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Nuestro equipo lamenta la partida de Juan Carlos Arboleda Zapata, quien por más de 20 años escribió a través de su pluma las más profundas historias de la salud. A través de su templanza lideró el editorial y nos regaló toda la experiencia para formar los nuevos periodistas. Gracias por escribir una vida entera historias por la vida.

La desazón perpetua

Por: Damián Rua Valencia
elpulso@sanvicentefundacion.com

Hace dos meses se celebraba el centenario del nacimiento de uno de los escritores más singulares en la historia de la literatura: José Saramago. Singular no solo por sus obras, que tienen la rara virtud de conquistar al público erudito y a lectores menos avezados, sino por su extraño destino de genio tardío.

La fama y la inspiración le llegaron cuando ya estaba en edad de jubilarse. Antes, había publicado una sola novela, Tierra de pecado, que pasó inadvertida y que ahora se ha vuelto a publicar bajo el título original elegido por el escritor y descartado por su editor: La viuda.

Después de esa primera novela, escrita a los veintitrés, Saramago guardó un estricto silencio que se prolongó por más de veinte años. Interrogado al respecto, dio la respuesta más sincera y humilde que puede dar un escritor: “Sencillamente, no tenía algo que decir y cuando no se tiene algo que decir lo mejor es callar”.

Durante ese tiempo, ocupó toda suerte de trabajos. Desde mecánico de motores, hasta editor, pasando por periodista, administrador y empleado del servicio de salud.

Pero es que la vida lo destinaba, si es que la vida nos destina a algo, a otros caminos. Había nacido en Azinhaga, una pequeña localidad al norte de Lisboa. Sus abuelos eran campesinos pobres sin tierra, y él mismo tuvo que abandonar los estudios técnicos antes de ir a la universidad para aligerar las finanzas de la familia.

En una entrevista, en Colombia, hablaba, con ironía, de su formación:

“Mi aprendizaje como lector lo he hecho en bibliotecas públicas. En ese sentido, soy un autodidacta. No tuve estudios universitarios. Ahora tengo casi cuarenta Honoris Causa y nunca entré a una universidad. Así es la vida.”

En el fondo, siempre se consideró como hijo del pueblo y se mantuvo humilde, incluso después de haber recibido el premio Nobel de Literatura, en 1998. Marisol Schulz, directora editorial de Alfaguara, habla de él con profundo cariño y recuerda que cuando llegaba, saludaba de mano a todo el mundo, a las secretarias, a los contadores, a los vigilantes, y aguardaba amablemente a que pasara la última persona en las largas sesiones de firmas de libros para que nadie se quedara sin una dedicatoria.

El mismo se definía como: “El muchachito que anduvo descalzo por los campos de Azinhaga, el adolescente vestido de mono que desmontó y volvió a montar motores de automóviles, el hombre que durante años calculó pensiones de jubilación y consiguió subsidios de enfermedad y que más adelante ayudó a hacer libros y después se puso a escribir algunos”.

Su discurso delante de la Academia Sueca de la lengua es precisamente un homenaje a sus orígenes, a su infancia en el campo, a su abuelo analfabeta, que él consideraba la persona más sabia, a sus padres y, sobre todo, a la fuerza creadora de la literatura, que no solo es capaz de recrear la realidad, sino de cuestionarla, de levantar los cimientos de la cultura para ver lo que anda mal.

Pero la respuesta es desoladora, porque el mal se halla en todas partes. Por eso, sus libros son ejercicios mentales, de imaginación desbordante, capaces de separar la península ibérica del continente europeo (La balsa de piedra), de prever, antes del COVID-19, las consecuencias de una pandemia (Ensayo sobre la ceguera), de remover los cimientos de la cultura religiosa (El evangelio según Jesucristo, Caín), de imaginar un mundo sin muerte (Las intermitencias de la muerte), con el fin de arrancarnos a nuestro confort cotidiano, del letargo que llevamos a cuestas y que nos permite vivir sin ver.

Su obra es, en cierto modo, una respuesta a un verso atroz de Ricardo Reis, uno de los poetas inventados por Pessoa, que él leyó cuando tenía diecisiete años: “El sabio es aquel que se contenta con el espectáculo del mundo”.

Para él, que vivió en la necesidad y conoció la dureza de la vida, es todo lo contrario. El intelectual, parece decirnos, es más bien el que no se resigna. “Yo no escribo para agradar, escribo para desasosegar a mis lectores”, decía. La literatura no es decoración, ni llanto tranquilo ante las ventanas del mundo, sino más bien un combate vital y continuo, quizá vano, por capturar una realidad esquiva e injusta.

Por eso, a doce años de su muerte y a medio siglo de la publicación de su primera gran novela, su obra nos sigue deslumbrando, como un pozo de aguas diáfanas en el que se refleja, con humor e ironía, toda nuestra fealdad.


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