MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 313 OCTUBRE DEL AÑO 2024 ISNN 0124-4388

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Un discreto lugar

Autor
Por: Damián Rua Valencia
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Lo más impresionante de Suiza no son sus bancos multimillonarios, ni sus empresas de mala conciencia, ni siquiera su neutralidad decimonónica. Lo que deja atónito cuando uno se aventura en sus tierras multiculturales son sus paisajes de tarjeta postal, sus colinas idílicas pobladas de vacas pacíficas, sus picos nevados y, sobre todo, sus lagos opalinos.

La semana pasada tuve la fortuna de detenerme por unos cuantos días en uno de ellos, que parece una bañera descomunal abierta entre las montañas alpinas por el gigante Gargantúa, como cuentan los habitantes de la zona.

El lago Leman, o lago de Ginebra, o Genfersee en alemán, tiene con qué sorprender: una superficie de unos 580 kilómetros que se extiende por tres cantones suizos y desborda sobre un departamento francés; barcos a vapor que parecen estancados en el tiempo; un castillo medieval intacto en cuya prisión está grabada, de su puño y letra, la firma del poeta lord Byron; y una clientela de todos los países y, sin embargo discreta, que se queda embelesada contemplando las Dents du Midi en el horizonte.

Según el diccionario histórico de Suiza, la denominación es antigua: la palabra Leman vendría de una raíz indoeuropea que significa “lago”. Por eso, decir “lago Leman” sería un pleonasmo, algo así como lago lago, pese a que el nombre es tan viejo que el historiador griego Estrabón lo llamaba ya lemanè limnè, y el emperador romano Julio César, lacus lemanus.

La primera vez que estuve ahí fue durante un diciembre extrañamente cálido y tuve una impresión contradictoria. Llegábamos del norte por la carretera que zigzaguea entre los campos imperturbables y las chimeneas humeantes de las centrales nucleares hasta precipitarnos por la montaña que bordea la rivera de Lausana. Tanto mi acompañante como yo debimos hacer un esfuerzo para contener el corazón ante el espectáculo del sol poniente que se reventaba en rayos anaranjados sobre las cimas nevadas de los Alpes y se reproducía en las aguas oscuras del lago.

Sin embargo, al llegar a Montreux, tuvimos la mala fortuna de coincidir con su mercado de navidad que es un horror de mercancías chinas enfiladas a la orilla, de tal manera que a uno le toca empinarse o apoyarse sobre los hombros de algún transeúnte malhumorado para lograr ver aunque sea un pedacito de paisaje. El trayecto se hace en fila india sin posibilidad de retorno ni de mirar atrás, como Orfeo, en medio de unos bafles infernales que repiten una y otra vez los mismos villancicos en inglés.

Si se tiene el coraje de quedarse ahí y seguir a la muchedumbre por unas cuantas horas, uno puede avanzar unos doscientos metros hasta llegar a la estatua de Freddy Mercury, quien pasaba largas temporadas en la ciudad. Una de sus canciones, A Winter’s Tale, rinde homenaje justamente a ese paisaje de ensueño, al cielo de arreboles, a los cisnes, a las gaviotas que él podía admirar desde la ventana de los Montain studios, en una de las colinas de Montreux. “It’s winter-fall, dice, / Red skies are gleaming - oh -/ Sea gulls are flying over / Swans are floatin’ by / Smoking chimney-tops / Am I dreaming.”

Pero quizá el homenaje más conocido es el que le hizo la banda de rock Deep Purple. En su canción Smoke on the water evoca el incendio en el casino de Montreux, provocado por un “imbécil con una pistola de bengalas” durante un concierto de Frank Zappa. “We all came out to Montreux/ On the Lake Geneva shoreline/ To make records with a mobile.”

Más discretas, pero no menos visitadas, son las estatuas de otras celebridades que escogieron este lugar del mundo para pasar buena parte de sus vidas. El más conocido es Charlie Chaplin que llegó a Suiza y se instaló en Vevey, a orillas del lago, huyendo de la “atmosfera de odio” y la “arrogancia moral” de los Estados Unidos. Desde su tranquila mansión de 15 hectáreas, que ahora es un museo dedicado a su vida y a su obra, se puede divisar la vista casi mágica que lo acompañó durante sus últimos años.

No lejos de ahí, en otra de las orillas del lago, se encuentra la estatua del novelista ruso Vladimir Nabokov, conocido sobre todo por la novela Lolita. Durante por lo menos dieciséis años, tuvo la excentricidad de vivir en la suite del sexto piso del Montreux Palace. Allí escribió Ada o el ardor, Cosas transparentes, ¡Mira los arlequines! y El original de Laura, publicada póstumamente. El novelista alternaba la escritura con paseos por las riberas y partidas de ajedrez con su esposa Vera, sentados en el balcón frente al lago.

A orillas de ese mismo lago, para pasar el tiempo durante las lluvias torrenciales de 1816, varios poetas y novelistas jóvenes se pusieron como desafío escribir una historia de terror que mantuviera en vilo a los lectores. De ese extraño reto surgió la famosa novela Frankenstein, escrita por Mary Shelley, cuando apenas tenía diecinueve años.

Por no mencionar a otro escritor un poco olvidado, Charles Ferdinand Ramuz, cuya colaboración con Igor Stravinski ha pasado a la historia. Las obras Historia del soldado y Las bodas fueron compuestas en los alrededores del lago, entre Morges, Lausana y Montreux, donde vivía también Serge Diaghilev, el creador de los ballets rusos.

En ese lugar, que no solo está reservado a las estrellas de rock ni a los oligarcas de todos los continentes, uno puede impregnarse, si se tiene un poco de suerte, como me sucedió a mí la semana, del hechizo del que es quizá el paisaje más bonito del mundo.



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