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Reflexión
del mes
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Ustedes
están en esta profesión por vocación,
no por negocio; una vocación que exige constantemente
auto-sacrificio, amor y ternura hacia sus semejantes.
Al caer a un nivel empresarial su influencia desaparece
y la auténtica luz de su vida se apaga. Deben
trabajar con espíritu misionero, con un aliento
de caridad para sobreponerse a las pequeñas envidias
de la vida.
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Sir
William Osler: (Ontario, Canadá, 1849 - Oxford,
Inglaterra, 1919). Estudió Medicina en Canadá
y Europa, donde fue el primero en observar las plaquetas
de la sangre en 1873. Dictó clases en Canadá
y en Estados Unidos donde fundó la Asociación
de Médicos Americanos. Revolucionó el
concepto de la enseñanza de la medicina insistiendo
en que los alumnos tuvieran responsabilidades ante los
pacientes y reclamando niveles de enseñanza y
práctica más profesionales y científicos.
Su obra Principles and Practice of Medicine (1892) se
consideró mucho tiempo el libro de texto oficial
de las facultades de medicina de todo el mundo. En Oxford
(Inglaterra) presidió la cátedra de medicina.
Fue nombrado baronet en 1911. Se le reconoce como padre
de la medicina moderna. Distintas enfermedades
y síntomas llevan el nombre de Osler. Escribió
muchos libros, fundó varias organizaciones y
se distinguió como historiador de la medicina
y coleccionista de libros médicos.
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Es muy conocido en
la práctica médica contemporánea el efecto
negativo que tiene lugar cuando en la misma priman la despersonalización,
los fríos criterios costo-eficiencia, el
manejo burocrático y normativo en el cual intervienen
impersonalmente protagonistas -enfermos y médicos- que
se convirtieron en sujetos sin rostro, distantes, apáticos
funcionarios o usuarios que reducen sus actuaciones a las de
robots de un escenario de protocolos, rodeado de
muros altos, fríos y sin ventanas.
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Una
prueba -actual y dramática- de esta alteración
del original ethos humano de la profesión
médica, está en la propuesta de unos pediatras
holandeses que defienden la muerte selectiva (infanticidio)
de niños con severos trastornos, especialmente los nacidos
con mielo-meningocele. Se trata del Protocolo de Groningen.
En criterio de esos funcionarios, hay niños cuya calidad
de vida no cumple con requisitos mínimos para ser
aceptados por la sociedad. Por tanto, deben ser suprimidos,
para evitarles sufrimientos a ellos y a sus padres.
Hay cuestionamientos lógicos ante aquella concepción
utilitarista del acto médico, que se torna en acción
a favor de la muerte. Quizás por su evidencia parezca
sorprendente la necesidad de afirmarlo, pero así es:
con el Protocolo de Groningen se pretende violar descaradamente
la Declaración Universal de Derechos Humanos en su artículo
3º: Todo individuo tiene derecho a la vida, a la
libertad y a la seguridad de su persona.
Hay otro olvido injustificable en la sociedad europea de inicios
del siglo XXI: se deja de tener en cuenta que precisamente en
el Código de Nuremberg, se hizo énfasis en la
situación de las personas con limitaciones de la autonomía.
Se impone el deber de tener especial cuidado con el tema de
consentimiento:
el consentimiento voluntario del
sujeto humano es absolutamente esencial. Al olvido de
las lecciones de Nuremberg sobre el consentimiento en poblaciones
en situación de fragilidad, se añaden otros olvidos:
La declaración de Helsinki-Tokio (1964-1975) reza en
su introducción: La misión del médico
es velar por la salud de la humanidad. Sus conocimientos y su
conciencia deben dedicarse a la realización de esta misión.
Sobre todo, hay una falta de memoria histórica, con honda
cercanía geográfica: pretenden olvidar los pediatras
holandeses que precisamente con la Alemania nazi se dio inicio
a las políticas de exterminio mediante la institucionalización
de la muerte de algunos calificados como indeseables -comenzando
por los niños enfermos- decretada por los Tribunales
de Eugenesia.
Hoy reaparece la mentalidad costo-eficiencia de aquellos ominosos
años 20 del siglo pasado: se imponen los criterios de
calidad de vida, que pretendiendo objetividad llevaron
a la sociedad a creer que realmente era un beneficio la aniquilación
de los que fueron rotulados indeseables. Alfred
Hoche y Karl Bingding sostuvieron esas tesis en aquel ambiente
académico y jurídico: había vidas que
no merecen ser vividas
. Los modernos pediatras holandeses
que proponen el fatídico Protocolo de Groningen,
copian las políticas de eugenesia que Europa habría
querido olvidar. A ello se suman otros planes de gran alcance,
como el Eurocat Working Group.
