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Una vieja tradición estival

Por: Damián Rua Valencia
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Con la llegada del verano, los días largos y los pantalones cortos, comienza en Europa la temporada de actividades al aire libre. Y entre ellas, una que, de tan masiva y espontánea, la han tenido que encasillar con letreros y mesitas de madera para evitar los desmadres ambientales: la tradición de hacer pícnic.

Nadie sabe a ciencia cierta de dónde salió esa manía de planear por lo menos una semana antes las provisiones exactas, de preferencia frías y a veces no tan transportables, para un viaje de unos cuantos kilómetros, o de unos cuantos metros, según las condiciones físicas de cada quien, con el único objetivo de sentarse a comer durante horas y horas en familia o entre amigos.

Según el diccionario, nuestra grafía es engañosa, porque la palabra vendría, en realidad, de la conjunción de dos palabras francesas (pique y nique) que, al contacto con la lengua inglesa, se fundieron en una sola. Sin embargo, ni los franceses saben qué quiere decir originariamente porque una de ellas evoca, en el habla moderna, la acción de agarrar (piquer) y la otra, una acción más física que prefiero no traducir para no chocar al lector. El eminente lexicólogo del siglo XIX, Emile Littré, apuntaba en su diccionario que el término nique es, en realidad, un sustantivo que se refiere a una “cosita sin valor” y que un pique-nique es simple y llanamente una cena placentera en la que cada comensal participa con algo.

Parece un tema banal, pero no lo es. Para los franceses, criados bajo el pernicioso influjo de la racionalidad cartesiana y del gusto de la buena mesa de Rabelais, es la manifestación por excelencia de su art de vivre, de su manera de habitar el mundo. Por ello tiene normas definidas, claras y de una lógica implacable que delimita el tiempo y el espacio. Por ejemplo, para los latinos que vivimos en Francia y que tratamos de integrarnos a la cultura, un pícnic se puede hacer a cualquier hora del día, de preferencia en mitad de la tarde, para no tener que madrugar mucho, sobre todo si uno se ha pasado de copas el día anterior, y para tener tiempo de digerir el desayuno. En su versión estricta, en cambio, el pícnic debe hacerse a las doce, en punto, para tomar el almuerzo, o, en su defecto, a finales de la tarde, para el goûter. Hacerlo a una hora diferente es tan ilógico y desconcertante como acostarse a tomar la siesta en medio de la autopista. Esto, por razones prácticas, según me han explicado. Porque el pícnic del mediodía es salado, con la bendición de un pequeño postre al final, a diferencia del de la tarde, que es esencialmente dulce, vaya uno a saber por qué.

Otra diferencia que permite discernir un pícnic real de uno de dudosa procedencia es la improvisación de la cosa. Es una de las tantas maneras de reconocer a un latino en Europa. Nosotros nos levantamos tarde y tratamos de comprar algo en la primera tienda de la esquina el mismo día. Lo que pasa es que, como en Francia casi todo está cerrado los domingos y que los pícnics se hacen generalmente esos días, terminamos por llegar con un par de salchichas olvidadas desde hace años en la nevera o, en su defecto, una botella de cerveza mal cerrada o un paquete de chips empezado para mendigar la caridad de personas mejor organizadas. Y eso, ante el asombro y el rencor de los franceses que se han pasado días enteros cocinando quiches de huevo y tocino, queques de queso de cabra con nueces y dátiles del medio oriente, tartas de manzana y de membrillo, galletitas con formas intricadas y diversas; y que se han tomado el trabajo de ir hasta el otro extremo de la ciudad para encargarle al vendedor de quesos todo un florilegio de la mejor mercancía.

Si la palabra es difícil de esclarecer, el fenómeno es, en cambio, fácilmente rastreable, si le creemos a Francine Barthe- Deloizy, directora del único libro que encontré dedicado al tema. Según ella, la tradición vendría de dos prácticas antagónicas: la merienda de los trabajadores de los campos, que era percibida como tal, es decir, como un plato pobre y rústico de gentes sin dinero; y las colaciones del Renacimiento que recuerdan el jardín del Edén, donde sopla un viento paradisiaco sobre la aristocracia de la época. Al parecer, con la decadencia de esta última, el aburguesamiento de la sociedad y el desarrollo de los transportes, las dos prácticas se fundieron en una sola.

Sin embargo, las referencias al pícnic no aparecen en la historia oficial, sino, sobre todo, en los chismes de la época y, más tarde, en la literatura, en los relatos de Maupassant y de Zola, y en las obras de arte, en los cuadros de Manet y de Monet. Lo que no se sabe es si esas descripciones naturalistas y esos cuadros impresionistas pintan una realidad o si, más bien, describen una imagen idílica que incita a volver a la naturaleza en el momento preciso en que las ciudades se convertían en grandes centros urbanos, industriales y feos.

Se sabe, en todo caso, que Catalina de Medici era adepta de los banquetes improvisados en los jardines de Tullerías y que tanto ella como el rey Carlos IX viajaban seguidos por toda una caravana, más que de simples víveres, de los platos más refinados, de quesos, bizcochos, frutas, mermeladas y vinos para calmar un poco la sed durante el periplo. En relación con uno de esos viajes, uno de sus acompañantes agrega una información esencial que abre una dimensión insospechada de la tradición y que yo lamento que no perdure en el tiempo: “No hablaremos de las conversaciones alegres, de las coplas eróticas y de los tiernos discursos que pimentaron los platos de este ágape campestre. Basta con decir que las mujeres son jóvenes y hermosas y que los hombres, amables y glotones, el resto se puede adivinar.”

Por su parte, en una carta a Boucher, Diderot habla justamente del relajamiento de las costumbres y del libertinaje que resultan de la libertad de los gestos y de la sensualidad de la relación con la naturaleza durante los pícnics. El famoso cuadro de Manet Le Déjeuner sur l'herbe (1863) muestra justamente uno como yo siempre he querido hacer y que nunca he podido: sobre la hierba, durante una tarde calurosa y flanqueado por dos hermosas mujeres desnudas y mojadas por la frescura del río.

Sin embargo, mi pareja, que es francesa y que me susurró la idea para este artículo durante el último pícnic que hicimos, me dice que el verdadero placer está en la preparación. Elegir un paisaje, un ambiente, un escenario. El francés, lengua de contrastes, tiene una palabra que está en el diccionario, pero que me parece intraducible al español: se réjouir, que es como alegrarse intelectualmente antes de que sucedan las cosas. Las personas aquí se réjouissent durante semanas y semanas pensando en lo que van a preparar, en la ropa que se van a poner, en las personas a las que van a invitar, en las discusiones que se van a formar, en el lugar que van a elegir, como maestros de ceremonias. Aunque, después de recorrer kilómetros y kilómetros buscando un lugar semejante al de sus sueños, me dice, aquí a mi lado, mi pareja que la mayoría termina por sentarse a comer al borde de la autopista.


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