MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 262 JULIO DEL AÑO 2020 ISNN 0124-4388
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Con el mayor sigilo comparto lo que de muchos escucho y es un sentir colectivo en medio del miedo. Quizá, el sentimiento que más nos asemeja y acompaña en estos días que parecen eternos para la mayor parte de la humanidad. Este sentimiento, el miedo, ha llegado a todos los escenarios, al político, al económico, al tecnológico, al social y al cultural. Sí, nos ha globalizado, sin planeación, ni aceptación, está omnipresente.
Nos estremecen tantas y tan variadas realidades. El niño que le pide a Dios para que se lleve al Covid-19, las familias que pasan de largas siestas por la hambruna, a motines para llamados de auxilio, y que de paso, aprovechan como añorados encuentros. La distante convivencia de familias que estando juntos se ven extraños, se escuchan inhabituales cielomotos silenciados por el cotidiano bullicio, descubrimos violentas relaciones de parejas vecinas, sorprenden las deficiencias domésticas de la eficiente profesional, nos conmueve ver a los ancianos persiguiendo los rayos del sol al borde de un portón o una ventana, recibiendo el afecto de sus seres queridos a metros de distancia tras la reja o el vidrio, hasta donde solo pueden llegar. ¡Cuántas y tantas las talanqueras a nuestra independencia y autonomía!
Transitamos afanados por calles vacías, limitando los pactos de amor, fraternidad, camaradería y colegaje de acostumbrados abrazos, sonrisas y choques de manos. Validamos encontrones, estrujones y agresiones a expensas del estrés que en sí, son maneras de ser que poco controlamos. Estamos pasando de la admiración a la desestimación del congénere y de la mutua necesidad para subsistir. Son invaluables los que limpian, los que transportan y cargan, los que cultivan nuestro diario sustento, reconocemos como irreemplazables a los que cuidan, enseñan y tienen a cargo los seres que amamos, todos aquellos que hacen por mí lo que no puedo o no deseo.
Anhelamos los concurridos ritos espirituales. No podemos despedirnos, los duelos son a solas para quienes se van y para quienes se quedan. Evitamos salir para encontrarnos con el enemigo oculto y añoramos salir para reencontrar el sentido a la vida. Rebuscamos cómo ajustar las necesidades y la economía, hoy desorganizadas después de arduas maniobras para acomodarlas. Nos aniquila el tedio, la inactividad, la clausura, el desconcierto, el sometimiento o el Covid-19, dilema entre los cuales ahora coexistimos.
Para entender esta insensata realidad pueden socorrernos la fe de otros, en otros y la propia, los ínfimos encuentros para serenar el cuerpo y el alma o presenciando expresiones ajenas. Legítimas son todas las maneras que mitiguen este indescriptible e impensado agravio a nuestra acostumbrada realidad. Mientras no desconozcamos, ultrajemos y aniquilemos al semejante bajo cualquier pretexto, porque no existe justificación alguna. Yo acudo, y comparto, consideraciones ajenas que disipan el desconcierto y nos instan a seguir creyendo, sintiendo y haciendo lo que cada quien por el bien propio y ajeno sabe hacer.
Surgen voces de aliento como las del neurofisiólogo Adolfo Llinás: “la situación de relación humana es sumamente fuerte. Una vez que pasen un par de meses y que la gente se pueda besar y no le pase nada, pues empezarán a besarse de nuevo. Si no, ¿cómo vamos a sobrevivir?”. Tranquiliza un poco más cuando anota: “la gente dice “me muero de la hartera (aburrimiento)”, pero la hartera no es letal.”. Así pues, que tenemos un flagelo menos.
