MEDELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 10    No. 127 ABRIL DEL AÑO 2008    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co

Reflexión del mes

“Ustedes están en esta profesión por vocación, no por negocio; una vocación que exige constantemente auto-sacrificio, amor y ternura hacia sus semejantes. Al caer a un nivel empresarial su influencia desaparece y la auténtica luz de su vida se apaga. Deben trabajar con espíritu misionero, con un aliento de caridad para sobreponerse a las pequeñas envidias de la vida”.

Sir William Osler: (Ontario, Canadá, 1849 - Oxford, Inglaterra, 1919). Estudió Medicina en Canadá y Europa, donde fue el primero en observar las plaquetas de la sangre en 1873. Dictó clases en Canadá y en Estados Unidos donde fundó la Asociación de Médicos Americanos. Revolucionó el concepto de la enseñanza de la medicina insistiendo en que los alumnos tuvieran responsabilidades ante los pacientes y reclamando niveles de enseñanza y práctica más profesionales y científicos. Su obra Principles and Practice of Medicine (1892) se consideró mucho tiempo el libro de texto oficial de las facultades de medicina de todo el mundo. En Oxford (Inglaterra) presidió la cátedra de medicina. Fue nombrado baronet en 1911. Se le reconoce como “padre de la medicina moderna”. Distintas enfermedades y síntomas llevan el nombre de Osler. Escribió muchos libros, fundó varias organizaciones y se distinguió como historiador de la medicina y coleccionista de libros médicos.
 
Es muy conocido en la práctica médica contemporánea el efecto negativo que tiene lugar cuando en la misma priman la despersonalización, los fríos criterios “costo-eficiencia”, el manejo burocrático y normativo en el cual intervienen impersonalmente protagonistas -enfermos y médicos- que se convirtieron en sujetos sin rostro, distantes, apáticos funcionarios o usuarios que reducen sus actuaciones a las de robots de un escenario de “protocolos”, rodeado de muros altos, fríos y sin ventanas.
Una prueba -actual y dramática- de esta alteración del original “ethos” humano de la profesión médica, está en la propuesta de unos pediatras holandeses que defienden la muerte selectiva (infanticidio) de niños con severos trastornos, especialmente los nacidos con mielo-meningocele. Se trata del “Protocolo de Groningen”. En criterio de esos funcionarios, hay niños cuya “calidad de vida” no cumple con requisitos mínimos para ser aceptados por la sociedad. Por tanto, deben ser “suprimidos”, para evitarles sufrimientos a ellos y a sus padres.
Hay cuestionamientos lógicos ante aquella concepción utilitarista del acto médico, que se torna en acción a favor de la muerte. Quizás por su evidencia parezca sorprendente la necesidad de afirmarlo, pero así es: con el Protocolo de Groningen se pretende violar descaradamente la Declaración Universal de Derechos Humanos en su artículo 3º: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”.
Hay otro olvido injustificable en la sociedad europea de inicios del siglo XXI: se deja de tener en cuenta que precisamente en el Código de Nuremberg, se hizo énfasis en la situación de las personas con limitaciones de la autonomía. Se impone el deber de tener especial cuidado con el tema de consentimiento: “…el consentimiento voluntario del sujeto humano es absolutamente esencial”. Al olvido de las lecciones de Nuremberg sobre el consentimiento en poblaciones en situación de fragilidad, se añaden otros olvidos: La declaración de Helsinki-Tokio (1964-1975) reza en su introducción: “La misión del médico es velar por la salud de la humanidad. Sus conocimientos y su conciencia deben dedicarse a la realización de esta misión”.
Sobre todo, hay una falta de memoria histórica, con honda cercanía geográfica: pretenden olvidar los pediatras holandeses que precisamente con la Alemania nazi se dio inicio a las políticas de exterminio mediante la institucionalización de la muerte de algunos calificados como indeseables -comenzando por los niños enfermos- decretada por los “Tribunales de Eugenesia”.
Hoy reaparece la mentalidad costo-eficiencia de aquellos ominosos años 20 del siglo pasado: se imponen los criterios de “calidad de vida”, que pretendiendo objetividad llevaron a la sociedad a creer que realmente era un beneficio la aniquilación de los que fueron rotulados “indeseables”. Alfred Hoche y Karl Bingding sostuvieron esas tesis en aquel ambiente académico y jurídico: había vidas “que no merecen ser vividas…”. Los modernos pediatras holandeses que proponen el fatídico “Protocolo de Groningen”, copian las políticas de eugenesia que Europa habría querido olvidar. A ello se suman otros planes de gran alcance, como el “Eurocat Working Group”.
Cuánta actualidad tienen hoy las palabras de H. Arendt (“Responsabilidad y juicio”; Paidós, Barcelona 2003): “… Auschwitz había sido creada para la ejecución de matanzas administrativas que debían llevarse a cabo con arreglo al más estricto reglamento. Dicho reglamento había sido redactado por los asesinos de despacho y parecía excluir -probablemente había sido redactado precisamente para eso- toda iniciativa individual, para bien o para mal. El exterminio de millones de personas fue planificado para que funcionara como una máquina…”.
¿Es aquella máquina de exterminio diferente de lo que hoy se conoce como “Protocolo de Groningen”? .
 
