MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 317 FEBRERO DEL AÑO 2025 ISNN 0124-4388
Mirar el reloj me reconforta porque sé que el tiempo pasa y así como el minutero, mis recuerdos también. No sé cuánto me he quedado observándolo, intentando adivinar la razón de ese movimiento circular que nos informa que el presente ha quedado en el pasado y que el futuro está por llegar. Segundo a segundo, llega la noche. Segundo a segundo, llega nuestra vejez.
Es por eso por lo que odio los días en que oscurece más temprano y el tiempo, entonces, parece insuficiente hasta para el amor. Las luces de los apartamentos se encienden más rápido, los trabajadores quieren terminar su jornada, la luna deja de perseguir a los transeúntes, los ojos se endurecen ante un cansancio no resuelto, la cena se queda servida, llueve y el tráfico no se mueve. Oscurece, todo se detiene. Miento, oscurece y solo me detengo yo. Me pierdo entre las 5 de la tarde y las 10 de la noche.
Aunque el viento sople, no lo hace lo suficientemente fuerte como para arrastrar los minutos y llevarlos a mí. Cada uno es igual al anterior, ¿acaso son el mismo? Pero esa manecilla se sigue moviendo si yo respiro o no. Incontrolable, como el amanecer. Pero esa manecilla se detiene si él empieza a leer, con el tiempo a favor y no en contra.
No importa si son segundos u horas, aquel tic tac desaparece bajo el movimiento horizontal de sus ojos sobre las líneas del libro. ¿Desesperanza? ¿Olvido? ¿Odio? Siempre me cuenta lo que lee y yo siempre lo olvido, enredada en un tiempo que no se cuenta con números, sino con su voz.
Él se detiene; el reloj vuelve a reanudarse. “¿Quieres comer? Ya son las ocho”, le pregunto. Lo extraño de pensar en una hora correcta, ¿una para qué?, ¿para saber cuándo dormir, cuándo ir a la cama para amar, cuándo saludar, cuándo llorar, cuándo reír, cuándo morir? La impertinencia de creer que podemos controlar mínimamente el tiempo, “el nuestro”, como si sobre nuestras mesas no se posaran vidas que duran una semana, como si el espejo no nos recordara cada día la imposibilidad de un pacto.
Unos ruegan por recordar y otros por olvidar. ¿Tragedia o comedia? Y nuestra vida, siempre, en el intermedio de una “y” o una “o”. “Quisiera no tener memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar de la condena de mirarme”, escribe Elena Garro. Cada día, recuerdo algo nuevo; cada día, tengo la certeza de que olvido algo importante. Me pregunto por qué mi abuela recuerda más fácil las fechas de los cumpleaños de los hijos que ya fallecieron que de aquellos que siguen vivos.
¿Cuáles serán las reglas de la memoria? ¿Cuándo el cielo fue naranjado y no azul? ¿Cuándo fue la última vez que mentí? ¿Cuándo fue que mi madre me dejó de recordar y me llamó “má”? Presiento este reloj interno que solo parece ir hacia atrás. Maldito. Se escurre entre las esquinas oscuras de lo que juré nunca olvidar y las convierte en vacíos. Y, entonces, tengo un dolor por algo que no sé qué es y tengo un amor por un aroma sin saber por qué. Y lucho contra el segundero para que en su transcurrir no se acumulen horas y días y meses y años. Ya no puedo elegir qué se queda y qué se va, ni siquiera la pena de mis muertos cuando su presencia se evapora.
Debería llevar un diario, debería tomar más fotos, debería detenerme para poder apreciar este presente. “El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego” (Borges). Para aprender que un domingo no es igual a un lunes, para aprender que las 6 de la mañana no son iguales a las 6 de la tarde, para aprender que no es lo mismo tener 17 que 18, para aprender que si mi reloj se detiene, el de los demás no; mientras el mío se inunda y se ahoga, el de los demás funciona tan correctamente que ni siquiera hay un minuto de más o de menos.
Paso demasiado tiempo pensando en el tiempo que he perdido. Paso demasiado tiempo peleando con el tiempo para apreciar el don del olvido, ese abismo que, de seguro, abraza mejor mis lágrimas de lo que yo lo haría. Paso demasiado tiempo suplicándole al tiempo para que me deje recordar la voz pérdida de mi padre. Omnipresente, omnisciente y omnipotente, de rodillas ante ti, ante toda la historia de los hombres, muertos y vivos, que te habitan.
Tengo demasiados relojes en casa, porque he guardado aquellos que un día se paralizaron con la esperanza de que recuerden mejores tiempos. Cada día me siento más vieja y la consciencia de la muerte me visita más seguido, no solo por mí, sino por los que me rodean. Y me da rabia el solo ver una nueva cana en la cabellera siempre negra de mi madre, ¿acaso ya no nos queda tanto tiempo como antes, acaso nos lo quitan? Y, sin embargo, mi abuela no esconde sus manos tajadas por los años; por el contrario, las observa y las acaricia, muestra de todo el tiempo que le dieron. Un nuevo año vivido no es perder, es ganar.
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