Valdría la pena rescatar segmentos del libro La sociedad del cansancio, de Byul Chan-Han, que avizoraba estos impases y aporta para sacarle provecho a lo que hoy nos desalienta. Su autor, “a través del Prometeo cansado alerta sobre el aparato psíquico del sujeto actual que se violenta a sí mismo y se pone en guerra consigo mismo, que se halla encadenado”. Inicia con la premisa: “toda época posee enfermedades emblemáticas, y de esta época son las enfermedades neuronales como el desgaste ocupacional por la superproducción, el superrendimiento (laboral, lúdico y sexual), o la supercomunicación conducentes a exceso de actividad y libertades. Produciendo una violencia indolora por el agotamiento, fatiga y la asfixia del exceso. Los habitantes de la sociedad del siglo XXI se llaman sujetos de rendimiento que producen depresivos y fracasados en el momento en que el sujeto ya no puede poder más. Con un destructivo reproche de sí mismo y a la autoagresión. Y lo que enferma no es el exceso de responsabilidad e iniciativa, sino el imperativo del rendimiento, así como la progresiva fragmentación y atomización social y la carencia de vínculo”.
Además, resalta la necesidad de “una atención profunda, con ella han surgido los logros culturales de la humanidad. Actualmente reemplazada por la hiperatención. La atención dispersa que además de escasa tolerancia al hastío, tampoco admite el aburrimiento profundo, importante para un proceso creativo”. Invita “a la calma para generar algo nuevo. Porque el aburrimiento se acompaña de calma y relajación, imprescindibles para la escucha”. Y se respalda de su colega Merleau-Ponty, para quien: “lo flotante, poco llamativo y lo volátil se revelan solo ante una atención profunda y contemplativa”. Y puntualiza con Nietzsche “por falta de sosiego, nuestra civilización desemboca en una barbarie.
Nos aqueja la pandemia por el Covid-19, dejando en evidencia otros males que afortunadamente hay quienes los visibilizan, mientras les restamos importancia. ¿Que tal si desterramos el desasosiego que nos provoca este virus? Y convidamos al sosiego que nos incite al ingenio y audacia para reinventar maneras provechosas de hacerle frente. Y como aduce Han, “en el recogimiento contemplativo es con el que se puede llevar algo a la expresión”. Para saborear los acontecimientos y sentimientos cotidianos que damos como irrelevantes, y aclaro, con sabores dulces y amargos.
Una de las tantas maneras es la lectura en voz alta, que según Meghan Cox Gurdon, ensayista estadounidense de literatura infantil: “es la intervención más económica y eficaz que podemos realizar para el bien de nuestra familia, contrapeso capaz de devolvernos lo que la tecnología nos quita”, y agregaría yo: lo que le hemos entregado. Nombra la lectura compartida como “momento mágico”, que contrarresta el déficit de atención, la adicción a las pantallas, el ensimismamiento en burbujas privadas y el atontamiento digital. Y para mayor sustento: “los niños que no escuchan cuentos en su primera infancia tienden a ir de doce a catorce meses retrasados en el apartado lingüístico. Agrega, como sea la competencia lingüística a los tres años de edad, se pronostica el dominio del idioma a los diez años, en cuanto las palabras llaman a las palabras tal como el dinero llama al dinero. Fenómeno conocido como el “efecto Mateo”, por el versículo del Evangelio que dice “a quien tiene se le dará y tendrá más”.
Y para los adultos, acostumbrados a estar solos en compañía de los seres amados, más allá de ser un pasatiempo no adictivo, posibilita el encuentro emocional, en declive por la sobreproducción y atiborramiento tecnológico. Estimulando el acoplamiento neuronal por la sincronización de la actividad cerebral entre el lector y el oyente.
Algunos que con este simple acto alivianaron los días y la vida fueron el escritor Dickens, quien solía leer sus obras ante su audiencia, los cigarreros de la Cuba española reunían dinero para contratar un lector del periódico mientras hacían su labor, la madre del poeta Roger McGough durante la segunda guerra mundial ante la falta de libros le leía etiquetas de alimentos, y Albert Einstein a su hermana Maja, postrada en cama por un derrame le leía textos de Sófocles. Sin más, es un lujo práctico, placentero y asequible que podemos darnos para recobrar el empolvado placer de “érase una vez”, en medio de este inolvidable momento.
Porque las acciones y reacciones que hemos tenido, solo dan cuenta de aquello que llevamos dentro, reconocido, desconocido o encubierto.
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