  Bioética
¿Fue la trágica muerte de Eluana Englaro un homicidio o el desenlace natural de una enfermedad terminal? Los medios de comunicación de masas dieron la noticia con más o menos espectacularidad y algunos promovieron debates o comentarios que en general mostraron un mayor o menor desconocimiento del tema que analizaban. Alguno de estos comentaristas trató de sentar doctrina pero sólo exhibió su gran ignorancia -la ignorancia es siempre atrevida- en lo relacionado con la antropología filosófica y la simple biología.

Si Eluana mostraba actividad cerebral, si no había “muerte cerebral” no obstante su coma profundo, Eluana debía considerarse como persona viva, con vida humana, y las medidas para provocar su muerte constituyen éticamente un franco homicidio. En el lugar en el cual se desarrollaba esta vida no es posible pensar que una sonda gástrica sea un medio extraordinario de atención a una persona enferma y menos aún el suministro de alimento ordinario y de líquido que satisficieran las necesidades básicas de una persona según su peso y área corporal. No necesitaba la ayuda de un respirador: su respiración se cumplía naturalmente. Si sufría dolores físicos o angustia psíquica durante su existencia debemos afirmar sin ninguna duda que el médico tratante no cumplía con su primordial deber: tratar por los medios a su alcance de suprimir el dolor físico y la angustia psíquica. Así lo proclama la bioética personalista cuando nos enseña sobre la ortotanasia, es decir, la atención al enfermo sin prolongar su agonía y sin acortar su existencia, procurándole todos los recursos físicos, emocionales proporcionales e inclusive religiosos, adecuados a su condición clínico-patológica. Es el verdadero derecho a morir con dignidad.
En Eluana, según los datos conocidos de la necropsia, no había ninguna condición patológica que la llevara a un desenlace fatal y su muerte se produjo por deshidratación. En otras palabras: Eluana fue condenada a morir cruelmente de sed y de hambre por decisión de su propio padre y por desconocimiento de los deberes éticos del médico que accedió a ser verdugo.
Se condenó a muerte, y muerte cruel, a un enfermo porque su padre no soportaba más el sufrimiento que alcanzó 17 años, un padre que según las noticias pocas veces la visitaba. Pero lo aberrante, lo horrendo, es considerar como conducta honesta suprimir la vida de alguien porque otra persona, cualquiera sea el rango de afinidad, está sufriendo. Aceptar este modo de actuar es aceptar la conducta de las peores tiranías que ordenan suprimir vidas humanas porque la presencia de esas personas causa zozobra, inquietud y tienen el poder de quitarlas de en medio; es aceptar en nuestra historia las muertes en épocas nefandas de “niños de la calle” para evitarles a ellos y a la sociedad la carga que representaban. Es aceptar la ley del más fuerte, la ley de la selva más abominable cuando la aplica el animal racional, sociable por naturaleza, capaz de solidaridad, capaz de amar al más necesitado, al más débil.
La eutanasia bien sea por acción o por omisión es siempre un homicidio, “homicidio por piedad” le denominan algunos autores, y desde la ética no puede justificarse. Este juicio no es cuestión religiosa sino simple y llanamente antropológico: ¿Qué se suprime? ¿Se puede condenar a muerte a quien no cometió ninguna falta? ¿Hay alguna razón superior al respeto a la vida, a la dignidad intrínseca e incondicional y a la libertad del ser humano?
Sí, asesinaron a Eluana, y el autor intelectual de este homicidio fue su propio padre. Y el verdugo, alguien que por su profesión, por su preparación académica y por el êthos de su profesión debió cuidar de ella, debió asistirla sin otra consideración que el sumo respeto por su vida y su dignidad intrínseca e incondicional.
Nota: Esta sección es un aporte del Centro Colombiano de Bioética -Cecolbe-

 











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