo debe atormentarlo poderosamente pues camina sin ver, con pasos distraídos sin saborear siquiera la brisa estival, sin sospechar que del joven fatuo que alguna vez fue, del artesano consagrado que siembre ha sido, va a convertirse en santo al atravesar la calle. El único santo en la historia cuyos milagros son aún visibles y se pueden visitar.


EL PULSO como un aporte a la buena calidad de la información en momentos de contingencia, pública y pone a disposición de toda la comunidad, los enlaces donde se pueden consultar de manera expedita todo lo relacionado con el Covid-19-


Dirección Comercial

Diana Cecilia Arbeláez Gómez

Tel: (4) 516 74 43

Cel: 3017547479

diana.arbelaez@sanvicentefundacion.com