Cuánta actualidad tienen hoy las palabras de H. Arendt
(Responsabilidad y juicio; Paidós, Barcelona
2003):
Auschwitz había sido creada para
la ejecución de matanzas administrativas que debían
llevarse a cabo con arreglo al más estricto reglamento.
Dicho reglamento había sido redactado por los asesinos
de despacho y parecía excluir -probablemente había
sido redactado precisamente para eso- toda iniciativa individual,
para bien o para mal. El exterminio de millones de personas
fue planificado para que funcionara como una máquina
.
¿Es aquella máquina de exterminio diferente de
lo que hoy se conoce como Protocolo de Groningen?
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Bioética
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¿Fue la trágica muerte de Eluana Englaro un homicidio
o el desenlace natural de una enfermedad terminal? Los medios
de comunicación de masas dieron la noticia con más
o menos espectacularidad y algunos promovieron debates o comentarios
que en general mostraron un mayor o menor desconocimiento del
tema que analizaban. Alguno de estos comentaristas trató
de sentar doctrina pero sólo exhibió su gran ignorancia
-la ignorancia es siempre atrevida- en lo relacionado con la
antropología filosófica y la simple biología.
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Si Eluana mostraba actividad cerebral, si no había
muerte cerebral no obstante su coma profundo,
Eluana debía considerarse como persona viva, con vida
humana, y las medidas para provocar su muerte constituyen
éticamente un franco homicidio. En el lugar en el cual
se desarrollaba esta vida no es posible pensar que una sonda
gástrica sea un medio extraordinario de atención
a una persona enferma y menos aún el suministro de
alimento ordinario y de líquido que satisficieran las
necesidades básicas de una persona según su
peso y área corporal. No necesitaba la ayuda de un
respirador: su respiración se cumplía naturalmente.
Si sufría dolores físicos o angustia psíquica
durante su existencia debemos afirmar sin ninguna duda que
el médico tratante no cumplía con su primordial
deber: tratar por los medios a su alcance de suprimir el dolor
físico y la angustia psíquica. Así lo
proclama la bioética personalista cuando nos enseña
sobre la ortotanasia, es decir, la atención al enfermo
sin prolongar su agonía y sin acortar su existencia,
procurándole todos los recursos físicos, emocionales
proporcionales e inclusive religiosos, adecuados a su condición
clínico-patológica. Es el verdadero derecho
a morir con dignidad.
En Eluana, según los datos conocidos de la necropsia,
no había ninguna condición patológica
que la llevara a un desenlace fatal y su muerte se produjo
por deshidratación. En otras palabras: Eluana fue condenada
a morir cruelmente de sed y de hambre por decisión
de su propio padre y por desconocimiento de los deberes éticos
del médico que accedió a ser verdugo.
Se condenó a muerte, y muerte cruel, a un enfermo porque
su padre no soportaba más el sufrimiento que alcanzó
17 años, un padre que según las noticias pocas
veces la visitaba. Pero lo aberrante, lo horrendo, es considerar
como conducta honesta suprimir la vida de alguien porque otra
persona, cualquiera sea el rango de afinidad, está
sufriendo. Aceptar este modo de actuar es aceptar la conducta
de las peores tiranías que ordenan suprimir vidas humanas
porque la presencia de esas personas causa zozobra, inquietud
y tienen el poder de quitarlas de en medio; es aceptar en
nuestra historia las muertes en épocas nefandas de
niños de la calle para evitarles a ellos
y a la sociedad la carga que representaban. Es aceptar la
ley del más fuerte, la ley de la selva más abominable
cuando la aplica el animal racional, sociable por naturaleza,
capaz de solidaridad, capaz de amar al más necesitado,
al más débil.
La eutanasia bien sea por acción o por omisión
es siempre un homicidio, homicidio por piedad
le denominan algunos autores, y desde la ética no puede
justificarse. Este juicio no es cuestión religiosa
sino simple y llanamente antropológico: ¿Qué
se suprime? ¿Se puede condenar a muerte a quien no
cometió ninguna falta? ¿Hay alguna razón
superior al respeto a la vida, a la dignidad intrínseca
e incondicional y a la libertad del ser humano?
Sí, asesinaron a Eluana, y el autor intelectual de
este homicidio fue su propio padre. Y el verdugo, alguien
que por su profesión, por su preparación académica
y por el êthos de su profesión debió cuidar
de ella, debió asistirla sin otra consideración
que el sumo respeto por su vida y su dignidad intrínseca
e incondicional.
Nota: Esta sección es un aporte del Centro Colombiano
de Bioética -Cecolbe-
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