MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 262 JULIO DEL AÑO 2020 ISNN 0124-4388
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Estamos en las postrimerías del mundo, no de “el mundo” planeta animado constituido principalmente por agua y enormes placas de tierra, sino de “el mundo” como lo veíamos y entendíamos hace unas escasas semanas.
Lo que otrora era paisaje y cotidianidad, ahora solo nos genera extrañeza y amenaza. La piel ajena se nos hacía tan habitual y natural, que nunca la reflexionamos ni concebimos como fuente de placeres y alivios. El tacto, una palmada en el hombro, el masaje y hasta el empujón, salieron de nuestra concepción de posibilidad psíquica y trasmutaron a amenaza simbólica. Se ve la piel del vecino como un nicho de contagio y, aunque limpia y gentil, cuando se nos presenta se comienza a gestar una repulsión refleja, igual que si se activasen las mecánicas atávicas de un asco cautelar. Los besos, antes cotidianidad y posibilidad de expresión, se volvieron crímenes y violencias contra el orden del cuidado. Ya, si queremos proteger a quien amamos, debemos alejarlo y evitar su contacto.
Solía privilegiar, dentro de la intimidad de la clínica, un tipo de encuentro que nacía del “coqueteo” de quien elige a su terapeuta, para luego este, si definía la posibilidad de ayuda y construcción conjunta, abrir un hiato en el tiempo y favorecer el hallazgo. Y ahora, en estos tiempos, la amenaza invisible se alió con poderes oscuros que premian un tipo de asepsia y dogmática ciega que deja por fuera la magia del conjuro. La clínica nació como un encuentro afortunado entre dos expectativas que bailan entre opuestos. Se alejan y acercan, oscilan a la par para luego distanciarse, pujan y se tensan, para que luego, bajo la luz de un relámpago invisible, en un instante móvil, se atrape aquello que se anhela.
Intentaré “reducirlo” a sus fragmentos, a sabiendas de que la suma de los mismos no opera como eficacia, pues su enigma, aquel misterio que une sus partes, solo ocurre en un instante que apenas se percibe, y no bien intentas capturarlo, se filtra entre los dedos o, peor aún, destruyes el hechizo. Acá van sus restos enumerados como lista de mercado: personajes de la obra, llamaré así a aquel que busca y el que ayuda a encontrar; el espacio, que podrá ser este entre tapias, paredes de cemento, piso de tierra, una estera en el suelo o la banca de un parque —si es usted atento, se dará cuenta de que todo lugar vale, aun aquel imaginado o creado en el encuentro—; disposición nacida de un síntoma que empuja a buscar ayuda, aunada a una disposición dispuesta de ese que llamo terapeuta. Para esto, se deberá permitir un tiempo que podrá oscilar entre segundos a un instante, donde habrá de ocurrir “aquello” —lo llamo así por no encontrar equivalencia en el lenguaje—. Eso, que solo nace en la invisibilidad y la errancia de un parloteo que incluye el cuerpo, y que al final, si todo fue sazonado por un deseo sincero, ocurra aquello que deje liviano al que pregunta. Está claro, ¿verdad? ¡Pues no! No está claro y es allí donde radica la importancia de aquello que no tiene protocolo y que, aunque insisten en asirlo, se les escapa dejando pelos y palabras en sus dedos. ¡Que la vida no entra en protocolos! les he dicho acá hasta el cansancio, y que si se categoriza se arriesga a reprimirla, o peor aún a acabarla. ¿Qué tanto he de repetir lo mismo en este espacio? Mmmm, pues déjenme lo pienso, qué digo, lo grito, pues he de reiterarlo hasta que se haga automatismo que nazca del apuro —encuentro amoroso de quien busca ayuda y quien la ofrece—, pues nuestro affaire se resiste a la captura.
Iniciando estos nuevos tiempos, vestido con sábanas, careta, tapabocas, gorro y con tantos guantes de goma que perdía la tibieza de la piel que buscaba alcanzar, llegué a preguntarme, ¿dónde queda el cuerpo del que escucha? ¿Y dónde el del escuchado?... ¿será que tantos trapos y entretelas apagan la comunión de la clínica? Y hallé mi respuesta luego de dos semanas de amargura, y no es poco pues las amenazas eran muchas; el cuerpo sigue estando allí donde se vive la palabra, y que a pesar y gracias a esta la nueva escafandra no aísla la voz que dota de espíritu a la carne, que el cuerpo es tan potente que habla sobre la tela, y que por más que aísle el tapabocas, el gesto se trasluce desde el fondo.
Tengo una amiga que filosofa con sus gatos y que supo que el resoplido de motor ahogado de su perro belfo no era otra cosa que el lógico ruido que nacía de una resonancia inversa, eso es, que un labio inferior evertido hacía vibrar el aire espirado, lógico cuando se lo explica, ¿no? Acá les dejo la pista sobre esta nueva semiología que exige conocer sobre el teatro del movimiento y la lectura de los gestos. La apuesta será sencilla y a su vez compleja, pues el arte y ciencia de la mirada y la intimidad del tacto deberán volver para evitar la muerte de la clínica.
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